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Los archivos Epstein: radiografía de la criminalidad y degradación del capitalismo

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La divulgación masiva de documentos y archivos del magnate financiero Epstein por parte del Departamento de Justicia de EEUU el 19 de diciembre de 2025 no constituye un mero hito judicial: representa una disección histórica en tiempo real de lo que podríamos denominar una decadencia sistémica integral. Al enfrentarnos a la evidencia material contenida en estos archivos, comprobamos cómo el bloque hegemónico dominante ha erigido una superestructura de impunidad donde el derecho penal, lejos de operar como instancia igualitaria, se transforma en herramienta de gestión calculada de riesgos para la oligarquía transnacional. La figura de Jeffrey Epstein no puede entenderse como la de un criminal aislado o excepcional, sino como la de un operador logístico —gestor de recursos humanos y políticos— que facilitó la interconexión orgánica de las élites globales mediante la coacción sistemática y la perversión deliberada de las instituciones. Este proceso de desclasificación forzada, impulsado, más bien, por las contradicciones internas del propio sistema de dominación en EEUU, desvela que el proclamado “Estado de Derecho” no es sino un velo ideológico que oculta una red material de relaciones de poder construidas sobre el compromiso mutuo y el secreto institucionalizado.

Dentro de esta geografía del horror meticulosamente organizada, la simbología capturada en las residencias de Epstein adquiere una relevancia política que trasciende lo anecdótico. La célebre pintura de Bill Clinton ataviado con vestido azul y tacones rojos no es una simple extravagancia decorativa: constituye la representación icónica de la captura efectiva del poder político formal por parte del capital financiero en su expresión más abyecta. Esta obra simboliza la domesticación del líder político, reducido a objeto de escarnio y control dentro de los salones privados de la oligarquía financiera. Al exhibir semejante pieza, Epstein no solo parodiaba la institución presidencial, sino que afirmaba materialmente la primacía de su red sobre cualquier pretensión de soberanía democrática. La imagen funciona como dispositivo pedagógico dirigido a otros miembros del círculo: el poder real reside aquí, no en los despachos del ala oeste de la Casa Blanca.

Del mismo modo, la presencia recurrente de Michael Jackson en los registros de vuelo del denominado Lolita Express y en las crónicas testimoniales de la época ilustra cómo la industria cultural de masas opera para normalizar la proximidad con el exceso y naturalizar la transgresión. Jackson, figura paradigmática de una lumpen-aristocracia del espectáculo —arraigado en la clase trabajadora negra pero elevado a estratos de consumo oligárquico—, servía como elemento simultáneo de distracción mediática y validación social. Su presencia permitía que la red de Epstein se mimetizara con el glamour reconocible de la celebridad mainstream, ocultando así su naturaleza esencialmente extractiva y depredadora. La cultura, en este contexto histórico concreto, actúa como anestésico ideológico que impide a la opinión pública percibir la profundidad estructural de la herida social. El espectáculo se convierte en cortina de humo que vela las relaciones de poder reales que articulan el entramado.

Los elementos revelados por las investigaciones audiovisuales recientes —particularmente la logística operativa del Lolita Express y el papel coordinador de Ghislaine Maxwell— exponen una infraestructura de poder que funcionaba con la eficiencia organizativa de una corporación multinacional de primer orden. Maxwell no era una mera cómplice subordinada, sino la verdadera arquitecta social del entramado: conectaba la vieja aristocracia europea, con sus títulos nobiliarios y su capital simbólico acumulado, con la emergente burguesía tecnológica y financiera norteamericana. Esta fusión de fracciones de clase aparentemente distantes revela la unidad fundamental de intereses que subyace bajo las diferencias formales de origen o sector. Los archivos desclasificados en 2025 documentan exhaustivamente cómo se instrumentalizaban vacíos deliberados en el derecho penal y se negociaban acuerdos de no procesamiento —como el infame pacto de 2008 en Florida, donde el entonces fiscal federal Alexander Acosta permitió que Epstein se declarara culpable únicamente de dos cargos menores de prostitución a nivel estatal, evitando los cargos federales de tráfico sexual que habrían implicado décadas de prisión y, crucialmente, la exposición pública de sus clientes— para garantizar que el sistema sancionador nunca alcanzara los niveles superiores de la pirámide de poder. Este acuerdo, negociado en secreto y ocultado deliberadamente a las víctimas en violación de la Ley de Derechos de las Víctimas del Crimen, permitió a Epstein cumplir apenas trece meses en una prisión de mínima seguridad con privilegios de salida laboral durante seis días a la semana, convirtiendo su “condena” en poco más que un trámite administrativo. La sentencia representó la traducción jurídica de una verdad política fundamental: existen dos sistemas de justicia, uno para quienes poseen conexiones y capital, y otro para las clases subalternas. Esta perversión sistemática de la legalidad formal permitió que Epstein operara simultáneamente como intermediario de inteligencia, con vínculos probables hacia agencias como el Mossad israelí o la CIA estadounidense, utilizando el chantaje sexual como moneda de cambio efectiva para influir en acuerdos militares, transferencias tecnológicas y decisiones geopolíticas de primer orden. El uso instrumental de la vulnerabilidad humana para la recopilación de inteligencia estratégica constituye la expresión máxima de la deshumanización inherente al sistema capitalista en su fase imperialista más decadente.

