T. S. Eliot o la sabiduría de la humildad

25 de diciembre de 2025 15:32 h

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Durante estos días en que recordamos el nacimiento del Verbo Encarnado en un modesto y austero pesebre, quizá se torne más urgente que nunca el hacer sonar la voz del ilustre pensador británico-estadounidense T. S. Eliot (1888-1965) cuando en sus inolvidables Four Quartets afirma de forma rotunda: “La única sabiduría que podemos esperar adquirir/ es la sabiduría de la humildad./ La humildad no tiene fin”.

En la mayor parte de las tradiciones filosófico-religiosas occidentales y orientales se considera “humilde” aquella persona “que no tiene nada, que no quiere nada y que no sabe nada”. Fue sin duda Eliot un apasionado e incansable buscador espiritual que hizo de estas significativas intuiciones el punto de partida de todas sus disquisiciones. Su lúcido y clarividente pensamiento nos exhorta continuamente a abandonar todas las falsas ideas que rigen nuestra existencia y que nos impiden abrazar esa hermosa “docta ignorantia” tan amada por los poetas, ese insólito “me quedé no sabiendo toda ciencia trascendiendo” al que apunta nuestro amado san Juan de la Cruz al que Eliot leyó con pasión y fervor en sus años de estudiante en la Harvard University.

Al igual que el gran místico de Fontiveros, nuestro poeta reflexionó con generoso atrevimiento sobre esa condición de absoluta vacuidad y pobreza espiritual necesaria si se quiere alcanzar la plenitud en esta vida. En el tercer movimiento de East Coker describe bellamente lo que significó para él este desprendimiento de todos los seres y de todas las cosas, algo así como “esperar lo inesperado” entendiéndolo como una espera sin esperanza ni temor (“nec metu/ nes spes”) y como un camino lleno de paradojas: “Le dije a mi alma, quédate/ quieta y espera sin expectativas,/ pues tenerlas supondría esperar erradamente; espera sin amor,/ pues sería amor a cosa equivocada;/ hay todavía fe, pero la fe/ y el amor y la esperanza consisten en esperar./ (…) la oscuridad/ será así la luz y la quietud la danza”.

Con la venerable profundidad que le distingue como pensador y homo religiosus, Eliot nos invita una y otra vez a “estar inmóviles y sin embargo movernos/ hacia otra intensidad/ en busca de una unión, una comunión más profunda/ a través del frío oscuro y la desolación”. Es plenamente consciente que, en una determinada etapa del camino espiritual, el alma debe ponerse en manos de Dios y el yo personal debe morir para nacer de nuevo. Le fascinaba esa economía sacrificial y a través de un riguroso y exigente ejercicio de ascetismo pudo reconocer que “nuestra paz está en su Voluntad”. Mediante una serie de inquietantes anáforas rítmicas y un “jeux de paradoxes” claramente inspirado en la Subida al Monte Carmelo juancruciana, es capaz de crear una atmósfera de tradición transtemporal y sigue insistiendo en esta via negationis como camino de iluminación: “Para venir a lo que no conoces/ debes seguir una senda de ignorancia./ Para poseer lo que no posees/ debes recorrer el camino de la desposesión./ Para poder ser quien aún no eres/ debes seguir el sendero en que no eres./ Y sólo sabes lo que ignoras/ y lo que tienes es lo que no tienes/ y estás donde no estás.”

Éste es el Big-Bang rotundo de T.S. Eliot con el que quisiéramos iluminar estas páginas. Estamos ciertamente ante un “poeta de lo inefable”, un “amante de la nube oscura”, sediento de saber substancial, que, como todos los grandes santos, trató de ocuparse “en una vida entera de muerte por amor, fervor, desapego, entrega de uno mismo” siendo fiel al evangelio “si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío” (Lc. 14: 26). A través de su arrolladora y penetrante escritura nos convoca al abajamiento, al puro vaciamiento (Kénosis): “desciende más, desciende sólo/ al mundo de la soledad perpetua, al mundo que no es mundo, sino lo que el mundo no es;/ interna tiniebla/ privación/ carencia de todo bien”. Aunque le hubiese gustado permanecer en este “mundo que no es mundo”, su impulso creativo le obligó a escribir y a compartir con los demás los frutos de la contemplación, si bien reconoció con gran pesar que la Palabra revelada, que él concibe como una palabra silenciosa, no es nunca del todo bien recibida: “No obstante está la palabra no pronunciada, la Palabra no escuchada,/ la Palabra sin palabra, la Palabra dentro/ del mundo y para el mundo;/ y la luz brilló en la oscuridad y,/ contra la Palabra, el estrépito del mundo seguía girando/ en torno al centro de la Palabra silenciosa”.

Ojalá que estas fiestas navideñas no se conviertan en un triste espectáculo de bullicios, ruidos, jolgorios y malas celebraciones de la Nada que nos impidan escuchar esta Palabra engendrada en el silencio de nuestros corazones, la Palabra que estaba en el principio (In principio erat Verbum), la palabra que habló en la Montaña y que viene a decirnos: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (Mt. 5: 3). Quizá sea en este radical desasimiento y olvido de nosotros mismos donde sea posible vivir y saborear una auténtica y gozosa Natividad.