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La maldición insularera isloteña

La guerra provincial de Canarias no es un tema nuevo en el archipiélago. (Canarias Ahora)

José A. Alemán

Aclararé, para empezar, que si me convenció la labor del Antonio Morales en el ayuntamiento de Agüimes, no acabo de ver si su gestión en el Cabildo de Gran Canaria responde a lo que muchos esperábamos. Quizá porque ya no presto la atención de antes a nuestros poco satisfactorios hombres públicos y me consuelo con que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Y no porque los políticos de hoy sean peores sino debido a que los de antes, los que estrenaron democracia, estaban “inventando” los partidos y los de ahora, ya atrapados en las reglas y los ritos de la partitocracia, resultan repetitivos y aburridos cuando no estomagantes y desvergonzados. Por eso agradezco que la Oxford Dictionaries haya proclamado a la “postverdad”, palabra internacional del año.

El palabro, “postverdad”, se refiere a la mayor influencia en la opinión pública de las emociones y de las creencias personales o compartidas respecto a los hechos puros y duros, la verdad a secas. Sería el caso de los brexiteers, o partidarios del Brexit, a los que no alteran los grandes males que, por lo visto, aguardan al Reino Unido fuera de la UE. Dicen que se trata de una invención de las empresas demoscópicas para justificar sus patinazos predictivos: los hechos y datos están ahí y si no se corresponden a los comportamientos lógicos es porque los deseos, los prejuicios, etcétera, dislocan los resultados, afirman.

A Antonio Morales lo tacha CC de Gran Canaria, Bañolas de modo insistente, de “insularista”. Utiliza, el hombre, la “postverdad” a ver si el personal acaba de exclamar “¡Pos es verdá!” al modo isleño. Busca complacer a Fernando Clavijo y Carlos Alonso, que no son insularistas, qué va. Está Bañolas, por supuesto, en su derecho de prestarle fidelidad a quien le cuadre, si bien resulta patético que atribuya al presidente del Cabildo grancanario la supuesta paranoia que lo arrastró al insularismo feroz. Pero eso es lo de menos; lo de más, que Bañolas tan inocente y juega a favor de lo intereses de esa parte del mundo de los negocios a las que ponen de los nervios las posturas verdes de Morales y su visión nada gaseosa de lo que debe ser, a su juicio, el futuro energético canario.

No sé si Morales se ha convertido de repente al insularerismo isloteñista. No desprecio el diagnóstico de Bañolas, médico de profesión, creo, pero no es menos cierto que mis recientes reservas hacia Antonio Morales no las suscita él sino las malas compañías del presidente del Cabildo. Y ahí lo dejo, de momento, porque me interesa aprovechar la salida de pata de banco de Bañolas para señalar que no abundan, precisamente, los análisis sociopoliticos del viejo pleito canario protagonizado por Gran Canaria y Tenerife que provoca esas imputaciones de insularismo. A mi entender, el conflicto ofrece aspectos geográficos, político-administrativos, históricos, psicológicos, etcétera, en los que apenas han indagado los especialistas que yo sepa. Me referiré a algunos de ellos más que nada como botones de muestra. Numerados para que se vean más facilitos.

1) Cuestiones estratégicas e institucionales

Las islas se clasificaron en señoriales y realengas según el modo de su conquista. Las primeras fueron conquistadas por iniciativas privadas, previa licencia real y sobre ellas se constituyó un señorío vasallo del monarca castellano; las realengas fueron las sometidas con la participación directa de la Corona en la empresa. Señoriales fueron Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro; realengas Gran Canaria, Tenerife y La Palma. Tres cuartos de siglo separan la llegada de los normandos de Jean de Bethencourt del inicio por Juan Rejón de las operaciones militares en Gran Canaria, distancia temporal que permite apreciar la evolución de la institución monárquica desde el medievo a la Edad Moderna.

El pleito insular lo provocó la pugna por la hegemonía política y económica de Gran Canaria y Tenerife, dos de las tres realengas y las principales islas del archipiélago con diferencia. El pleito tuvo sus primeros episodios en el siglo XVIII y se institucionalizó a principios del XIX, en la Cortes de Cádiz, al introducirse el sistema provincial centralizador de corte francés, nudo del problema, como se verá.

