Se encontraban en la oscuridad de la noche. A esa hora, temprana o tarde, en que los semáforos iluminan las calles vacías. Se acercaban sus pasos hasta cruzarse sin decirse nada. Miradas clandestinas de soslayo. Sucedió un día, y el siguiente. Acaso también los anteriores sin advertirlo. Y otro más sin apreciar nada más que sus figuras, que dibujaban dos generaciones separadas por el tiempo y las experiencias vividas en mundos diferentes que, de pronto, se encontraban cada mañana en apenas un instante compartido entre las sombras.
Surgió una de aquellas mañanas. En la misma oscuridad, en el mismo tramo de la misma calle. A la misma hora, temprana o tarde, en que los semáforos iluminan las calles vacías. Como si una voz interior le advirtiera. No era aceptable que, tanto tiempo después, noche tras noche, se cruzaran de aquella manera, sabiéndose el uno al otro y, sin embargo, pretendiendo hacerse invisibles con el silencio. “Buenos días”, dejó escapar en tono suave, sin detenerse, con una leve inclinación de la cabeza. “Buenos días”, escuchó. La respuesta le llegó ya a la espalda y quiso advertir también una suerte de agradecimiento en aquello. Quizás no lo fuera en absoluto, quizás no lo esperaba tampoco. Quizás de no haber sucedido nada hubiera pasado. Pero se dio. Y respondió como si de algo cotidiano se tratara. Es la elegancia de los años vividos la que otorga el don de saber responder y cómo. A la mañana siguiente, en la misma oscuridad, en el mismo tramo de la misma calle. A la misma hora, temprana o tarde, en que los semáforos iluminan las calles vacías, se cruzaron de nuevo. “Buenos días”. “Buenos días”. Y siguieron sus caminos. Y se repitió al día siguiente y se seguiría repitiendo en los días sucesivos. Cada vez más sinceros, cada vez más esperados hasta que el saludo fue adquiriendo el hábito escondido de una sonrisa. “Buenos días”. “Buenos días”, y ambos sonreían sin saberlo, pues la penumbra no permitía advertirse los rostros más allá de las sombras.
El azar quiso que se encontraran a plena luz del día. En una de esas citas tradicionales a las que acude el pueblo por calendario. Entre las copas de los pinos se escapaban las décimas de versadores acompasados de la música mientras la algarabía se arremolinaba en los quioscos a la espera de cerveza, vino y gullería. Fueron a dar en aquel y no en otro. Acaso fue la casualidad o esa voluntad inexplicable que determina que las cosas sucedan. En un mismo punto, a un mismo tiempo. Bajo la visera creyó reconocer el contorno de aquel rostro redondo, el bigote recortado y, tras los cristales de las gafas, aquella mirada amable. Su talla párvula, su perfil chaparro, su forma de moverse sobre la tierra y el pinillo, ágil y ligero desafiando los años le hicieron inconfundible.
—— Disculpe, —— llamó su atención tratando de ser correcto. –– Quizás no sepa quién soy, es posible que no me reconozca, –– el hombre lo escrutó con curiosidad, sin atisbo de sorpresa, –– nos cruzamos todas las mañanas, cuando aún es de noche. Voy a trabajar, nos encontramos cuando sale a caminar.
El hombre entrecerró los párpados al tiempo que una leve sonrisa se dibujaba en la comisura de sus labios. Miró al frente, sin decir nada, para luego girar su cuerpo hasta colocarse frente a frente.
–– Yo a usted le debo la vida. –– Espetó mirándole a los ojos.
— ¿A mí? — Respondió sorprendido. — ¿Por qué? —De pronto, su intención de sorprender se vio interrumpida de súbito. De pronto era él el sorprendido.
— ¿No se acuerda? — Negó con un leve gesto de la cabeza al tiempo que elevaba las cejas en una pregunta callada. — Una vez me encontró sentado en un banco, y se acercó para preguntarme cómo estaba.
