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Opinión - Sánchez no puede más, nosotros tampoco. Por Pedro Almodóvar

Aulas sin móviles

En cada final de curso hay una mezcla de tristeza (uno quiere a los chicos) y alivio por tener un tiempo propio. También hay una idea, casi un convencimiento: cuando más crece la digitalización dentro del aula (móviles, tablets, códigos QR, aplicaciones), más decrece la lectura y comprensión de textos, la paciencia para profundizar en contenidos, la atención sostenida, la escucha activa, las libretas y los lápices, los libros de papel, y quizá, (estamos por saber lo que deparará el ChatGPT), más peligro corre la figura del docente o de la educación como actualmente la conocemos. No hace mucho, defendía el uso los móviles en clase como instrumentos útiles para contribuir al “proceso de aprendizaje”. ¿Si el mundo es cada vez más digital -me preguntaba- por qué no lo van a ser las clases? Ahora no pienso lo mismo. 

En abril, salimos desde O`Cebreiro y llegamos a la Catedral de Santiago de Compostela después de una semana y 160 kilómetros en las piernas. La ciudad comenzaba a despertar de la primavera. El sol brillaba en calles y casas. Los chicos, muchos con ampollas en los pies, cantaban a Celia Cruz mientras cruzaban el túnel previo a la plaza del Obradoiro. Ariadne, en algún momento del Camino, entre el bosque, los pájaros, el agua, la neblina del amanecer, entre el silencio, me confesaba, como si hubiera despertado de un sueño, que llevaba gran parte del día sin usar el teléfono móvil. Sus ojos comenzaban a salir de un confortable letargo, distanciados del gesto compulsivo, de la seducción irrenunciable de consultar el Iphone cada minuto. La luz de la pantalla, una semana antes, brillaba de manera clandestina en cada clase. Durante todo el viaje, la joven, como el resto de alumnado, colaboró en hacer la comida, en dejar la maleta lista cada vez que salíamos de los albergues a seguir la flecha amarilla, pero sobre todo se relacionó con compañeros con los que pocas veces había hablado. Escuchó, cantó y entendió que había algo en esa “expedición” que nos unía: no sé, la naturaleza, las cosas, las voces, le gente de carne y hueso, las conversaciones, y una clase de ¿mística? que la ciencia explica con la química que genera mantener el cuerpo en movimiento, en silencio, escuchar al otro, compartir una experiencia así. De regreso a Tenerife creímos que el viaje había cambiado algunos hábitos, pero Ariadne volvió a recuperar sus TOCs con las TICs. En el aula, dispersa, entre el resplandor de las pantallas, regresaba a esa necesidad misteriosa de estar conectada, de consultar en segundos la nada digital: datos, fotos, correo, redes. De fondo, una voz intentando explicar qué quería decir Newton con Ley de la Gravitación Universal. Y ella, como muchos otros, parecía ¿comprenderlo? desde el despiste disimulado de un adolescente, mirando de reojo el teléfono o chateando con su tablet, como el adicto que oculta su adicción. Esta imagen se repite cada semana, a pesar de las prohibiciones, se extiende como una plaga por los chicos, sobre todo aquellos que navegan en medio de una enorme soledad y hastío, empujados, también en recreos y baños, por la fuerza poderosa de los chisporroteos de los juegos, chats, bailecitos y demás entretenimientos que, eso ya lo sabemos, generan grandes lagunas en la atención, la escucha, la observación, la comprensión, la toma de apuntes. Debe haber algo que aún no se ha explicado lo suficiente para que esos aparatos tengan tanta fuerza. En el mundo “de fuera” ya no hay vuelta atrás, pero hay esperanza en las aulas; quizá haya tiempo de hacer algo, no solo prohibirlos, sino algo de lo que saquen más provecho cuando estén en casa, solos, frente al escritorio, en el cine, en la cena. Nosotros, los profes, pasamos lista con el propio móvil, y hacemos lo que podemos, entre cables y adaptadores, entre programaciones y planes de estudios que no ven inconvenientes en “el Escaneado con CamScanner uso pedagógico” de teléfonos y chismes similares, donde más bien se marca, se contesta o se resuelve de forma breve, en lugar de debatir, escribir, leer, profundizar. El filósofo Byung-Chul Han llama los smatphones “infómatas”. Y dice en No Cosas que la realidad ya es percibida a través de la pantalla, como una ventana digital que “diluye la información que luego registramos”. “No hay contacto con las cosas”, sino con las “no-cosas” digitales que no oponen resistencia: imágenes que constantemente abordan los muros de las redes y los buscadores. ¿Cómo puede un adolescente luchar contra esto?. 