Dando un gran salto nos plantamos en 1898, cuando la pérdida de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam marcó el fin del imperio transoceánico español y el Gobierno de Madrid tuvo que retranquear las fronteras; lo que revalorizó la situación estratégica de Canarias convertida, en aquel momento, en asunto de Estado. Fueron aquellas las circunstancias que determinaron en 1906, apenas ocho años después del desastre colonial, el viaje de Alfonso XIII a las islas. Fue el primer rey español que las visitó y como indicó el historiador José Miguel Pérez, no fue protocolaria la visita a unas islas no por alejadas menos queridas, ya saben. Vino el rey por la necesidad política de delimitar el nuevo ámbito de seguridad nacional y dejar claro a las potencias con intereses en el norte de África que España no renunciaba a los suyos en la zona. La visita a las islas tenía pues un sentido concretado en el eje Baleares-Estrecho-Canarias.

Cabe señalar, asimismo, que en aquellos años de inicios del siglo XX se advierte preocupación por la llamada “cuestión canaria” entre los primeros espadas de la política española. Antonio Maura, por ejemplo, consideró que un contencioso de tan larga duración tenía, sin duda, raíces muy profundas. Más explícito fue el conde de Romanones que acompañó al rey en su periplo como ministro de la Gobernación. De regreso en Madrid, publicó una Memoria-informe en que atribuyó el pleito al centralismo del sistema provincial aplicado a unas islas diferentes entre sí, con intereses distintos y encontrados. Apuntó incluso que, a juicio de personas entendidas, con las que tuvo ocasión de cambiar impresiones, la solución del problema era crear una provincia con Gran Canaria, Lanzarote y Fuerteventura y otra con Tenerife, La Palma, La Gomera y El Hierro.

La opinión de Romanones levantó una elevada lo bastante ruidosa como para dejar esta las cosas. Hasta seis años después en que el Gobierno de Canalejas aceptó los términos del “plebiscito” que pasara a la firma de los electores de Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro el abogado majorero Manuel Velázquez Cabrera, harto ya de un pleito que bloqueaba a las islas. Aquel documento dio lugar a la ley de Cabildos, de 11 de julio de 1912 que para Alejandro Nieto García, catedrático de Derecho Administrativo, no fue la solución definitiva del problema, pero apuntaba en la buena dirección.

La ley de Cabildos no ha tenido la suerte que merecía. Contra lo que cabía esperar, no fue valorada por la mayoría de las fuerzas políticas de la democracia. Incluso hubo quienes se inclinaban por suprimirlos muy dentro de la tradición isleña de tirar por la borda derechos históricos y en este caso la institución cabildicia inspirada en sintonía con los Cabildos creados en el siglo XV por los Reyes Católicos. Hubo incluso posiciones de izquierda que argumentaban la eliminación en base a su condición de trincheras del caciquismo; como si no estuvieran también sujetos a los resultados de las urnas.

Los críticos de los Cabildos no consideraron que una institución nueva necesita dar los primeros pasos de consolidación en condiciones de estabilidad y no puede decirse que el terrible siglo XX ofreciera el marco más adecuado a un archipiélago necesitado de relacionarse a escala internacional. Para ser justos, debería recordarse que si la ley de Cabildos es de 1912, y que se constituyeron las corporaciones en 1913, es decir, un año antes del comienzo de la I Guerra Mundial (1914-1918). Vinieron luego los supuestamente alegres años 20 con la creciente afirmación de los fascismos nada propicios a veleidades autonómicas y el remate del crack de 1929 con sus secuelas prolongadas durante la década de los 30 marcada por la guerra civil española (1936-1939) y la II Guerra Mundial que siguió sin solución de continuidad. Nada menos que dos guerras mundiales en menos de medio siglo seguida de la guerra fría que en España cubrió la larga dictadura franquista desaparecida tres lustros antes de la caída del muro de Berlín y la desaparición de la URSS. Nada de esto se tuvo en cuenta para enjuiciar a las corporaciones insulares que no tuvieron mejor trato con la autonomía, a pesar de ser piezas clave del patrimonio político-administrativo autonómico canario, cosa que por lo visto ignoraban los políticos canarios.

