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Conduce con cuidado, legislador: curva judicial a la derecha

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El método jurídico no es el de las ciencias experimentales, sino que está basado en el razonamiento y la argumentación para lograr un resultado justo. Justo quiere decir que un conflicto de intereses o de valores, es decir, el “caso” concreto se resuelva con arreglo a la finalidad de la norma y teniendo a la vista la totalidad del orden jurídico de una sociedad.

Y si ese orden está presidido por una Constitución normativa, con arreglo a los valores superiores que la Norma Fundamental protege. Que son valores de naturaleza ética, comúnmente o mayoritariamente aceptados por la sociedad, pero convertidos además en principios y normas jurídicas por la propia Constitución que los acoge.

El Título Preliminar, donde se consagran los valores superiores y los principios generales, y el Título Primero, donde como plasmación de esos principios y valores se contiene nuestra Declaración de derechos fundamentales y libertades públicas, así como los principios  rectores de la política económica y social, son la estrella polar  -o la cruz del sur- por la que todos los actores de la vida jurídica (en especial los que tienen el terrible poder de juzgar) deben guiarse.

De forma que todas las normas y actos jurídicos y las sentencias judiciales obtengan el imprescindible certificado de calidad del que depende su validez  jurídica y, lo más importante, el voluntario cumplimiento y la pacífica aceptación por los ciudadanos. Esa autoridad moral que mueve a respetarlos y cumplirlos de buen grado. Es decir, su legitimidad.

No es fácil la actividad de interpretación y aplicación de las normas jurídicas que, además de respetar una serie de criterios “técnicos” muy elaborados por la cultura jurídica, que es milenaria, deben “atender fundamentalmente al espíritu y finalidad de las normas”, según lo dispone el art. 3.1 del Código Civil, cuyo Título Preliminar ocupa un lugar muy señalado en la cabecera del sistema jurídico español.

Ustedes se preguntarán, si ha tenido la “paciencia” de llegar hasta aquí, que a qué viene toda esta perorata.

Pues viene a que, en los últimos tiempos (para entendernos: desde que el PP perdió el Gobierno como fruto de una moción de censura constructiva, y no “destructiva” como recién proclamaba nada menos que un ex magistrado del Tribunal Constitucional), una parte muy influyente y aún mejor colocada de los magistrados de ideas conservadoras se ha venido aplicando sin el menor respiro a dictar resoluciones judiciales interpretando y aplicando las leyes aprobadas por la actual mayoría parlamentaria en el sentido que, a la vista de las reacciones online del Partido Popular y de los medios informativos conservadores, más dificulta  al Gobierno el cumplimiento del Programa con el que fue investido su presidente, al que esos ambientes conservadores le vienen negando sistemáticamente su legitimidad democrática.

El camino argumental para fundamentar esas resoluciones es…, digamos, “desconcertante”. En algunos casos judiciales, emplean muy estrictamente las garantías esenciales de los ciudadanos frente a la potestad sancionatoria del Estado: el principio de legalidad, que prohíbe sancionar penal o administrativamente una conducta que no esté previa y taxativamente tipificada, así como sus sanciones, en una norma con rango de Ley; la prohibición, por tanto, de interpretaciones extensivas o por analogía de las normas sancionadoras; la presunción de inocencia, que impone al que acusa la carga de la prueba de los hechos y no al acusado demostrar su inocencia; la aplicación retroactiva de la Ley y, por tanto, la revisión de las sentencias condenatorias, cuando se modifica el Código Penal en un sentido más beneficioso al condenado… Y muy especialmente el examen y valoración judicial de las pruebas practicadas con arreglo al principio de sana crítica, que otorga al juez un amplio margen de valoración en el que no deberá perder de vista todas aquellas garantías. 

Y todo, porque estamos en presencia del poder sancionador (ius puniendi) que incide directamente en las libertades y derechos fundamentales de la persona.

Sin embargo, este obligado celo judicial no es siempre el mismo. Y con alguna frecuencia se desvanece. He leído muchas sentencias, así como comentarios muy autorizados sobre ellas: desde la crítica de Quintero Olivares contra la aplicación extensiva del delito de prevaricación a José Antonio Griñán, al tortuoso procedimiento argumental que se utilizó para condenar al diputado Alberto Rodríguez (en el que todas las encrucijadas del camino se resolvían indefectiblemente contra reo); y, muy recientemente, el criterio judicial de que vincular falsamente a Pablo Iglesias con el narcotráfico y el terrorismo no dañó gravemente su derecho al honor, ni tuvo carácter penalmente injurioso.

