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Silencio prometeico vs un minuto de silencio

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Hagamos un minuto de silencio, dicen. ¿A quién aprovecha eso? El silencio no se hace. Silencio es la conmoción que queda cuando de forma deliberada se asesina la infancia, y nos lleva con posterioridad a la acción. El silencio no se hace, se respeta justo cuando cualquier otro sonido, que no sea el graznido corvil, expulsado desde el pecho profundo por tanto dolor, parece intruso. 

Recuerdo esa escena final de El padrino en que don Vito, en una secuencia propia de una obra maestra, al presenciar la muerte de su inocente hija -por un tiro de trayectoria errada-, abría las fauces con una mueca disforme, de la que salía un gemido tan profundo y arrugado por el retardo, que ha permanecido por siempre en mi retina y me estalla en los oídos, cada vez que la memoria evoca aquellos largos segundos que a don Vito le llevó escupir el llanto. No sabría discernir cuál de mis sentidos se estremeció más por el prodigio, si la vista o el oído. Ante qué me rendí primero, si ante el silencio del retardo o ante la hondura gritada de aquel dolor. ¿Qué procede después de eso sino silencio? 

Claro, es ficción y una puede dejarse llevar por la emotividad. La emoción es otra cosa. La primera se me antoja, en ocasiones, casi como un acomodo, un querer reconocerse un buen ser humano, una búsqueda de afinidad sentimental, al fin y al cabo, sin que nos suponga mayor movimiento externo más allá de un gesto de dolor, o unas lágrimas contenidas, sin intención de mejorar la condición de alguien, de un pueblo, de un espacio, de un territorio, etcétera. Parece estar hecha para sentarnos en el sillón ante una pantalla; de modo que nos da información sobre nosotras mismas, de nuestra capacidad sensitiva interna ante las cosas que pasan en el mundo. Y es necesario que así sea, ¿cómo no?, pero con ello solemos tranquilizar nuestras conciencias. 

No obstante, ¿es realmente profunda esa información? Tengo la sensación de que a la emotividad esa reflexión poco le importa. La emotividad es un recurso que se explota, como valioso mineral, en las películas, RRSS, publicaciones audiovisuales, publicidad… Hoy, debido a la velocidad de difusión tecnológica, es un medio muy eficaz para generar adeptos a causas reprobables carentes de toda profundidad y compasión genuina por el dolor de las víctimas. Visto así, la emotividad se me parece más a un producto, conlleva una intención previa de dudosa verdad. Ya Cicerón hablaba de la importancia de convencer, recurriendo a la emotividad del público, jueces o senado -O patres conscripti (¡Oh, senadores inscritos!). La búsqueda de la verdad no era el objetivo de la retórica en Roma, sino de la verosimilitud, de lo plausible. 

Aristóteles, por otro lado, en La Retórica hace un catálogo de emociones comenzando por la ira. Platón en El Timeo también nos habla del enojo. En ambos casos el ser humano quiere hacer algo para equilibrar las cosas: la búsqueda de reparación. Según la concepción griega, los componentes de la emoción son tres: el primer elemento de la emoción es una cierta disposición del individuo, el estado emocional; en segundo lugar, ha de haber un daño al propio ser o a otros seres, un ultraje; y, en tercer lugar, una sensación de injusticia

Si se quiere eliminar un obstáculo -que no solucionar un problema- empecemos por la raíz. La rabia no existe sin el perro, han pensado algunos; Palestina no existirá sin sus niñas y niños. El genocidio está pensado y premeditado e iniciado desde hace décadas. Y yo me siento, siempre que lo intento, incapaz e incapacitada para escribir sobre ello. La muerte injusta de tantos seres inocentes, las imágenes catastróficas del hambre, de la destrucción de una nación exánime, me infunde tal perplejidad que mi con-moción se envuelve en un manto de mudez, y no acabo de entender que nos impliquemos más en un minuto de silencio que en un minuto de acción, que, multiplicado por cuantos podamos ser, podría generar un resultado más tangible. 

El silencio que quiero referir no nace del miedo, ni tampoco del respeto al otro -como ser separado-, ni del acomodo a una necesidad liviana de hacer algo, sino de la emoción profunda de sentirme en otro: dentro de sus harapos, de su hambre, de su orfandad, de su terror, bajo sus bombas, entre sus escombros. El silencio interno del ser ante un mundo inhóspito. Ese silencio no se puede pedir. 