Hasta 1927 no se dio paso alguno para solucionar el problema. Ese año se creó la Provincia de Las Palmas con las tres islas más orientales, de acuerdo con la sugerencia de Romanones en su informe de 1906. Es decir: se dividió en dos la Provincia única, lo que no hizo maldita gracia a Santa Cruz de Tenerife, su capital, que consideró expoliados sus derechos. Es cierto que al liberarse de la capitalidad santacrucera, Gran Canaria creció económicamente porque las disputas dejaron de afectar a las cosas de comer. Sin embargo, desde el punto de vista del autonomismo (el de verdad, no esta mera descentralización que nos han dado) la división fue un error pues en lugar de una Provincia nos dieron dos tazas, es decir, una doble centralización provincial en perjuicio de las islas no capitalinas. Lo que llevó a la dichosa triple paridad que, como era de esperar, se ha vuelto contra las dos islas principales. La insolidaridad entre islas está cantada. Y los políticos entretenidos con sus historias de pactos, mociones y demás a la espera de que Madrid ordene lo que han de hacer. Autónomamente, por supuesto.

2) De Geografía y geología

Tenerife, con sus 2.034 kilómetros cuadrados, es la mayor de las Canarias, seguida de Fuerteventura (1.660 km2) y Gran Canaria (1.560 km2) la tercera. La superior extensión de Tenerife, dotada, además, con mayores recursos naturales, le ha permitido desarrollar una agricultura con mayor apego a las producciones tradicionales que su rival grancanaria. Eso no quiere decir que Tenerife no cuente con una potente agricultura de exportación ni que Gran Canaria haya dado de lado a las producciones agrarias “ordinarias” sino que éstas aparecen condicionadas por las disponibilidades de aguas de riego y de superficies de cultivo. Sin contar, claro, con las ventajas fiscales de que disfrutan los importadores respecto a las producciones del país al darse prioridad a la seguridad del abastecimiento, imagino.

El primer cultivo canario tras la conquista, iniciado en Gran Canaria en el siglo XV, fue la caña de azúcar, como saben. Y ocurrió que en el siglo XIX, al hundirse estrepitosamente la cochinilla, hubo un intento de reintroducirla dentro de lo que los historiadores económicos canarios denominan “modelo cubano” que le dio al publicista habanero Fernando Ortiz para escribir su Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Por cierto: en su introducción a esta obra confiesa Bronislaw Malinowski, padre de la antropología británica moderna, que había conocido y amado a Cuba “desde los días de una temprana y larga estancia mía en las islas Canarias”. Pero a lo que iba: en mis garbeos por las viejas hemerotecas encontré la campaña que en 1883 hizo El Liberal a favor de la caña de azúcar. En uno de los artículos se citaba, entre las ventajas comparativas de Gran Canaria respecto a Tenerife para su cultivo la mayor abundancia de aguas. Sorprendido, tardé en darme cuenta de que el redactor del artículo se atenía a las aguas ya alumbradas, a las accesibles y disponibles; al pájaro en mano, podría decirse. Lo que se relacionaba, sin duda, con la distinta configuración de ambas islas pues en Gran Canaria, redonda y de perfil piramidal, es más fácil la localización de acuíferos y la extracción y conducción de sus caudales a los lugares de consumo. Piénsese, como botón de muestra, en la perforación del túnel de La Mina de Tejeda inaugurado en 1501 tras horadar, no se sabe cómo ni con qué, una montaña para trasvasar agua a la vertiente de la ciudad de Las Palmas con que compensar las mermas del Guiniguada, todavía aprendiz de río por entonces. El túnel, aún en activo con más de 500 años de servicio, es propiedad de las heredades de Las Palmas y Dragonal, Bucio y Briviesca.