De pronto apareció en su memoria. Pudo ser cualquiera de aquellas mañana o noches, a esa misma hora, en aquel mismo punto de la misma calle pero sus pasos no se cruzaron. Nunca antes lo había visto sentado y un sintió que le invadía el desasosiego. “¿Se encuentra bien, maestro?”. Por un momento pensó en los achaques inesperados o inoportunos que sorprenden en cualquier momento cuando se cuentan tantos años vividos. No fue así. Apenas una rodilla maltrecha la había obligado a detener su paseo cotidiano. Nunca más lo volvió a ver sentado. Pero aquel gesto, ni solidario ni gratuito sino nacido de la certeza de lo correcto, había causado un halo de emoción en aquel hombre añejo. Y así se lo hizo recordar.
—Un día usted me vio mal y se preocupó por mí. No todo el mundo hace eso.
Le invitó a dos cervezas, se presentaron. Mauro, “pero todo el mundo me llama Perico”, dijo. Y quedó un café pendiente. Cuando aún no había amanecido, aquellas sombras volvieron a encontrase, pero ya no eran sombras, eran perfiles que se habían ido descubriendo. Y el saludo no sería nunca el mismo, pues la amabilidad y la cortesía abrieron la puerta a algo que podía tomar forma de un cariño a lo ajeno, a lo afable, a la certidumbre de lo inofensivo. “Buenos días don Mauro”. “Buenos días, Eduardo”. Y en la oscuridad de esa hora, acaso tarde o temprana, se advirtieron sin verse las sonrisas de sus rostros. No habría de pasar mucho tiempo, acaso solo unos días, cuando el afable don Mauro sugirió saldar compromiso. “Qué, echamos ese café”. Y así sucedió que contó su historia.
—En febrero cumplo 84 años, si llego. — Dijo en tono satisfecho. —Soy el menor de siete hermanos. Se me han muerto cuatro. — Lejos de dibujar el drama, en su relato parecía haber satisfacción por lo vivido. Incluso aquello que en un momento hubo de ser doloroso, lo narraba con la serenidad del tiempo transcurrido y la abnegación de quien acepta los vaivenes.
Conducía un camión durante miles de kilómetros hasta alcanzar el Pacífico. Allí contemplaba los atardeceres cuando el reflejo del sol dibujaba sobre las aguas una suerte de lentejuelas que parecían brillar en una intermitencia caprichosa. Como un edredón azul bajo el que se esconde una inmensidad inabarcable. Incapaz siquiera de intuirse a simple vista. Albergando infinidad de mundos incomparables entre sí, de formas de vida extrañas, ajenas, lejanas, dibujadas solo en la imaginación de quien sueña con lo imposible. Y la mirada puesta en la lejanía, en esa línea inconmensurable que cierra los días y tras la que se extienden otros mundos, otras vidas con otros sueños. Acaso los mismos. El hogar, el regreso, la súbita emoción de la nostalgia. Tal vez sospechando la existencia de quien también mira, sin atisbar siquiera que otros ojos escrutan tratando de adivinar ese más allá que se extiende al otro lado del horizonte.
En ocasiones, con la mirada perdida en la inmensidad del océano, adivinaba el contorno de un velero. Y a su memoria regresaban, impertinentes, los recuerdos de una travesía que pareció infinita y definitiva. Entonces solo la fortuna o el azar les permitió la vida cuando, agotados los víveres y el agua, un vapor se cruzó adelantándose a la muerte para abastecerles de suministros suficientes para arribar a la costa. Un milagro justo para quien no huye, sino que busca, para quien no abandona, sino que alberga. Qué lejos parecían aquellos momentos de desesperación y, sin embargo, que cerca en el tiempo de la memoria. Grabados con el punzón de la desdicha, a la deriva, a las puertas de ese adiós definitivo que parecía irremediable e inmediato. Y la certidumbre de un final lento y despiadado. Desde entonces todo parecía haber adquirido un valor extraordinario. En especial las pequeñas cosas, los detalles inocuos, los suspiros liberados, los sueños abrigados, las ilusiones alimentadas, los buenos días, las buenas tardes. Las sonrisas regaladas, los susurros compartidos, los abrazos dados y lo que aún estaban por darse. Las buenas noches, los besos amelados, el olor de la canela o los amores no olvidados.
