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Espacio de opinión de La Palma Ahora

La radio de galena y los noticieros de la BBC en la calle Garachico

Miguel Jiménez Amaro

Durante la Guerra Civil mi abuelo se reunía, con pleno espíritu de clandestinidad, por las noches, en una habitación de su casa en la calle Garachico, que estaba entre el granero y la azotea, con unos amigos, y su hijo Agustín, que era alférez médico, a escuchar las noticias de la BBC inglesa, sobre la Guerra Civil en la Península. Digo en la Península, en Canarias no hubo guerra, hubo glorioso alzamiento, matanza sobre personas indefensas, por sus pensamientos, o por odios, campos de concentración, ejecuciones y muertos de los que todavía no se sabe en dónde están sus huesos.

Agustín tenía sobre él un oficial de mayor graduación, que era enfermo de haber acostumbrado su cuerpo a la morfina. Este oficial le ordenaba inyectarle su necesidad. Agustín le inyectaba placebos, agua, para intentar que el pobre hombre (¡Todas las dependencias nos convierten en pobres hombres, hasta depender de cinco chupas!) se liberase de su dependencia. El oficial, cuando se dio cuenta del ‘engaño’, tomó nota, como suele ocurrir. ¿Os acordáis de la película ‘Dragón Rápido’, cuando Juan Diego, interpretando al Caudillo, al abandonar la Capitanía General de Canarias, le pone en el bolsillo de la chaqueta de uno de los oficiales una nota? ¿Sabéis de qué estaba llena esa nota? De los nombres de los primeros que había que asesinar. Pues el oficial, al que Agustín se negaba a inyectarle la heroína, tomó nota, como El Caudillo ¡Y bien tomada!

A la casa de mi abuelo, por esos días, llegó una conocida mujer de la familia, que venía de Puntagorda, preguntando si se podía quedar en la casa durante unos días, para resolver diligencias que tenía que hacer, y, que ella, a cambio, echaría una mano en la casa. Hoy se llaman a estas personas topos. La conocida de la familia venía mandada por el oficial que anotó la insubordinación de Agustín.

La topo (¿el femenino del topo es la topo, no?), informó al oficial de que en la casa se escuchaba la BBC, y de las personas que venían a compartir aquel ritual. A los pocos días, desaparece, los topos son así: aparecen y desaparecen. Y detienen a todos los que participaban del ‘aquelarre’, excepto a mi abuelo. Agustín, al ser militar, por obligación, lo arrestan en el cuarto de banderas del cuartel, que estaba en el Convento de San Francisco. La orden era contundente, llevarlo al campo de concentración de Fyffes lo más rápido posible, para fusilarlo nada más llegar. Las hermanas lo van a despedir. Mis abuelos tomaron el barco para intentar estar con él. Mi madre y la mujer de él también. En el muelle, a ellas no las querían dejar embarcar. Vino el jefe de la naviera a decir que le habían dado esa orden, pero lograron viajar, y a la mañana siguiente hablar con el General ¡No se sabía aún cuál era la acusación!

Mi madre me comentó que cuando al día siguiente estuvieron en el despacho del General y leyó la acusación, comentó algo como que si sus subordinados en La Palma estaban locos. La acusación que se les hacía era que habían querido vender la isla de La Palma a los ingleses. ¿Delirios de la morfina? ¡Puede ser! A los partícipes del ‘aquelarre’ no se les ejecuta, regresan a La Palma

Unos días después, en La Palma, paseando por la calle, Agustín se tropieza con una persona que le dice

  • - Agustín, ¿con que querías vender la Isla los ingleses?
  • - Sí, pero no me la quisieron comprar
  • - ¿Sí? ¿y por qué?
  • - Porque la querían sin cabrones, y está llena.

Hay quien dice que Agustín no dijo “cabrones”, otros dicen que dijo “hijos de puta”, y unos terceros dicen que lo que dijo fue, “mala leches”. No se ponen de acuerdo ningunas de las iglesias.