Se percibe, a mi juicio, una identificación de los tinerfeños con su isla muy por encima de la demostrada por los grancanarios con la suya. Hay quienes afirman que se debe a que Tenerife dispone de más recursos naturales y del tamaño adecuado para facilitar esa identificación que no es tan evidente entre los grancanarios y que quizá tenga su mejor expresión en su menor énfasis en la pugna por la hegemonía. Es cierto que en los primeros compases del pleito, al establecerse el régimen provincial Las Palmas y Santa Cruz se disputaban la capitalidad de la entonces Provincia única, o sea, del archipiélago, con La Laguna como tercera en discordia. Pero a mediados del XIX, La Laguna renunció a sus pretensiones y Las Palmas se olvidó también de la capitalidad para reivindicar la división de la Provincia. Su objetivo fue en adelante zafarse de la dependencia político-administrativa de Santa Cruz.

3) Tenerife, realenga sin pasarse

La participación de la Corona castellana en las operaciones militares determinó que Gran Canaria, Tenerife y La Palma fueran consideradas islas realengas y señoriales las cuatro restantes. La distinción perdió sentido al abolirse en las Cortes de Cádiz los señoríos. En cuanto a las realengas, debe señalarse la diferencia entre Gran Canaria y Tenerife. Porque Gran Canaria, a poco que indaguemos, aparece como netamente realenga mientras que las conquistas de Tenerife y La Palma la emprendió la empresa privada resultante de las capitulaciones, del contrato suscrito con los Reyes Católicos por Alonso Fernández de Lugo. Dicen que gobernó las dos islas como si fueran empresas privadas que realmente fueron. Si ya se indicó que la distancia temporal desde la venida en 1402 de Jean de Bethencourt a la de Juan Rejón a Gran Canaria en 1478 permite percibir la evolución de la monarquía castellana, que va adquiriendo nuevos poderes sobre la nobleza, el papel que la Corona deja jugar a Fernández de Lugo no es exactamente lo mismo: a Bethencourt sólo se le exigía vasallaje, a Fernández de Lugo se le concedió el gobierno vitalicio y luego hereditario, pero sin desentenderse los monarcas del asunto.

Muy significativa en este sentido fue la creación de la Audiencia de Canarias en 1526 como la primera instancia real con jurisdicción en todo el archipiélago. La fijación de su sede en Gran Canaria pudo deberse a que en ella la Corona nombraba y cesaba los cargos a su conveniencia mientras en Tenerife andaba de por medio Fernández de Lugo que podía comprar las voluntades de los jueces. La Audiencia nació con competencias judiciales a las que se añadieron en 1586 otras de orden gubernativo.

Lo que interesaría saber es hasta qué punto la forma de gobernar de Lugo generó la formación en Tenerife de una especie de aristocracia cortesana que cohesionó a las clases altas de la isla con actitudes que pudieron transmitirse a otras clases reforzando la identificación de los tinerfeños con su isla. Un fenómeno menos observable en Gran Canaria lo que se traduce en una cohesión social menor. Lo que, como cuanto se ha dicho hasta ahora, tiene su ventajas y sus inconvenientes. En cualquier y por las causas que sea el entrañamiento de los tinerfeños con su isla es superior al de los grancanarios con la suya.

Ya que señalé algunas posibles diferencias entre las islas por razón de su conquista, parece obligado mencionar, una vez más, el libro del abogado Normando Moreno titulado La conquista de Tamarant (Gran Canaria) desde la perspectiva del Derecho. Los pactos de anexión y Guayedra. La tesis central es que Tenesor Semidan, bautizado Fernando Guanarteme, firmó con los Reyes Católicos un tratado de paz que reservaba a los indígenas grancanarios el redondo de Guayedra, es decir, una especie de reserva en la que podían vivir no sometidos a las leyes castellanas. La postverdad dejó sentado que Guayedra fue el pago de los castellanos a la traición de Guanarteme a los suyos y con ese baldón, que poco a poco se va desintegrando, pasó injustamente a la historia el último rey aborigen, que murió pobre y al parecer envenenado. Según el autor, el testamento de Fernando Guanarteme no menciona Guayedra, lo que abunda en que no era de su propiedad pues no casa bien un olvido semejante con la importancia económica del paraje.

