Violencia machista: reflexiones sobre algunos episodios en la historia de Santa Cruz de La Palma en los siglos XVI y XVII

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El Día Internacional contra la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, instituido por la Asamblea General de las Naciones Unidas por la resolución 54/134, de 7 de febrero de 2000, define la violencia contra la mujer como «todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas de tales actos, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada»[1]. En este contexto, pese a que, en líneas generales, puede afirmarse que nuestra percepción más común es que la violencia contra la mujer no ha sido una marca que haya caracterizado nuestra historia isleña, lo cierto es que el propio silencio evidenciado en los pocos testimonios documentados al respecto que han llegado hasta nosotros y el escaso interés que la historiografía ha mostrado por difundir y ahondar en este asunto alertan precisamente de lo contrario. En cualquier caso, como es de sobra sabido, este es un fenómeno subrayado también por la realidad de la violencia de género en el contexto actual. Me refiero a ese triple ejercicio de autocensura, negación y ocultación que, juntas o por separado, continúan operando como formas de reacción más inmediatas ante este hecho discriminatorio y vejatorio que atenta contra la más elemental idea del derecho fundamental a la vida. La atenuación de las consecuencias de la violencia (sobre todo, cuando es psicológica), la actitud permisiva del resto del entorno familiar o cercano, el miedo a que la situación empeore o la sensación de indefensión ante la Administración, pese a los notables cambios generados en la legislación, explican —en parte— ese enmudecimiento de las víctimas y, aún peor, la afonía característica de su ambiente.

En este marco, Santa Cruz de La Palma tiene la extraña reputación de haber sido escenario de uno de los capítulos de violencia extrema contra la mujer en el seno del matrimonio más añejos que se conocen en La Palma y uno de los más antiguos, más conmovedores y más perversos del conjunto del Archipiélago. El suceso ocurrió antes de noviembre de 1553, a principios de cuyo mes algunos familiares de la pareja en cuestión otorgaron varias cartas de perdón al marido-asesino gracias a las cuales se perseguía garantizar la manutención de los hijos del matrimonio, menores de edad. Tal y como se recoge en todas ellas, que siguen prácticamente el mismo formulario, Juan de Riberol había dado muerte a su mujer, María Hernández, hija de Luis Hernández, vecino de Velhoco, y de Catalina Carmona, «con un puñal», con el que «le hizo ciertas heridas estando preñada, de las cuales falleció», «por cierta sospecha, indicios y presunción que tuvo [de que ella] le hacía y cometía adulterio». Condenado por la justicia real de La Palma al embargo de sus bienes, los declarantes solicitaban que a Juan de Riberol se le conmutase dicha confiscación en razón de «los hijos que del matrimonio tiene, niños de poca edad, así para criarlos y alimentarlos como para que no se pierdan los bienes que la Justicia le secuestró». Por ello, todos coinciden en afirmar (por ejemplo, Diego de Carmona, tío materno de la difunta, y Juan Ruiz, labrador, su tío político) que «les consta que para dar las heridas [Juan de Riberol] fue inducido y que a ella se le levantó testimonio, y que su intención no era matar». Además de Diego de Carmona y de Juan Ruiz, también suscribieron las correspondientes cartas de perdón Lucas y Mateo Riberol, hermanos del agresor, y la familia directa de la fallecida, su propio padre, Luis Hernández, y su hermano Salvador Hernández[2].

Pese a su cierta antigüedad, que se remonta al año de 1629 (hace ahora exactamente trescientos noventa y un años), el contexto de otro episodio se ajusta bastante a los tópicos más habituales de los modelos contemporáneos. Ahora la víctima es Francisca Pérez Docanto, hija del portugués Miguel Pérez, capitán de las milicias palmeras, célebre piloto mayor de La Palma (en 1570, por ejemplo, se aventuró a «ir a descubrir la isla de san Borondón») y familiar del Santo Oficio de la Inquisición, y de su mujer, Melchora de Ocanto, también de ascendencia portuguesa; Francisca, por tanto, pertenecía a la clase media alta de la ciudad de su tiempo. Su marido y agresor no era otro que el licenciado Blas Lorenzo de Cepeda, hijo de otro Blas Lorenzo de Cepeda, también capitán de las milicias palmeras y asimismo lusitano (como la ascendencia de su mujer), quien llegaría a ocupar una de las regidurías del Concejo de La Palma y a ostentar la máxima jerarquía militar insular como maestre de campo, y de Beatriz de Almeida. Su filiación en la esfera social de la Santa Cruz de La Palma de principios del siglo XVIII le sitúan igualmente en una posición privilegiada, en su caso, además, avalada por sus estudios universitarios. Todo ello viene a confirmar la realidad de que el ejercicio de la violencia contra la mujer no distingue —ni distinguía entonces— clases sociales[3].

