Las curiosas hermanas Brontë

Retrato de las tres hermanas, creadoras de varios clásicos de la literatura. (DP).

Nidia García Hernández

Las Palmas de Gran Canaria —

El mundo de la literatura está lleno de conexiones, aparentemente casuales, que han terminado por desembocar en historias que parecían predestinadas a ocurrir. Como las que traería las tardes de encierro de un grupo de aristócratas en Villa Diodati, la mansión de campo de Lord Byron. El anfitrión propuso un reto a sus huéspedes, como pasatiempo frente al mal tiempo: escribir relatos de terror, tan en sintonía con el lúgubre clima de truenos y relámpagos que les había obligado a recluirse. De esta eventualidad nació el Vampiro, de mano de Polidori y el monstruo de Frankenstein, de Mary Shelley. Como si el azar hubiese seguido un orden secreto con la intención de propiciar la creación aquellos mitos.

La misma sincronía se produjo con las hermanas Brontë quienes, en 1847, alumbraron tres obras maestras de la literatura: Jane Eyre, Cumbres Borrascosas y Agnes Grey. Cada hermana creó un universo propio en aquellas páginas, inspiradas en algunos hechos biográficos que no tuvieron más remedio que aderezar y amplificar debido a sus escasas experiencias. Llevándose por tierra la idea de que, para ser un gran escritor, hay que vivir vidas épicas como las de Ernest Hemingway o Jack London. Sin apenas salir de su pueblo natal, las hermanas fueron capaces de componer narraciones extraordinarias acerca de las experiencias humanas más intensas. Llegando incluso a concederles el final feliz que no pudieron disfrutar en carne propia.

Es llamativo observar como novelas que reflejan pasiones atemporales son fruto de la imaginación de mujeres que no tuvieron la oportunidad de vivir tales romances en primera persona. Un regusto amargo y una sensación de injusticia recorren el cuerpo al recordar como Jane Austen o Emily Brontë tuvieron que relegar sus amores al terreno de la fantasía. Tanta sensibilidad canalizada en la escritura no fue capaz de encontrar un atisbo terrenal sobre el que asentarse. De ver recompensada la transmisión de ensoñaciones que, aún hoy, se perpetúa entre sus lectores. Una maestría cimentada en fuero interno, que no llegó a materializarse en la experiencia; lo que, enseguida, inunda a sus lectores de porqués incrédulos.

La mujer se revela en el romanticismo

No cabe duda que la Inglaterra del siglo XIX fue una época dura para las mujeres, pero mucho más para aquellas que se cuestionaban el restringido papel otorgado, anhelando superar las barreras impuestas por la sociedad. Si bien es cierto que estaba teniendo lugar una revolución cultural −propiciada por los románticos− que empezaría a cambiar el modo de ser, de sentir y de pensar de la encorsetada sociedad inglesa; el turno de las mujeres se vería, como siempre, postergado.

El tiempo del Romanticismo daría pie a una sublimación de los sentidos, un gusto por lo sensible que desembocó en jóvenes que parecían ser capaces de morir de desamor, como si el desencanto del alma pudiese contagiar al cuerpo y ponerle fin a voluntad. En tal contexto, no es de extrañar que el hilo conductor con el que las hermanas Brontë tejieron sus historias sea la búsqueda del ser amado. Emparejarse seguía manteniendo un cariz de transacción comercial: las dotes eran evaluadas y medrar posiciones gracias al casamiento era una estrategia presente. Pero, al mismo tiempo, apareció el afán de dejarse llevar por la ambigüedad de las pasiones, buscando en el matrimonio una unión de amor y no sólo de intereses.

Surgen así heroínas rebeldes que rehúsan una relación pactada y que aspiran a tener la libertad de elegir, una decisión valiente que sobresalía en aquel entorno proclive a la docilidad femenina. Este rol activo sirvió para empezar a superar la figura sumisa y decorativa que ésta tenía predestinada por norma. En el caso de las hermanas inglesas, la primera pasión en alcanzarlas, fue la escritura. Aisladas en aquella casa parroquial en Haworth, en el condado de Yorkshire, las Brontë se dejaron atrapar por la palabra escrita, lo que les posibilitaba vivir mil vidas sin restricciones.

Un mundo hecho a medida

La tendencia a imaginar estuvo presente desde la infancia, lo que las llevó a crear sus propios reinos inspirados en unos soldaditos de juguete. Emily y Anne, crearon un mundo llamado Gondal del que, tristemente, apenas queda documentación. Mientras que Charlotte, en colaboración con el único hermano varón, Branwell, inventaron Angria. De éste sí se conservan manuscritos –cuentos con más de 60.000 palabras−, realizados en letra minúscula, lo que obliga a utilizar una lupa para hacerlos legibles. Como un intento de conservar estos mundos en la esfera privada de los niños, de mantenerlos secretos e inaccesibles. Un resguardo de la realidad que les había arrebatado ya a su madre y a sus dos hermanas mayores.