Y aún habrían de llegar otros instantes que se detienen en una suerte de halo incierto. Cuántos momentos de incertidumbre en aquellos tiempos de inmigración, conduciendo un camión hasta las costas del Pacífico. Dormía en la cabina en áreas de servicio, alguna noche en medio de la nada. En algún momento su sueño se vió interrumpido por un estruendo. Su camión estaba siendo asaltado. Me lo cuenta como quien narra un cuento. Sin aspavientos ni aires de héroe. Con la misma serenidad con la que da los buenos días. A esa hora, temprana o tarde, en la que los semáforos iluminan las calles vacías. Le hicieron tumbarse boca abajo. Acaso en un efímero instante sintió la certidumbre de la muerte.
Su historia duró el café, guardando capítulos y secretos. A buen seguro emociones que permanecen en ese oscuro guardarropa que es la memoria.Seguimos encontrándonos, cruzando nuestras sombras. Y así habría de ser en los días siguientes, y en las semanas que siguieron. Y aquel “Buenos días” inocente y espontáneo pasó sin pretenderlo a un saludo amigable. “Buenos días don Mauro”. “Buenos días, Eduardo”.
Y llegó diciembre. Y bajaron los ángeles en trajes dorados a sonar sus trompetas. Y una alfombra de lágrimas congeladas se reflejaban en los escaparates vestidos de muérdago y pascuas, espumillón y guirnaldas.
Y aquellos encuentros se repitieron, con la serenidad de quien siente alimentar algo que merece la pena. Advirtiendo los brotes de una semilla que tantas veces pasa de largo. Sin saberlo, sin advertirlo, inconscientes de lo que transcurre tan cerca, pendientes de aquello que se encuentra tan lejos. Ignorando lo inmediato, lo más cotidiano para elevar a los altares lo ajeno, lo efímero. Y, sin embargo, aquel ¡Buenos días! Nacido de entre las sombras, fue adquiriendo un cuerpo casi tangible hasta convertirse en algo necesario, como es necesario ese encuentro, en esa calle, en ese punto a esa hora, temprana o tarde, en que los semáforos iluminan las calles vacías.
Ek 9 de diciembre don Mauro no apareció. Lo eché de menos. Le extrañe. Sentí un vacío que enseguida se llenó de preguntas, de dudas, de temores inciertos que son los más fuertes e intensos. Miré hacia atrás, miré en todas direcciones. En las calles solo el reflejo de las lágrimas congeladas, de los ángeles soplando sus trompetas, solo el reflejo de los escaparates que devolvían las luces de los ángeles y las trompetas. Y un milagro abrigó la desazón del instante. Dicen, que compartir este cuento, convencer de esta historia, hace que, en otras calles, en otros puntos a todas las horas, tempranas o tarde, las sombras en silencio comienzan a despertar para ofrecer un ¡Buenos días! Como el que cada mañana sigo compartiendo con don Mauro. Y que de ello comienzan a nacer historias. Y que las sombras dejan de serlo para tomar formas, rostros, pensamientos...dicen, que compartir esta historia devuelve de las sombras las vidas que han transcurrido de paso. Dicen, que los perfiles toman cuerpo, que los andares se detienen, que del silencio surge el aroma del café compartido para contar historias.
A don Mauro ‘Perico’.
Gracias por el regalo de tropezarnos sin querer, por saludarnos sin pretenderlo, por compartir sin esperar nada a cambio. ¡Buenos días, siempre!