En este ejemplo, otro tema recurrente que bien merece nuestra atención es el marco matrimonial e íntimo en el que se produjo este acto violento. Pero aún hay más. Se repite también el hecho de que el crimen se perpetró en el seno del hogar, situado en el actual número 4 de la calle San Sebastián: el cadáver de Francisca Pérez Docanto fue descubierto el 29 de mayo de 1629 en su casa «al amanecer», tal y como relata en su diario Cosas notables el cronista local Andrés de Valcárcel[4]. Otro asunto que se repite: la consecuencia del acto fue mortal y consistió en el apuñalamiento de la esposa, suponemos que mientras dormía, pues los primeros testigos del crimen la hallaron «en sus casas, muerta en la cama con muchas puñaladas». La intención-justificación del agresor tampoco es novedosa, pues la misma se enmarca en los celos o sospechas desconfiadas en la fidelidad amorosa de la mujer. De hecho, de nuevo Andrés de Valcárcel sostiene: «Era la dicha doña Francisca persona muy honrada y comúnmente por tal tenida, y sin causa ni razón se le dio muerte». Llama poderosamente la atención esta afirmación, rotunda y concluyente —al menos, según el juicio particular de Valcárcel—. Y no hemos de perder de vista dos aspectos: en primer lugar, la percepción exterior de la buena fama moral de la víctima, a la que por su mera condición de mujer se le exigía especialmente ser y parecer íntegra, decente y virtuosa; en segundo lugar, de acuerdo a nuestra mentalidad actual, resulta más problemática la interpretación de la frase «sin causa ni razón», en la que subyace la idea preconcebida de que dependiendo de la actitud (activa/pasiva) que adopte la mujer frente a la seducción de un tercero o en relación a su manera de presentar externamente su honradez (por ejemplo: cuidando el vestuario, los gestos, las conversaciones con otros hombres que no son de la familia, etc.), la violencia contra ella puede estar justificada; de hecho, aún hoy, sigue siendo una de las constantes más frecuentes el control que el maltratador ejerce sobre los usos o tipos de indumentaria, el maquillaje y el aspecto físico de su pareja.

De nuevo los celos reaparecen en un episodio de tintes legendarios que han llegado hasta nosotros a través de dos versiones: una más antigua, recogida de un «libro de apuntes históricos» perteneciente al presbítero Celestino Rodríguez Martín por el periodista y escritor Antonio Rodríguez López y publicada en El Time, y otra más moderna, tomada de fuentes orales familiares por Armando Yanes Carrillo[5]. El asesinato de una joven por apuñalamiento cuando retornaba desde el sitio de El Calvario (donde en 1613 Águeda Gómez Chinana obtuvo licencia para fundar una ermita dedicada a Nuestra Señora de la Soledad, luego conocida como ermita del Santo Cristo del Planto) a manos de su pretendiente ha quedado fijada para siempre en el imaginario palmero gracias al recuerdo perenne que ha perpetuado la instalación de una cruz arrimada a un cóncavo risco en el punto donde acontecieron los hechos. Mudada de su primitivo emplazamiento a raíz del levantamiento de la actual avenida José Pérez Vidal hacia 1984, la cruz, con un nuevo nicho, pasa desapercibida para el viandante por encontrarse casi enterrada, por debajo del nivel del nuevo trazado, sustitutivo del antiguo sendero conocido como Los Pasitos que servía de enlace entre el barranco de Las Nieves y la cuesta de El Planto.

