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La estrategia de la derecha, la gran mentira de Aznar y la guerra de Irak

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Lo he oído comentar en estas vísperas del 11-M a analistas y periodistas que me merecen un gran respeto: la gran mentira fabricada por Aznar sobre la autoría del atentado de Atocha (“los que idearon el 11-M no están ni en desiertos remotos ni en montañas lejanas”), atribuyéndola a la banda terrorista ETA, es el origen de la actual estrategia del PP.  Y, digo yo, de los poderes fácticos que lo esponsorizan y de cuyos intereses el partido aznarista hace de procurador en las Instituciones. 

Esa estrategia, cada vez más exasperada, es la que continúan desplegando contra el actual Gobierno: consiste simplemente en negar la legitimidad de cualquier Gobierno de España que no esté en manos del PP y de lo que éste representa. En realidad, no sólo al Gobierno. También la mayoría parlamentaria que lo respalde o cualquier órgano constitucional que no esté bajo control conservador son ilegítimos.

Da lo mismo que esos órganos constitucionales estén en la plenitud de su mandato o que estén recién elegidos. Sin ir más lejos, el actual  Tribunal Constitucional. Pero, al tiempo, imponen sumisión incondicional a esa estrategia al Consejo General del Poder Judicial o al anterior Tribunal Constitucional, aunque varios de sus integrantes  -que determinaban la mayoría- ya hubieran agotado su mandato. Y, éstos sí, totalmente  desprovistos de cualquier legitimidad jurídica y política.

En realidad, más que una estrategia es un modo de ser y de entender la sociedad española y sus instituciones arraigado desde hace demasiado tiempo en sectores conservadores de nuestro país.

No me cabe la menor duda que la Gran Mentira de Aznar ha sido un hito tan relevante como siniestro. Pero, en mi opinión, la deriva antidemocrática de la derecha empezó mucho antes. Tan pronto como los sectores conservadores de la sociedad española lograron articularse alrededor del PP de Fraga/Aznar para actuar en la vida democrática y en las Instituciones.

Ya en las elecciones generales de 1993,  Javier Arenas y Ruiz Gallardón acusaron al PSOE, desde que se conocieron los resultados y la derrota de Aznar, de haber efectuado un pucherazo. Éste fue en realidad el primer capítulo.

Viví muy intensamente como senador y como secretario general del Grupo Parlamentario Socialista aquella V Legislatura. Sí, la misma del váyase señor González. La estrategia de la deslegitimación empezó a finales del pasado milenio. 

¿Cometió Aznar un delito contra la seguridad de los españoles?

Me atrevo a apuntar que la finalidad de aquella gran manipulación del entonces inquilino de La Moncloa no era sólo la de ganar las elecciones. Aznar, ganara o perdiera el PP, no era candidato ni iba a ser presidente; y por lo tanto, constituidas las nuevas Cortes y formado el Gobierno, quedaba huérfano del aforamiento y del blindaje que a los miembros del Gobierno establece la Constitución (artículo 102.1 y 2) para poder ser acusados de los delitos de alta traición o contra la seguridad del Estado, que no pueden ser indultados (102.3).

Porque aquel dantesco atentado perpetrado por el yihadismo puso ante los españoles las consecuencias que se derivaban de la decisión de Aznar de embarcar a nuestro país en una guerra de agresión (y sustentada en la mentira de las armas de destrucción masiva en manos de Saddam Hussein), contraria al Derecho Internacional. Es decir, un comportamiento que encajaba -según este jurista de pueblo-  en “el que con actos ilegales… expusiere a los españoles a experimentar vejaciones o represalias en sus personas o en sus bienes”, del artículo 590.1 del Código Penal.

Cuando me pregunto por qué Aznar nunca fue ni siquiera investigado por estos hechos, me contesto a mí mismo que por las mismas causas por las que hasta ahora no lo ha sido ni Ayuso, ni nadie de su Gobierno, por el dantesco protocolo sobre las residencias de las personas mayores en el Madrid de la pandemia. Seguramente los dos episodios más graves protagonizados por gobernantes desde la recuperación de la democracia. Causas  que no son ajenas a la influencia del PP y de su entorno en las más altas instancias del Poder Judicial. ¿Se imaginan qué habría ocurrido si esos mismos hechos hubieran sido protagonizados por gobernantes progresistas?

Tengo que reconocer que los decibelios han ido aumentando exponencialmente, al mismo compás que la manipulación informativa y la armazón de una auténtica acorazada mediática que los poderes fácticos ponen a la disposición del PP. Tanto, que con frecuencia comento a mis compañeros y amistades que aquella etapa inicial, por dura que fuera y lo era, vista desde la perspectiva de los últimos años parece el juego de las casitas.

Hay desde luego un in crescendo ininterrumpido, una diferencia de intensidad; pero no de calidad. Es la misma estrategia que reconecta con la peor versión del conservadurismo español: el del accidentalismo democrático que pregonaban durante la II República el “jefe” Gil-Robles y compañía. Aceptaban la democracia republicana mientras ellos controlasen  el Gobierno. Y si no, no.

Y he leído consternado el reciente llamado de M. Rajoy a los jueces para que secunden la estrategia anti-amnistía, secundando la incitación aznarista de que “el que pueda hacer, que haga”. Solamente pocos días después de darse a conocer la estrafalaria resolución del Tribunal Supremo sobre la investigación a Puigdemont por terrorismo, que ha movido el foco informativo hacia los magistrados que la decretaron por unanimidad: todos conservadores y nombrados discrecionalmente por el  CGPJ en su casi interminable periplo conservador.

La vuelta a las andadas de la representación política de la derecha y de una parte muy relevante del poder empresarial y, valga la redundancia, de los medios de comunicación. La persistencia y la radicalidad de la estrategia de llegar hasta donde sea para derribar el actual Gobierno progresista, aboca a la convivencia democrática y al régimen político instaurado por la Constitución del 78 a un panorama sombrío. Y aún más, en un contexto internacional marcado por el auge de todas las modalidades del autoritarismo.

No lo olvidemos: no siempre estas estrategias de deslegitimar al Gobierno terminan con la destrucción de la democracia; pero ésta siempre tiene como preludio y como coartada esa deslegitimación.

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