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Giral. Quemado por el sol

Miguel Jiménez Amaro

Giral, vasco, de Zarautz, Agustín García Calvo, en su Balada estival de las cárceles Madrileñas, 1.968, hecha canción por Amancio Prada, lo cita como uno más de los que estaban en la trena aquel verano por el mismo motivo, las revueltas estudiantiles. Creo que no lo haya citado nadie más, aunque una periodista de columna, en El País, por los años ochenta, en un arrebato de nostalgia, - había sido compañero de amarras suyo en la facultad -, lo quiso citar, y él la rehuyó, pues se había autoexiliado en el olvido de la memoria, había desertado de la historia en la que no se quería reconocer.

Giral estudió filosofía en la Complutense de Madrid. Participó activamente en la agitación universitaria de finales de los sesenta hasta que lo obligaron a vestirse de caqui y expulsaron de aquel distrito universitario por haber asaltado, con otros forajidos, como los del western, uno de los camiones de la Coca Cola. ¿Qué lectura política tenía este gesto, pues fue un gesto? No llevaban armas, ¡claro está! Aquellos años eran de repudio americano, por el imperialismo y la guerra de Vietnam, y Giral, como tantos otros, fue condenado a galeras, a la mili, previo paso por la trena. En la trena, en este caso Carabanchel, coincidió con uno de los hermanos Panero, que había dejado la política unos años antes, después de aquel fracaso suyo cuando lideró una manifestación, y sin querer, - por supuesto -, llevó a sus compañeros manifestantes a una encerrona policial, a los pies de los caballos de los grises, - el ejército americano del sur-, donde fueron linchados y bien linchados. Panero, cuando vio a Giral en el patio del talego, le preguntó qué lo había traído por allí. Giral le contestó que la política. Panero, que ya estaba quemado por el sol, antes que Giral, y que venía de vueltas de todo, le hizo el siguiente comentario: “Qué anticuado estás, yo estoy aquí por drogas”. Parecía como si Panero le estuviera leyendo el futuro, o abriéndole a Giral las persianas de su destino.

Al acabar de cumplir sus obligados deberes del Todo por la patria, buscó una ciudad de provincias que tuviese facultad, río y catedral, para seguir en la cresta de la ola universitaria. Cambió el basalto, los asaltos a los camiones de la Coca Cola por basaltar bares, tabernas y tugurios, y como aquello no estaba penado, campeó a sus anchas hasta que una multinacional se fijó en él, por guapo, y por sus dotes de las públicas relaciones. Cambió las aulas, bares, tabernas y tugurios por los despachos de Ran Xerox.

Una mañana, en su despacho Ran Xerox, que daba para el Monte Igueldo, dejó toda su ropa en él, hasta los zapatos, y se tiró desnudo al Monte, donde al caer la tarde lo hallaron desorientado, perdido. Había soñado la noche anterior, - como tantas otras, se le repetía ese sueño de manera obsesiva -, con Carabanchel, con la frase de Panero, que anticuado estas, yo estoy aquí por drogas, drogas a las que no paraba de dar abasto.

Las hermanas creen que lo mejor es que se vaya a vivir con sus padres jubilados a Madrid, en la calle Ríos Rosas. La vida de Giral con sus padres es como la de un colegial. Sale de su casa temprano, como el niño que va al colegio y regresa al caer la tarde, a la hora de la merienda. Los domingos va a misa con sus padres, en donde lee el Evangelio, canta y pasa el cepillo, y alguna vez manga una pela. Al salir de misa van a visitar a una tía suya que está ingresada en una residencia a las afueras de Madrid. Él, servicial, conduce el coche de sus padres, no condujo más en su vida. Cambió su fe libertaria por la de las iglesias; sus cantos anarquistas y abertzales por los de la legión; su ideal dejó de ser el libertario Buenaventura Durruti, para empezar a desempeñar el de monje soldado, que cumplió a rajatablas.

Hizo de toda su vida pasada, escombros. De ellos, de vez en cuando, salían borbotones de luz, como cuando me contó lleno de admiración la historia de la mujer, compañera suya de batallas y trincheras universitarias, de la que os hablé la semana pasada, Elsa, la que no le tenía miedo a los grises; o, como cuando suspiraba, como buen caballero andante por su Dulcinea, Ruth, jugadora de balonmano, del equipo de la ciudad, en donde él veraneaba con sus padres, y de la selección nacional. Giral nunca habló de ello, pero nos enteramos que Ruth falleció por aquellos años en un accidente de tráfico, en el que él iba conduciendo el coche, de regresó a Zarautz después de un partido.

Lejos de la vista de sus padres, en el colegio, sus aulas fueron los antros de día, donde alternaba con el pequeño hampa madrileño de Lavapiés, con el carisma y la simpatía que nunca le abandonaron. Era querido y respetado en ese mundo de fuera de la ley, donde el solo sacaba ganancias para su consumo, no quería más, no necesitaba, como buen Diógenes, de más.

Sus padres murieron, uno tras otro. Sus dos hermanas, que tenían una buena posición económica, no lo podían atender. Le propusieron ingresarlo en una residencia de un pueblo de Ávila. Él, humildemente lo aceptó, consciente de que no se podía valer por sí mismo, y de que de esta manera no le acarreaba problemas a nadie. En la residencia siguió regalando, como en todos los sitios que anduvo, su alegría que nunca se agrió de cinismo. No he conocido a nadie al que no le cayera simpático.

Una noche pidió que por favor lo dejasen cenar con una botella de Mibal Roble, porque esa noche iba a ser muy especial para él. Se quedó dormido una vez terminada la cena, y empezó a soñar. En sueños se le apareció el difunto Panero sonriendo. Giral pensó que estaba con él en Carabanchel, pero Panero le dijo que no, que estaban en otro sitio, pero que todavía no le podía decir cuál era ese lugar. Lo cogió de la mano y lo llevó a una especie de polideportivo, se sentaron en uno de los asientos con mejor visibilidad. Salieron los dos equipos de balonmano a jugar. En el precalentamiento del partido vio a su Dulcinea, Ruth, que lo acababa de ver a él también en ese mismo momento. Le sonrió, como lo hacía siempre. Le picó de ojo, y le hizo señas de que al acabar el partido se verían. Cuando Giral miró a Panero, Panero ya no estaba sentado al lado suyo, y en su asiento, si había una nota suya que decía: “Estás en el cielo, hermano”. Ya no estaba encadenado a aquella cama de aquella residencia de un pueblo más que olvidado de Ávila, más que olvidado de los camiones de Coca Cola asaltados, - su anti imperialismo yanki, su anti Vietnam -, en donde se había dormido hacía unas horas.

A la mañana siguiente le llevaron el desayuno a su habitación. Giral sonreía y no despertaba. Llamaron al médico, que no tardó en decir que Giral había muerto.

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