4) Dos ciudades, dos historias

En Entender Canarias hice una especie de comparación entre varios puntos que me parecieron significativos de las respectivas experiencias históricas de Santa Cruz de Tenerife y Las Palmas de Gran Canaria, las dos ciudades rivales. Creo que no viene mal resumirla ahora, aquí, porque, pese al empeño de considerarlas iguales o al menos similares, en todo caso equivalentes dentro de las simplificaciones usuales del conflicto, lo cierto es que son muy diferentes.

En el caso de Santa Cruz es notable la rápida ascensión desde su modesta condición de “lugar” respecto a La Laguna y a Las Palmas de Gran Canaria con sus antiguos blasones y títulos a las que acabó imponiéndose. Habría que señalar entre las causas de su ascenso el papel decisivo jugado por los capitanes generales a partir de 1723 en que abandonan La Laguna para instalarse en Santa Cruz que recibió así de la autoridad militar el impulso necesario a su meteórica carrera.

El caso es que Santa Cruz fue siempre, desde el siglo XVIII hasta 1927, año de la División de la Provincia, cabeza administrativa de archipiélago; primero a través del poder personal de los capitanes generales, que mandaron en todos los ramos y luego, en el XIX, como capital constitucional de la Provincia. Durante el XVIII, que fue su siglo, pasó de la irrelevancia de un simple “lugar de pescadores” y embarcadero de La Laguna al más alto rango administrativo regional manu militari si se me permite pues no se valió de la fuerza de las armas. Sin embargo, en el largo siglo de capital única no logró Santa Cruz hacerse con el predominio económico a pesar de los esfuerzos de su oligarquía y de las autoridades provinciales que procuraron, en todo momento castigar la “osadía” grancanaria. No parece necesario insistir en que nunca fue una lucha del pueblo aunque pudiera parecerlo por inducción de los intereses enfrentados.

Los datos estadísticos de población, de inversiones, de rendimiento fiscal, de aportaciones al mantenimiento de la Diputación Provincial, etcétera, están ahí y no favorecen a Santa Cruz. Como está la noticia de la manipulación de los censos electorales, la deliberada política de desforestación de Gran Canaria, el bloqueo de su desarrollo portuario, industrial y pesquero y un largo etcétera del que hay copiosa información contrastada. Santa Cruz fue una capital meramente administrativa que utilizó su rango para que Las Palmas no le hiciese sombra. Aunque quepa imaginar que de ser Las Palmas la capital hubiera obrado de forma parecida contra Santa Cruz, no es posible alegar qué hubiera ocurrido de no ocurrir lo que ocurrió y el hecho es que la ciudad grancanaria nunca, en ningún momento de su historia, tuvo mando institucional sobre el archipiélago. No vale suponer que hubiera obrado igual en una situación que nunca se produjo. Uno de los tantos despropósitos del nada cartesiano discurrir isleño.

El despegue y desarrollo urbano de Santa Cruz se vincula, por tanto, a su condición de centro de decisiones políticas y burocráticas, con sus correspondientes “adherencias”, sobre la totalidad del archipiélago marcado por los intereses de la elite santacrucera con el favor de los capitanes generales de los que algunos sacaron lo suyo. Aunque si afinamos un poco resulta que fue un predominio no tanto de la oligarquía tinerfeña en general como de la santacrucera forjada luchando también con otros importantes núcleo de Tenerife; singularmente La Laguna. Sin ir más lejos, en la reciente crisis del Gobierno de Clavijo algún comentario socarrón escuché acerca de que los tinerfeños están de fijo buscando pelea como los gallos ingleses y cuando no están a la greña con los grancanarios, se fajan entre ellos.

Hay que entender que para Santa Cruz la capitalidad es su esencia, su marca identitaria, el corazón que impulsa su desarrollo urbano, la culminación de su éxito. No puede desvincularse una cosa de la otra y es notable la emotividad y el apasionamiento que le echan al asunto. La capitalidad funciona como una suerte de mito de origen que los políticos escasos de escrúpulos han explotado inyectándolo en el cuerpo social. Por eso, la pérdida de la capitalidad del archipiélago en 1927, al crearse la Provincia de Las Palmas fue sentida como un tremendo fracaso, como un intolerable expolio. Hubo alguno que ganó la apuesta de que los sectores conservadores tinerfeños más anacrónicos comenzarían a acariciar, incluso a reclamar abiertamente, la capitalidad autonómica única como reparación de la “afrenta” histórica de 1927.

