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'Divi iuli filius'
El día después de que Julio César fuera asesinado en el teatro de Pompeyo por las numerosas puñaladas infligidas por sus compañeros senadores, estoy seguro de que aquellos tiranicidas pensaron que, con la muerte del dictador, quedaba neutralizado el peligro de su deriva personalista. En los últimos meses se habían auto-convencido de que César estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de mantenerse en el poder. Estaba haciendo promesas a la plebe para contar con su respaldo. Tenía previsto hacer reformas en el Senado que podían poner en peligro los privilegios tradicionales de la élite dirigente. César era visto por sus adversarios como una amenaza que podía hacer que la enferma república romana se convirtiera, según ellos, en una monarquía. Nada más lejos de la realidad, ni César pretendía hacer una revolución social, ni estaba dispuesto, por lo que se sabe, a convertirse en emperador (a pesar de que erróneamente se le suela situar el primero de la lista). Aquel idus de marzo del año 44 a.C., se eliminaba lo que era percibido como una amenaza para el sistema republicano, con la pretensión de que todo volviera a ser como antes y el poder estuviera en manos de la élite senatorial. Los asesinos contaron en un primer momento con el visto bueno de los ayudantes del propio César y ni Marco Antonio, ni sus tropas actuaron contra Bruto, Casio y los demás.
Pero Julio César se había guardado una sorpresa con la que nadie contaba. En su testamento secreto nombraba hijo adoptivo a un sobrino nieto que hasta el momento había estado ajeno a todo el juego de conspiraciones que era la vida política de Roma. Cayo Octavio Turino recibió de la noche a la mañana no solo el apellido Julio, sino la responsabilidad de ser el heredero del capital político de su tío abuelo. Con ese respaldo y con el dinero que invirtió en las tropas que reclutó a su mando, Octavio promovió la persecución de los asesinos de César y posteriormente acabó repartiéndose el poder con Marco Antonio y con otro general romano, Lépido. Desaparecido César, su hijo adoptivo explotó la imagen de ser la re-encarnación de lo que éste había supuesto para sus seguidores y posteriormente, promovió incluso la divinización del gobernante desaparecido. De tal manera que, desde ese momento, Octavio, ya conocido como Augusto, pasó a ser celebrado también como Divi Iuli Filius (hijo del Divino Julio).
En política, la derrota a menudo suele significar la muerte en sentido figurado. Le pasó en la Antigüedad a figuras tan importantes como Pericles, quien después de transformar Atenas y dirigirla durante casi treinta años, sus últimos días los pasó en un discreto segundo plano. Lo que está claro es que raramente se suelen producir las resurrecciones como la que hemos presenciado anoche con el resultado de la elección de Pedro Sánchez como Secretario General del PSOE, tras haber sufrido su propio idus de marzo el pasado 1 de octubre de 2016. Pero visto el proceso que ha seguido desde ese día y con el discurso que ha mantenido desde entonces, da la sensación de que no se trata del mismo político que lideró su partido a dos derrotas electorales consecutivas frente al peor presidente que ha tenido la joven democracia española. Pareciera como si aquel viejo Pedro Sánchez realmente hubiera muerto asesinado bajo los puñales de sus compañeros de partido, y el que anoche se presentaba victorioso ante los medios, fuera una versión modificada. Un nuevo Octavio que hubiera recogido el testigo del viejo Sánchez asesinado aquella noche, investido por un aura casi divina que le hace aparecer ahora como el salvador de la descomposición de su partido. El tiempo nos mostrará hasta dónde llegará con su proyecto mesiánico. Por lo pronto, Augusto tuvo que vencer a Marco Antonio y Cleopatra y eliminar a toda la oposición interna antes de hacerse con todo el poder. Aunque finalmente, él sí que acabó con la República.
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