¿Ese otro silencio que evocamos con frecuencia, de un minuto, qué cosa es? ¿Confiamos tanto en su poder o nos tontificamos? ¿Necesitamos las mujeres asesinadas por el patriarcado un minuto de silencio para que el mismo sistema que lo alimenta se saque la foto? Me pasa como con los lazos de color rosa, rojo, verde, violeta… en las solapas, según el día que se esté conmemorando. Cuidado, que yo muchas veces me lo dejo colocar o hago el minuto de silencio -¡bueno estuviera que mientras el mundo calla, yo hablara!-, pero lo hago por educación, o por respeto a las personas que lo proponen y que sí creen en su poder; o porque no estoy convencida de mis propias razones, y por si acaso, ¡qué se yo! O porque no me atrevo -que en alguna ocasión sí- a ser la única que no participe. Hoy creo que es un silencio externo, que nace de la emotividad. He tardado en entender por qué me incomodaba.

Ambas palabras, emotividad y emoción, tienen la misma raíz latina -mot- (como en motivo, movimiento, conmover), más el prefijo e- (>ex) que indica “hacia fuera”. Por tanto, “impulsar algo desde el interior hacia el exterior”. Pero, dicho sea de paso, emoción procede del francés émotion, y emotividad del adjetivo emotivo, más el sufijo abstracto -idad. En español emoción adquirió un sentido psicológico del que carecía en francés; es la “conmoción afectiva del ánimo”, es decir, tiene un resultado dinámico, una alteración que se manifiesta externamente. En cambio, la emotividad es la capacidad para expresar emociones, es una predisposición estable del sujeto, mientras la emoción apunta a un suceso en concreto. La emoción tiene siempre un grado de conmoción, del latín cum-mot-ion, “moverse con” el otro ser, “conmoverse”. La emotividad tiene más que ver con lo temperamental, con el arte y la estética, mientras la emoción es la reacción ante la obra, nacida de un silencio interno donde prendió la mecha. Sin duda la capacidad estructural del sujeto para ser movido -la emotividad-, es la antesala de la ‘emoción’, que es el movimiento afectivo que brota de ese sujeto. 

Ocurre que en demasiadas ocasiones nos quedamos en el vestíbulo, temiendo penetrar en la mansión del ser común, y participar en la escena del duelo; así todo dolor por la pérdida, muerte, violación, catástrofes, ajenas; todo malestar por la turistificación, destrucción del territorio, del patrimonio, por la corrupción y especulación, se normalizan, y dejamos solos en medio del salón a la parentela más cercana, en torno al cuerpo yacente. Damos el pésame y nos despedimos, mientras se desvanecen nuestros suspiros en el portal. 

La palabra silencio se asocia en su origen indoeuropeo con la raíz sei-, presente en palabras como semilla. Las semillas producen fruto cuando se dan las condiciones adecuadas. Si el silencio no es fructífero, en este sentido, si no conduce a la acción, más vale protegerlo de sí mismo. 

Al tornar la mirada de nuevo a los clásicos, pienso en el mito de Prometeo que es, a mi juicio, un ejemplo del silencio interno que conlleva la acción. El mito no revela que el Titán hiciera discursos ni guardara silencios rituales ante la desgracia de los seres humanos; Prometeo entró en el sufrimiento humano y actuó, como lo hizo la Global Sumud flotilla, periodistas, voluntarias de la salud, y otras muchas personas -activistas-, que arriesgan sus vidas por causas de innegable nobleza humana, o que la arriesgan con huelgas de hambre, o colocándose ante las palas excavadoras, por salvar los espacios naturales con valores patrimoniales y etnográficos únicos en esta isla y en el mundo. Esta emoción y la de Prometeo no es sentimentalismo, sino una fuerza interior que lo lleva a revelarse contra la injusticia divina -o la trumpista o la caciquil-, y a entregar el fuego a la humanidad. El fuego es el símbolo del silencio genuino: el que arde por dentro hasta volverse gesto, creación o resistencia. Es el mismo fuego ancestral que se eleva desde el centro del Tagoror Permanente Rotativo por la defensa del Puertito de Adeje, y blande un rugido de combate por un espacio que sufre las dentelladas de la especulación y la corrupción, que se ha convertido en un símbolo de resistencia en Tenerife, en Canarias, y en España, según un informe reciente de Greenpeace.