Hace unos días, un poco antes de La Bajada, a las diez de la mañana, abro la tienda, cojo los folios, estos mismos que estoy escribiendo, y me voy a preparar el desayuno a la cocina. Andaba en ese menester cuando me encuentro a una pareja joven al lado de mí, que llevaba un rato en la tienda, y que al ver que nadie venía a atenderlos, entraron por la sala de catas para adentro. Les dije que me disculpasen, que no había puesto el “ding-dong”, y que si querían desayunar. Me responden que pensaban, al salir de la tienda, ir a desayunar a Carlos Tasca, pero que se avenían a hacerlo conmigo.

Eran venezolanos, que después de haberse casado hacía unos meses, venían a conocer La Palma, que era de donde procedían sus familias, y a pasar la Bajada de la Virgen. Sus familias habían emigrado después de la guerra, y ellos se habían conocido hace pocos años, sin saber el lazo común que tenían con La Palma las dos familias. Vinieron a Las Cosas Buenas de Miguel, que este año celebra su quince cumpleaños, buscando vinos del país. Les recomendé los que trabajamos, los de Vicky, de la bodega Matías i Torres, en Fuencaliente: Malvasía Aromático, Diego, Albillo Criollo y Negramol.

Recibo una llamada por teléfono de mi amigo Durruti, como me gusta seguir llamándolo, desde Australia, y me salgo fuera, al porche. ¡Durruti vendrá a bailar los Gigantes y Cabezudos! Al regresar a la cocina noto como si algo hubiese tornado entre la pareja. Les pregunto, y me dicen, al mismo tiempo que los disculpe, que estaban algo impactados porque habían leído los folios que estaban sobre una de las cajas de vino, porque al leer involuntariamente el cabezal, ‘La radio de galena y los noticieros de la BBC inglesa que se escuchaban en la casa de la calle Garachico’, no pudieron evitar seguir haciéndolo.

Les digo que no se molesten por ello, que yo escribo no solo principalmente por gusto, sino también por si alguien quiere leerme. De acuerdo Miguel, pero es que hay otra cosa, me dice ella, casi temblándole la voz, yo soy bisnieta de la mujer de Puntagorda que envió el oficial, de la topo, como tú la llamas.

Nos quedamos un buen rato sin hablar, nos mirábamos y seguíamos callados. En mi familia, rompió a decir ella, se habla de esa historia, y es más, la radio de galena está en la casa de mis abuelos, el oficial se la regaló a mi bisabuela. Hemos visto, siguió diciendo, que tienes varias radios antiguas, cuando lleguemos a Venezuela, te la enviamos. “Miguel, ¿tienes algún tipo de rencor por esta historia?”, me preguntó.

Estuve callado un largo rato, y mirándolos, hasta que hablé de nuevo. Mi amigo y maestro espiritual, Facundo Cabral, del que el día nueve de julio hacen cuatro años de su muerte, me comentó que su padre había abandonado a su madre, Sara, y a todos sus hermanos, y que en su travesía del desierto, hacia Buenos Aires, a ganarse el pan, por el hambre y el frío murieron varios de sus hermanos, pero que su madre, jamás le inculcó odio o rencor a su padre, sino todo lo contrario; Sara, hasta llegó a decirle que un día se encontraría con su padre, y que recordase ese día, que gracias a ese hombre, él, Facundo Cabral, recibió el regalo de la vida. Cabral me comentó también, le conté a la joven pareja de bienaventurados venezolanos, que el día más feliz de su vida fue cuando, con cuarenta años, se encontró en un teatro en donde cantaba, con su padre, y le abrazó; y que había sido el último rencor del que se había desprendido en su vida, y el más importante, que a partir de ese día navegó en la vida totalmente libre y ligero de equipaje, sin carga, y que lo había notado hasta en su peso corporal. ¿Para qué tener rencor, para que odiar? ¡Si hasta engorda!, queridos y recién hallados amigos míos.

Este fue, casi el final, de aquella primera conversación que mantuvimos.

Abrazos por El Lado del Corazón. Salud y Alegría Interior

Las Cosas Buenas de Miguel

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