Futuro capital social. Con todo esto, creo que debemos pensar en los centros educativos como lugares de resistencia frente al ruido del mundo, el “ruido digital” y frente a no se qué gurús empeñados concebir a los centros y planes de estudio como si fueran empresas, donde cabe casi todo. Las tareas se llaman “productos” y las habilidades “competencias claves” de ambigua aplicación. “De lo que se trata no es formar a ciudadanos críticos (ahora parece que todos los currículos lo contemplan), como se empeñan, por falta de capacidad o puro cinismo, sino a futuros consumidores, futura mano de obra, futuro capital social”, escribe el profesor Alberto Royo en su libro Contra la nueva educación. Comparto que a los alumnos se les debe preparar para la vida, con una formación cultural integral, teórica y práctica, donde los ahora llamados “saberes básicos” de la ley del partido que gobierne (educar no debe estar a merced de los partidos pero lo está) se mezclen, se relacionen o se integren. Y entiendo que el trabajo llegará después, forma parte de la vida, gran parte, pero sin conocimiento, sin saber leer (no es solo hacer sonar las palabras por la boca), sin escribir (no es solo reproducir letras y símbolos), sin saber la importancia que tiene la historia, la ciencia, la biología, la literatura, comprender, con criterio, la realidad desde sus estructuras políticas, materiales, culturales, en resumen, sin formar a ciudadanos libres que cuiden nuestras democracias para que no se conviertan en autocracias, o algo peor, si cabe, “en demagogias, o sea, en simple apariencia, en falsedad”, escribe Emilo Lledó en La educación de la mirada; sin esto, no es posible la paideía

Una forma de amor. Conviene bajar a la realidad no teorizar desde las nubes. Hagámoslo. Al impartir una clase conseguir que te escuchen, que respeten cuando se está queriendo decir algo. Para todo esto, el docente debe querer hacerlo aunque a veces no se den las mejores condiciones. Y para esto hace falta saber de lo que habla y transmitirlo, que se facilite la tarea (aulas y ratios adecuadas, suprimir la burocracia innecesaria), y por último amor. Sí, educar es una pasión que implica enseñar a mirar y para todo esto hace falta amor. Educar es una forma de amor. Y también una tarea compleja que requiere tiempo, trabajo, compromiso, pero sobre todo amor. El conocimiento, el saber, se trasmite con el entusiasmo de querer proteger al otro, pues el saber “no pertenece a nadie”, escribe el poeta Carlos Marzal, en su último libro Euforia. “En cualquier aula hay un secreto que busca ser nombrado, una canción que no es de nadie, y nadie la conoce por entero, la música que suena milagrosa en el hecho de estar vivos”, añade. En ese entusiasmo está la alegría de que otro vea el mundo con unos ojos diferentes a aquellos que se creen los poseedores de la verdad, los dogmáticos, adoctrinadores, los que creen que el conocimiento es una manera de acceder a alguna clase de poder, los que creen inútiles, como diría el profesor Nuccio Ordine, ciertos saberes que no producen beneficios materiales, palpables, para un “futuro” trabajo. Lo que antes era una salida hoy puede ser una entrada hacia la precariedad. Nunca sabemos. Nunca sabemos nada del todo. Permitir el “no saber ” es una manera de despertar la curiosidad. La filósofa Marina Garcés, desde el amor a sus estudiantes universitarios, en una carta incluida en su libro Escuela de Aprendices, les decía: busca lo que te importa y trátalo como un fin en sí mismo. Todo lo que instrumentalices te acabará instrumentalizando. Olvida las palabras que se adecuan demasiado Escaneado con CamScanner bien al ruido que nos ensordece y anestesia. Busca las que lo interrumpen, aunque para ello tengas que enmudecer. Gana conocimiento sin perder las preguntas. 

