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CRÍTICA / ‘Mi nombre es John Ford’

Los buenos americanos

En ocasiones me pica una zona del cuerpo y no soy capaz de identificar el lugar exacto. Pongamos que la picazón es en la pierna. Me rasco toda la pierna pero no doy con el sitio. Parece una broma anatómica. Resulta desesperante. Me rasco y me rasco sin encontrar el foco del malestar. Imagino que eso debe de tener una explicación fisiológica pero yo me inclino a pensar que se trata de una alegoría.

Se me ocurre esta idea de lo alegórico a partir de la narrativa desplegada en la ficción sonora Mi nombre es John Ford, de Alfonso S. Suárez, donde se recrea una reunión del sindicato de directores de cine norteamericanos acontecida en el año 1950, congregados en una sala con un nombre precioso para debatir un asunto horrendo. La sala, la Cristal Room; el asunto, declarar bajo firma quién ha empatizado con el comunismo. En apariencia es un asunto claro y sencillo de comprender: los conocidos patrioteros yanquis, autoritarios y con una visión cerrada del mundo, encabezados en este caso por el director Cecil B. de Mille, enfrentados a los que tienen una visión más amplia sobre la libertad personal. Por resumirlo aún más: hay que decidir si firman un documento exculpatorio y santas pascuas. Pero lo que hace fascinante esta historia es la capacidad dialéctica de los intervinientes, como Robert Mamoulian o el propio John Ford, que exponen que la simple firma de ese papel conduce a un camino sin retorno, la aceptación implícita de que otros tienen derecho a decidir si pensamos o no pensamos bien y las consecuencias que esa decisión tendrá en la vida de ellos y de todos nosotros. Aquí no puedo evitar recordar cuando Vargas Llosa dijo aquello de que lo importante no es votar, “sino votar bien”. Y esto a su vez me lleva a recordar un artículo de Javier Cercas donde decía que no hay que dejar hablar tanto a los escritores, que éstos hablan mejor a través de su obra. Que cuando los dejas hablar en público, no es infrecuente que digan tonterías. En fin, estábamos en la Cristal Room, con Mankiewicz, Ford, Wilder, de Mille y otros afamados directores de la era dorada de Hollywood.

Volvamos a la picazón, a la supuesta alegoría que proviene de la piel. Yo sé que me pica, sé que algo no está bien, pero no logro encontrar el punto exacto y doy vueltas y vueltas alrededor del mismo. Eso es lo que ocurre en esta reunión de directores. O, más bien, lo que no ocurre. En un atrayente in crescendo dramático,  los directores protagonistas de este thriller sin explosiones, reconocen en el documento que Cecil les ofrece firmar, la trascendencia existencial que implica estampar allí su firma. Reconocen el valor alegórico de ese simple documento. Ellos sí saben dónde hay que rascar. Pero, ojo, hablo de ellos como si se tratara de un solo personaje y no es así. Diferentes personalidades, de diferentes ideologías, se manifiestan allí para desentrañar el peligro que supone para la dignidad humana el actuar como muñecos del ventrílocuo del poder.

En una aproximación crítica al guion cabría decir, con el manual en la mano y atendiendo a criterios de verosimilitud, que los personajes se expresan con una increíble perfección. Rara vez en la vida real las personas logramos expresarnos con total claridad y sin titubeos, mediante una diáfana e intachable exposición de las ideas. Esto es muy habitual en los personajes de las obras de Aaron Sorkin, donde todos parecen superdotados, extraordinarios seres dialogantes que hilan una idea tras otra sin encontrar en su parloteo el más mínimo bache. Sin embargo, hete aquí que, excepción a la regla, los personajes de Mi nombre es John Ford se expresan con increíble elocuencia y, sin embargo, no resulta por ello inverosímil. Difícil saber por qué esto sucede. Por qué aquí se acepta con naturalidad tan excelsa fluidez de los diálogos; tan perfectos que parecen más propios de un discurso preparado, cuando ocurren de un modo espontáneo. Creo que una de las razones se debe a la magnífica interpretación de los actores que ponen voz a los directores del viejo Hollywood. Suárez ha reunido para esta ficción a las mejores y más veteranas voces del doblaje español, que demuestran en esta obra que gran parte del valor de la interpretación está en actuar con la voz. Lo cual podría considerarse una paradoja, pues estos gentleman de la palabra como Ramón Langa, Miguel Ángel Jenner, María Luisa Solá o Ricardo Solans, entre muchos otros que aquí aparecen, le han robado la voz a Bruce Willis, a Samuel L. Jackson, a Sigourney Weaver o a Robert de Niro. Aunque en algunos casos podría opinarse que han mejorado su interpretación.

Las obras importantes lo son porque encierran en sí mismas algo más grande, abren caminos que expanden su trama. Esta ficción radiofónica está centrada en unos hechos ocurridos hace tres cuartos de siglo pero nos colocan en el presente y nos sitúan ante un incierto futuro. Porque a poco que uno reflexione no resultará demasiado retorcido asociar aquel lejano patriotismo pueril con el trumpismo que está dinamitando la imagen de Estados Unidos hoy en día. Un Estados Unidos que se encuentra en una deriva más propia de la ficción; más cerca de aquella ucronía que hace poco vimos en forma de mini serie, basada en un libro de Philip Roth, y que se titulaba La conjura contra América. En ella presenciamos un Estados Unidos que se convirtió en fascista. Y aquello nos alertó de un modo meramente intelectual, hipotético, que nos permitía vislumbrar tan sólo las puntas de las orejas del lobo. Un afrontamiento sosegado, desde el sofá, de una lejana y remota posibilidad que se disolvía al terminar la emisión. Pero ahora estamos empezando a ver algo más que las puntas de las orejas a un renovado patriotismo de visión corta y largas consecuencias, con las deportaciones masivas y caprichosas, con las leyes homófobas, con la censura de obras literarias, con la idea psicópata sobre resorts en Gaza. Y esta nueva realidad no se disuelve aunque presionemos el botón del mando.