Los juristas de pueblo también hemos tenido que estudiarnos la teoría de la interpretación jurídica, incluso en un terreno tan delicado como el del Derecho Penal. Y sabemos que también en este ámbito la búsqueda del espíritu y finalidad de la ley es “el criterio dominante, la última ratio de la interpretación, el más genuino deber del intérprete”, que implica “un enfoque total, que tenga en cuenta todos los factores de interpretación…dirigido a la obtención armónica de un resultado que se compadezca tanto con la realidad social vigente como con la finalidad perseguida por la norma”. Así lo explicaba De La Vega Benayas en uno de esos libros que guarda uno para siempre.

A mí me inquieta y me desasosiega, cada vez más, la constatación de esa especie de doble rasero que está empleando un selecto número de jueces tan militantemente conservadores como bien situados en la estructura judicial de nuestro país, no sólo cuando juzgan, sino cuando investigan: celeridad y garantías en unos casos, laxitud en otros. Y se va quedando uno con una impresión cada vez más intensa de que lo que está en el trasfondo de una u otra actitud tiene que ver con el alineamiento ideológico de los justiciables o con la trascendencia política de la decisión jurisdiccional.

La verdad es que mi preocupación, como jurista y como demócrata, se convirtió en indignación cuando me leí el desvergonzado modo de argumentar -uno de cuyos eslabones fue calificado de “formalmente aberrante” por un magistrado discrepante-  que manejó la anterior (pero recientísima) mayoría del Tribunal Constitucional  -de afinidad política tan evidente como la luz del día-  a sortear una recusación que afectaba a dos de sus miembros de los que precisamente dependía la propia mayoría; para decidir a continuación una inédita irrupción en la más esencial función constitucional de las Cortes Generales, que representan directamente a la soberanía popular de la que emanan los poderes del Estado.

Así que para proteger a ultranza los derechos de participación política de los diputados del PP, ni siquiera se tomaron la molestia de ponderar que estaban simultáneamente invadiendo la autonomía del Parlamento y, además, lesionando el ejercicio de esos mismos derechos de los diputados y grupos de la mayoría parlamentaria. Y, por tanto, los de la mayoría de ciudadanos que los votaron.

El Tribunal Constitucional no es Poder Judicial. Claro que lo sé. Pero tiene que ejercer sus atribuciones, que son de naturaleza jurisdiccional, con estricto criterio jurídico y no de simpatías o de oportunidad  políticas. Y, sobre todo, cumpliendo la Constitución, de la que es último garante. Y, en consecuencia, no arrogándose el papel de “legislador negativo” sino, estrictamente, a través del procedimiento y con los requisitos establecidos en la Constitución y en su propia Ley Orgánica. Porque lo contrario es usurpación y quiebra del mismísimo orden constitucional.

“En risulta”  (como diría Pepe Monagas, un legendario personaje de la cultura popular canaria creado por Pancho Guerra) de todo esto que los legisladores de orientación progresista tenemos que circular con precaución: ¡¡curvas peligrosas a la derecha!! Y estrujarnos la cabeza en un ejercicio exhaustivo de imaginación legal antes de aprobar o modificar una Ley. Porque, de lo contrario, puede ocurrir que al menor resquicio algunos celebérrimos jueces conservadores acaben interpretando y aplicando las Leyes en el sentido más antagónico a la finalidad del legislador y a los valores y necesidades de la mayoría social a la que tenemos el deber de representar. Y eso lo harán invocando garantías constitucionales de la ciudadanía, en unos casos. Y prescindiendo de ellas en otros. Pero en muchas ocasiones, demasiadas en mi opinión, dando la apariencia de que se limitan a confirmar su propia “pre-comprensión” ¿jurídica o ideológica? del caso, al tomar decisiones condenatorias o absolutorias, decretar ciertos sobreseimientos o persistir en pesquisas universales. Por cierto, previamente pronosticadas por vates periodísticos del conservadurismo.

El método jurídico no es el de las ciencias experimentales, sino que está basado en el razonamiento y la argumentación para lograr un resultado justo. Justo quiere decir que un conflicto de intereses o de valores, es decir, el “caso” concreto se resuelva con arreglo a la finalidad de la norma y teniendo a la vista la totalidad del orden jurídico de una sociedad.

Y si ese orden está presidido por una Constitución normativa, con arreglo a los valores superiores que la Norma Fundamental protege. Que son valores de naturaleza ética, comúnmente o mayoritariamente aceptados por la sociedad, pero convertidos además en principios y normas jurídicas por la propia Constitución que los acoge.