El conocimiento en segundo plano. Internet es una fuente infinita de información, pero no de conocimiento. El conocimiento es otra cosa. El alumno no aprende por sí mismo, o más bien poco. Es el profesor quien te guía, te dice, te incita o te anima a pensar. Asimismo, no necesariamente el acceso al conocimiento tiene que ser divertido, lo que no quiere decir que carezca de interés y satisfacción, o innovador, pues existe la manía en que todo lo que innove necesariamente es válido. Nadie aprende a tocar el piano, a analizar una oración subordinada pasándolo especialmente bien. Pensar, desarrollar una técnica para ejecutar una acción requiere tiempo y sacrificio, como estudiar, leer, escribir, defender un argumento, sentarse a solucionar un problema de Física. A diario, los compañeros admitimos que “hemos bajado el nivel”, empujados por normativas y leyes tan laxas y “transversales” (otra palabra de moda) como irrealizables. En esta dirección, creo que los docentes, atrapados en un sistema donde es muy difícil suspender y muy fácil aprobar teniendo poca idea, solemos caer en una complacencia generalizada, dejando a un lado la cultura del esfuerzo en favor de una especie de empatía que si bien conecta con ciertos valores, deja el conocimiento en un segundo plano. Decía Emilio Lledó, que de niño el maestro leía una página del Quijote y preguntaba por las “sugerencias”. Y uno intenta abrir con esa maravillosa palabra, “sugerencia”, la posibilidad de que los pibes pregunten, deduzcan, actúen, se expresen, es decir: que puedan pensar, eso sí, desde una base de contenidos sólidos, porque no es posible pensar desde la nada o desde contenidos vagos, sin peso. Estamos ante una generación de chicos y chicas que nunca han tenido tanta información frente a sus ojos, pero a la vez tanta confusión. Nosotros estamos para ayudarlos a ver los “claros del bosque”. Son gente genial, no la condenemos a convertirse en esclavos de sí mismos ni de otros, en zombies de pupitre, en autómatas que saben pronunciar las letras y escribirlas con más o menos acierto pero sin entender lo que quieren decir, en gente a los que les resulta un suplicio leer un libro, porque lo sienten aburrido y lejano. El artículo 22.4 de la Decreto 30/2023 por el que se establece la ordenación y el currículo de la ESO y Bachillerato en Canarias dice: “A fin de fomentar el hábito y el dominio de la lectura, se dedicará un tiempo a la misma en la práctica docente de todas las materias”. Pero no se lee, o se lee poco, o no se lee ese “tiempo” suficiente, ni en el centro ni en las casas, o más bien se lee través de esa pequeña pantalla táctil, de brillo sospechoso, donde el ojo humano, todavía humano, se acostumbra cada vez más, a lo que ya viene dado.

En cada final de curso hay una mezcla de tristeza (uno quiere a los chicos) y alivio por tener un tiempo propio. También hay una idea, casi un convencimiento: cuando más crece la digitalización dentro del aula (móviles, tablets, códigos QR, aplicaciones), más decrece la lectura y comprensión de textos, la paciencia para profundizar en contenidos, la atención sostenida, la escucha activa, las libretas y los lápices, los libros de papel, y quizá, (estamos por saber lo que deparará el ChatGPT), más peligro corre la figura del docente o de la educación como actualmente la conocemos. No hace mucho, defendía el uso los móviles en clase como instrumentos útiles para contribuir al “proceso de aprendizaje”. ¿Si el mundo es cada vez más digital -me preguntaba- por qué no lo van a ser las clases? Ahora no pienso lo mismo. 