La implicación directa de la Corona británica, personificada en Andrew Mountbatten-Windsor, añade una dimensión de feudalismo persistente a esta crisis sistémica. La correspondencia liberada revela a un príncipe que, lejos de encarnar la dignidad institucional que su cargo nominal pretende representar, actuaba como cliente asiduo y protegido activo de la red, instrumentalizando su estatus diplomático privilegiado para evadir sistemáticamente la acción judicial. La monarquía, en este sentido histórico preciso, funciona como residuo institucional anacrónico que la burguesía moderna mantiene estratégicamente para blindar ciertos espacios —y ciertos individuos— de la acción de la ley común. La negativa persistente a una rendición de cuentas plena por parte de la Casa Real no constituye únicamente un escándalo personal de Andrés de York, sino una afrenta institucional que demuestra empíricamente cómo los privilegios heredados de sangre se alían orgánicamente con el poder contemporáneo del capital financiero para aplastar cualquier intento de justicia sustantiva. El caso de corrupción del denominado rey emérito, Juan Carlos, en España, también, en otro contexto, lo ejemplifica. Cuando las instituciones soberanas protegen activamente al abusador sistemático, la legitimidad misma del contrato social liberal se fractura definitivamente, dejando al descubierto la verdadera naturaleza de clase de la dominación política. La monarquía constitucional se revela entonces como lo que estructuralmente ha sido siempre: un mecanismo de reproducción de privilegios de casta incompatible con cualquier proyecto democrático real.

El acto final de esta tragedia institucional, el presunto suicidio de Epstein en una celda de máxima seguridad federal en agosto de 2019, debe ser analizado bajo la luz implacable de los nuevos videos de vigilancia desclasificados y los fallos sistémicos ahora exhaustivamente documentados. La desaparición física del testigo clave en el momento preciso en que el bloque hegemónico de poder se veía amenazado por una exposición inminente constituye una operación característica de limpieza administrativa del riesgo sistémico. Sin embargo, la trayectoria completa del caso sugiere una lectura aún más siniestra: el pacto de 2008 en Florida, con sus risibles consecuencias jurídicas, no fue diseñado simplemente para proteger a Epstein de la prisión, sino para crear las condiciones institucionales que permitieran su eventual eliminación física cuando dejara de ser útil o se convirtiera en una amenaza incontrolable. La sentencia extraordinariamente benigna sirvió un propósito dual: por un lado, satisfizo temporalmente las apariencias de justicia; por otro, mantuvo a Epstein operativo y comprometido con la red, estableciendo un precedente de impunidad que garantizaba su silencio a cambio de protección. Cuando en 2019 las contradicciones se agudizaron y nuevas acusaciones amenazaban con destapar el entramado completo, el mismo sistema que lo había protegido mediante ese pacto se vio obligado a liquidar el activo que se había tornado demasiado peligroso. En una estructura donde el derecho se instrumentaliza fundamentalmente para disciplinar a las clases subalternas mientras protege los intereses concentrados de las clases dominantes, la muerte de Epstein garantizó la supervivencia política de figuras como Donald Trump, Bill Clinton o Ehud Barak, cuyas conexiones orgánicas con la red se habían tornado ya públicamente insostenibles. El pacto de Florida y el posterior suicidio no son episodios inconexos, sino fases secuenciales de una misma estrategia de gestión del escándalo: primero neutralizar la amenaza judicial inmediata con mínimas concesiones, después eliminar definitivamente al portador del secreto cuando las circunstancias lo exijan. La muerte oportuna cierra expedientes, sella testimonios y preserva la arquitectura de poder que amenazaba con venirse abajo.

La verdadera crítica que los sectores populares organizados deben articular no puede limitarse al plano moral abstracto, sino que debe ser rigurosamente estructural y política: los archivos Epstein constituyen la prueba documental de que el poder real no reside en las urnas electorales ni en los parlamentos formalmente democráticos, sino en estas redes opacas de intereses materiales cruzados, en estos aparatos de inteligencia que operan al margen de cualquier control popular efectivo, en estos espacios de articulación oligárquica donde se toman las decisiones que determinan la vida de millones. La justicia, para ser efectivamente tal y no mera gesticulación simbólica, no puede limitarse a la publicación controlada de documentos convenientemente tachados ni a procesos judiciales aislados contra operadores subalternos. 

Exige una transformación radical que desmantele materialmente los aparatos de inteligencia que permitieron esta operación, que suprima los privilegios de casta que blindan a ciertas fracciones de las élites, y que expropie el poder concentrado que permitió a un individuo como Epstein convertir la perversión sistemática en una política de Estado informal pero efectiva. Solo mediante la construcción de un poder popular organizado capaz de enfrentar esta arquitectura material de dominación podrá romperse definitivamente el ciclo de impunidad que estos archivos documentan con precisión quirúrgica. La desclasificación, en última instancia, solo tiene valor político si se traduce en organización, movilización y ruptura efectiva con las estructuras que hicieron posible semejante horror sistemático.