El caso de Las Palmas es distinto. Ni mejor ni peor: solo diferente. Para empezar, ninguna localidad le disputó jamás la primacía insular por la que no tuvo que luchar. Desde finales del siglo XV fue, al igual que La Laguna en el caso de Tenerife, el lugar de residencia principal de los conquistadores y de la primera organización administrativa de la isla.

Las Palmas no tuvo, pues, en ningún momento el gobierno del archipiélago. En las islas de señorío mandaban los señores, en Tenerife y La Palma Fernández de Lugo y en Gran Canaria los gobernadores designados por los reyes y su Cabildo. Nunca mandó sobre las siete islas y aunque se diga que fue capital regional, no es cierto. Entre otras cosas porque el concepto de capital administrativa centralizadora no se impuso hasta el siglo XIX.

El origen de la confusión, más bien extrapolación, pudo ser la preeminencia de la ciudad de Las Palmas durante el siglo XVI como centro de la política de la Corona derivado de su condición de primera fundación ultramarina castellana con su tono de ciudad bajomedieval y un Cabildo o Concejo ya consolidado en el momento de la conquista de Tenerife, a la que sirvió de base operativa con la participación de numerosos aborígenes grancanarios ya castellanizados.

La capitalidad es, en cambio, la razón de ser de Santa Cruz y es ese sentimiento enconado el principal activo de la clase dirigente tinerfeña para hostilizar a Gran Canaria. Nada les dice el hecho de que a mediados del siglo XIX ya renunció Las Palmas a disputar la capitalidad sin problema alguno contentándose con no depender de Santa Cruz. Dejó de plantearse la recuperación de una capitalidad que nunca tuvo. Vio más a su alcance formar una nueva Provincia, la que consiguió, como se ha dicho, en 1927.

5) La inagotable Santa Cruz

Entre las virtudes tinerfeñas figura que no aflojan. Tienen claros sus objetivos y no paran hasta conseguirlos. Vieron en la autonomía la posibilidad de recuperar la capitalidad del archipiélago y de hecho la han conseguido ya con la complicidad de la CC grancanaria y de sectores empresariales dispuestos a dejar hacer a los tinerfeños siempre que no usen su posición para entorpecer sus actividades empresariales y negocios. ATI, agazapada en CC, ha ido cumpliendo sus objetivos atrayendo a su causa a las restantes islas y utilizando la muy debilitada CC-Gran Canaria para sitiar a quienes, como Antonio Morales, les planta cara. La actitud de Bañolas es bastante indicativa y no lo es menos la de Marcos Aurelio Pérez que ha embestido también contra el presidente del Cabildo grancanario acusándole de entorpecer el crecimiento turístico de su municipio en el caso del Siam Park. La derecha económica, es evidente, quiere acabar con él y ahí están CC y PP en vísperas de su entendimiento para noquearlo. Lo que no comprendo es qué hace Morales aliado a un personaje equívoco como Brito que se presenta a las elecciones con Podemos para pasar olímpicamente de las incautas siglas que lo cobijaron y convertirse en introductor en Gran Canaria de Sí se puede, grupo del que habría mucho que decir y no por su condición tinerfeña, precisamente.

Y no me extiendo en el fracaso de una autonomía que se ha convertido en una suerte de revival de la Provincia centralista y única con capital en Santa Cruz. Los políticos no han queridos profundizar en los precedentes autonómicos canarios, han estado a lo que dicta Madrid, aceptaron un Estatuto recorrido por el espíritu centralizador del sistema provincial y el resultado está ahí. A veces tiene uno que sonreír cuando escucha a los políticos decir sus cosas. Al final resulta que Antonio Morales es el único lunar de la pax nivariense.

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