En abril, salimos desde O`Cebreiro y llegamos a la Catedral de Santiago de Compostela después de una semana y 160 kilómetros en las piernas. La ciudad comenzaba a despertar de la primavera. El sol brillaba en calles y casas. Los chicos, muchos con ampollas en los pies, cantaban a Celia Cruz mientras cruzaban el túnel previo a la plaza del Obradoiro. Ariadne, en algún momento del Camino, entre el bosque, los pájaros, el agua, la neblina del amanecer, entre el silencio, me confesaba, como si hubiera despertado de un sueño, que llevaba gran parte del día sin usar el teléfono móvil. Sus ojos comenzaban a salir de un confortable letargo, distanciados del gesto compulsivo, de la seducción irrenunciable de consultar el Iphone cada minuto. La luz de la pantalla, una semana antes, brillaba de manera clandestina en cada clase. Durante todo el viaje, la joven, como el resto de alumnado, colaboró en hacer la comida, en dejar la maleta lista cada vez que salíamos de los albergues a seguir la flecha amarilla, pero sobre todo se relacionó con compañeros con los que pocas veces había hablado. Escuchó, cantó y entendió que había algo en esa “expedición” que nos unía: no sé, la naturaleza, las cosas, las voces, le gente de carne y hueso, las conversaciones, y una clase de ¿mística? que la ciencia explica con la química que genera mantener el cuerpo en movimiento, en silencio, escuchar al otro, compartir una experiencia así. De regreso a Tenerife creímos que el viaje había cambiado algunos hábitos, pero Ariadne volvió a recuperar sus TOCs con las TICs. En el aula, dispersa, entre el resplandor de las pantallas, regresaba a esa necesidad misteriosa de estar conectada, de consultar en segundos la nada digital: datos, fotos, correo, redes. De fondo, una voz intentando explicar qué quería decir Newton con Ley de la Gravitación Universal. Y ella, como muchos otros, parecía ¿comprenderlo? desde el despiste disimulado de un adolescente, mirando de reojo el teléfono o chateando con su tablet, como el adicto que oculta su adicción. Esta imagen se repite cada semana, a pesar de las prohibiciones, se extiende como una plaga por los chicos, sobre todo aquellos que navegan en medio de una enorme soledad y hastío, empujados, también en recreos y baños, por la fuerza poderosa de los chisporroteos de los juegos, chats, bailecitos y demás entretenimientos que, eso ya lo sabemos, generan grandes lagunas en la atención, la escucha, la observación, la comprensión, la toma de apuntes. Debe haber algo que aún no se ha explicado lo suficiente para que esos aparatos tengan tanta fuerza. En el mundo “de fuera” ya no hay vuelta atrás, pero hay esperanza en las aulas; quizá haya tiempo de hacer algo, no solo prohibirlos, sino algo de lo que saquen más provecho cuando estén en casa, solos, frente al escritorio, en el cine, en la cena. Nosotros, los profes, pasamos lista con el propio móvil, y hacemos lo que podemos, entre cables y adaptadores, entre programaciones y planes de estudios que no ven inconvenientes en “el Escaneado con CamScanner uso pedagógico” de teléfonos y chismes similares, donde más bien se marca, se contesta o se resuelve de forma breve, en lugar de debatir, escribir, leer, profundizar. El filósofo Byung-Chul Han llama los smatphones “infómatas”. Y dice en No Cosas que la realidad ya es percibida a través de la pantalla, como una ventana digital que “diluye la información que luego registramos”. “No hay contacto con las cosas”, sino con las “no-cosas” digitales que no oponen resistencia: imágenes que constantemente abordan los muros de las redes y los buscadores. ¿Cómo puede un adolescente luchar contra esto?.