Lamentablemente, la historia nos ha llegado mutilada, de manera que desconocemos tanto la identidad del asesino como la de la víctima, aunque, según la versión de Yanes Carrillo, sabemos que la muchacha vivía al principiar la antigua calle de Los Molinos (el autor puntualiza que en el número 5 del orden, hoy, calle Baltasar Martín), en el sector de las Cuatro Esquinas. Con todo, en la historia no faltan los elementos esenciales de todo acto de violencia extrema ni el procedimiento común del agresor, que —como no podía ser de otro modo— preludia el trágico final: desconfianza en el afecto sincero de la mujer, control sobre sus movimientos y contactos personales, frenesí de celos y… ejecución. Dos jóvenes enamoran; con periodicidad, él la visita a ella y están próximos a casarse. Inesperadamente, el novio comienza a notar «cierta tibieza en el cariño de la joven» e incluso «alguna vez sorprendió en sus labios una frase desdeñosa». Impulsado por el «dardo de los celos», al término de una de sus visitas disimuló marcharse, pero esperó agazapado vigilando la residencia de su prometida, hasta que vio salir de ella el bulto de un hombre; se abalanzó sobre él sin éxito, llegando únicamente a arrebatarle la capa que lo cubría, sin conseguir identificarlo. Entonces perpetró un plan de venganza: aprovecharía la procesión penitencial de via crucis que la orden franciscana celebraba cada viernes de Cuaresma desde su convento hasta el lugar del Calvario y, en medio de la noche, al regreso de los penitentes, se valdría de la confusión entre la muchedumbre para asestar el golpe definitivo. En efecto, en el camino de retorno, la joven, acompañada de su madre y de otras amigas, fue sorprendida al doblar el recodo de El Planto cuando se disponía a acortar por Los Pasitos. Su prometido, oculto bajo el hábito penitencial, le arrojó a la joven la capa arrebatada días antes al incógnito embozado, al tiempo que exclamaba: «—¿La conoces?» y le clavaba en el corazón «un agudo puñal». La joven alcanzaría a murmurar: «—¡Perdón!» antes de expirar. Con la rapidez de los acontecimientos y la complicidad de la oscuridad, el muchacho desapareció «entre las sombras de la noche» sin haber sido reconocido por ninguna de las acompañantes de la víctima.

A diferencia de Andrés de Valcárcel, Rodríguez López asume la culpabilidad de la joven y, en cualquier caso, da por sentada su traición amorosa, según delatan algunos giros lingüísticos de su narración: la joven reconoció la capa de «su secreto amante», las mujeres que acompañaban a la muchacha vieron «el cadáver de la infiel amante», «Sólo la joven muerta sabía que debajo del lúgubre saco del penitente se ocultaba su ofendido amante», aunque lo más revelador son sus últimas palabras, por las que pide perdón. En calidad de narrador atenuante, Rodríguez López se refiere al acontecimiento como «trágico suceso» y «sangrienta escena», expresiones que son más deudoras del movimiento romántico en el que se inscribe el autor —con las que se persigue dotar de mayor dramatismo al relato—, que un propósito de reprehensión del acto criminal.

En definitiva, más allá de que los celos fueran fundados o no y con las evidentes reservas de no disponer de una fuente directa que nos permita obtener una perspectiva más amplia del contexto en el que se produjeron los hechos (acaso el cuaderno del cura Celestino Rodríguez Martín), en este texto publicado en El Time late ese discurso culpabilizador que aún hoy se dirige hacia la propia víctima, aquí estigmatizada como «infiel» y, por tanto, en cierto modo (esto no se explicita), merecedora de tan fatal destino.

[1] Naciones Unidas, Asamblea General, Resolución 54/134, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, de 7 de febrero de 2020.

[2] Véanse: Luis Agustín Hernández Martín, Protocolos de Domingo Pérez, escribano público de La Palma (1546-1553), Santa Cruz de La Palma: Caja General de Ahorros de Canarias, 1999, v. i, pp. 213-214, docs. 338 y 339, y pp. 222-223, docs. 256 y 257.

[3] Véanse: Jaime Pérez García, Casas y familias de una ciudad histórica: la calle Real de Santa Cruz de La Palma, [Santa Cruz de La Palma]: [Cabildo Insular de La Palma; Colegio de Arquitectos de Canarias (Demarcación de La Palma)], d. l. 1995, pp. 173-174; Jaime Pérez García, Santa Cruz de La Palma: recorrido histórico-social a través de su arquitectura doméstica, Santa Cruz de La Palma: [Cabildo Insular de La Palma; Caja General de Ahorros de Canarias; Colegio Oficial de Arquitectos, Demarcación de La Palma)], 2004, pp. 164-165.

[4] El fragmento correspondiente del diario fue recogido en: Juan B. Lorenzo Rodríguez, Noticias para la historia de La Palma, estudio introductorio, Juan Régulo Pérez; edición e índices, José Eduardo Pérez Hernández, [Santa Cruz de La Palma]: Cabildo Insular de La Palma, 2010, v. i, p. 146, noticia «92. Asesinato».

[5] Véanse: Juan B. Lorenzo Rodríguez, Noticias para la historia de La Palma, Santa Cruz de La Palma: Cabildo Insular de La Palma; La Laguna: Instituto de Estudios Canarios, 1997, v. ii, pp. 420-422, noticia «135. La Cruz de los Pasitos»; Armando Yanes Carrillo, Narraciones que parecen cuento, prólogo de José Pérez Vidal, Madrid: La Palma, 1995, pp. 23-38, «La Cruz de Los Pasitos: tradición».

Víctor J. Hernández Correa

Servicio de Patrimonio Histórico

Excmo. Ayuntamiento de Santa Cruz de La Palma

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