Por aquel entonces, la senda de las mujeres contaba con limitadas bifurcaciones. Casarse era la primera de ellas pero estaba condicionada a una dote o una buena posición. En su defecto, se podía paliar la economía con belleza y otras virtudes acordes a los cánones de la época, que quedaban obligatoriamente anexadas al sometimiento y la abnegación. Nada de esto se concentraba en las jóvenes escritoras que siendo pobres, de escasa belleza y con inquietudes intelectuales, quedaban prácticamente relegadas a los papeles de maestra o institutriz. Los cuales, efectivamente, desempeñaron en distintos periodos. La que peor llevó la profesión fue Emily, por ser la más tímida y retraída. Se sentía más cómoda en compañía de animales y paseando por los páramos con su perro Keeper, antes que frecuentar compañía humana. Era tal la angustia que le producía el estar lejos de casa, que llegaba al punto de dejar de hablar y de comer, quedando tan débil, que era enviada de nuevo a Haworth, donde terminó por recluirse definitivamente.

Cartas de amor y rechazo

Charlotte fue, sin duda, la que más que se aventuró a tener una vida ajena a la ficción de sus narraciones. Durante un tiempo fue maestra en Bruselas donde quedó prendada del profesor Heger, quien dirigía la escuela junto a su mujer. Sí, Heger estaba casado y era inalcanzable, quedando el amor de Charlotte –una vez más− limitado a las cartas que le escribía. Con dolorosos esfuerzos, se prometió dosificar sus sentimientos a una carta cada seis meses, ya de vuelta a Haworth. Algunas se conservan, curiosamente, gracias a la mujer de Heger, quien las cosió y conservó −tras romperlas su marido−, no sabemos si como prueba de fidelidad o por admiración a su prosa. Las cartas supervivientes son cuatro y dan muestra de la agónica tortura que supuso para la mayor de las Brontë, el saberse vetada del amor de su idolatrado maestro.

Le digo francamente que he intentado olvidarle durante estos meses, porque el recuerdo de una persona a quien uno no cree que pueda volver a ver de nuevo y a quien, sin embargo, se tiene en gran estima, atormenta demasiado la mente; y cuando uno ha sufrido ese tipo de ansiedad durante un año o dos, está dispuesto a hacer cualquier cosa para reencontrar la paz. Yo lo he intentado todo; he buscado ocupaciones; me he negado a mí misma por completo el placer de hablar de usted, ni siquiera a Emily; pero no he sido capaz de superar ni mis pesares ni mi impaciencia. Lo cual, de hecho, es humillante: ser incapaz de controlar los propios pensamientos, ser esclava de un pesar, de un recuerdo, la esclava de una idea fija y dominante que gobierna despóticamente la mente. ¿Por qué no puedo recibir tanta amistad de usted, como usted de mí, ni más ni menos? Entonces estaría tranquila, tan libre que podría mantenerme en silencio durante diez años sin esfuerzo.

Pero no siempre la balanza se inclinó hacia el mismo lado y en una ocasión, Charlotte se encontró en el extremo opuesto del amor no correspondido. Fue con la proposición de Henry Nussey –hermano de su buena amiga por correspondencia, Helen−, hecha justamente, ocho años antes de que viera la luz su primera novela. La negativa se realizó por carta y sirve muy bien para esbozar la característica personalidad de Charlotte:

Pseudónimos que enmascaran el salto a la novela

Una vez más la casualidad entraría en juego, haciendo que Charlotte encontrase los poemas que Emily escribía en secreto. Lo que en principio fue visto como una intrusión a su hermética intimidad, terminó por desencadenar el primer intento literario de las hermanas. La calidad y originalidad de los poemas, animó a Anne y a Charlotte a continuar los versos con la intención de publicarlos. Tuvieron que recurrir a pseudónimos, el único medio que garantizaba protección contra los prejuicios que dictaminaban que una mujer, o una buena mujer al menos, debía reducir sus actos al mero atrezo.

Con 30, 28 y 27 años, respectivamente, y bajo los nombres de Currer, Ellis y Acton Bell, obtuvieron unas críticas aceptables de sus poemas. No fueron acompañadas de las ventas, reducidas a tres ejemplares, pero lograron, eso sí, que un admirador les pidiese su autógrafo por correo, inmortalizando los nombres impostados. Seguramente no fue tanto por el entusiasmo del aislado fan, sino más por el impulso que da el ver materializarse las ideas, lo que las motivó a abrir la compuerta de la novela. Dedicando noches en vela a escribir, acompañadas pero a escondidas del mundo, en la vieja casa que las vio crecer y que apenas se distanció de ellas.

Superficialmente, sus libros pueden parecer cuentos de amor pero su trascendencia no se limita al romance. En la crudeza de Cumbres Borrascosas, Emily descubre una verdad que espanta a la moral victoriana de su época: los hombres y las mujeres son capaces de amar con idéntica pasión, son iguales. Mientras que Charlotte y Anne abordan temas inéditos en la perspectiva femenina, como la necesidad de encontrar su lugar en el mundo o los problemas de estar atrapada en un matrimonio abusivo.

En el corto espacio de tiempo que habitaron el mundo, antes de que la tuberculosis se las llevase a todas −casi en cadena−, no renunciaron al impulso de escribir. Arrojando palabras al papel con un ansía y una intensidad feroz, como si fuese obligatorio liberarlas, no dejarlas dentro. Algo absolutamente comprensible. A fin de cuentas, nunca estuvieron tan cerca de vivir las vidas que ansiaban, como en sus propias historias.

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