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Escalera al cielo

San Andrés y Sauces —

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“Y tuvo un sueño; soñó con una escalera apoyada en la tierra, y cuya cima tocaba los cielos.”

“La escalera de Jacob”, Génesis 28, 11-19 

Según el “Libro de los muertos”, un texto funerario del Antiguo Egipto, ya está colocada la escalera para que podamos ver a los dioses. Con la misma madera de la cuna donde nacemos, se hacen los peldaños de la escalera por donde vamos a transitar en nuestra existencia. No son dos los caminos por donde estamos obligados a andar, uno para subir y otro para bajar, sino solamente uno, como bien claro dejó Heráclito; así que queramos o no, ahí está la escalera, esperándonos, para una vez concluida nuestra misión en la tierra, poder cumplir “la más intrigante de nuestras obligaciones”, al decir del maestro Steiner, es decir: morir tranquilamente. 

Decía Mircea Eliade, que “la escalera representa plásticamente la ruptura de nivel que hace posible el paso de un mundo a otro y la comunicación entre cielo, tierra e infierno. Para producir una relación entre dos mundos, es necesario romper el nivel de aislamiento”, y para eso, lo mejor es una escalera. En la relación amorosa si los amantes no disponen de una buena escalera, al disminuir la pasión se sienten perdidos y tienen que saltar al vacío donde el amor tiende a disolverse. Lo que, en el fondo, no es sino una forma rápida de bajar a un cierto pozo, solo que en este caso, es por un camino sin escalera. Lo mismo ocurre a nivel bursátil que en los usos amorosos: se sube de escalón en escalón, pero se baja en tobogán. Entonces, después de tocar fondo, no hay más remedio que construirse una escalera con las propias manos, para volver a subir y salir a flote, aunque en el horizonte se perciba una línea de soledad que nunca se sabe si será pasajera o definitiva. Como todo en este mundo. 

Más tarde o más temprano, siempre hará falta una escalera. Mi padre fabricaba unas escaleras de mano, estupendas, de madera verde del monte de Las Lomadas, de laurel, de faya o acebiño. Con el serrucho cortaba los peldaños, con el machete los rebajaba y con clavos de tres o cuatro pulgadas los fijaba a dos palos rectos y largos, que él ya había seleccionado entre la espesura del monte. Le vi y ayudé a construir muchas y de diferentes tamaños, en multitud de lugares y para múltiples usos. Todavía se conserva alguna que ha resistido el paso de los años; de vez en cuando la utilizo y en cada peldaño que subo, lo recuerdo. Tal vez por eso, sostiene Marius Schneider (citado por Eduardo Cirlot en su “Diccionario de Símbolos”), que “para alcanzar la montaña de Marte y obtener sus bienes, hay que subir la escalera de los antepasados”. Con las escaleras que dejó mi padre, de arena y cemento o de madera, tengo acceso a los huertos, a las frutas del Edén particular, e incluso, a los recuerdos de un mundo que hoy es pasado. Un mundo del cual quedan, precisamente, sólo esos recuerdos como si fueran fósiles que hubieran perdurado en la vorágine del tiempo. Queda esa memoria, quedan las escaleras y el monte que avanza hasta empujarnos al mar. El espíritu, la realidad y el futuro: las Tres Gracias. 

Si miran los álbumes de fotos familiares, los archivos del disco duro o el wasap del móvil, se encontrarán con escaleras por todas partes; las hay en cada foto de boda o de bautismo, cada viaje turístico, cada recuerdo escolar o deportivo, con sus gradas escalonadas como los anfiteatros griegos; también aparecen escalones en las fotos de las cumbres políticas, de los nombramientos ministeriales y cuando se entregan las licenciaturas en la universidad. Una foto de un grupo numeroso necesita una buena escalinata para que salgan todos bien representados. No hay medalla o trofeo sin el peldaño adecuado. Ni en broma puede haber rey o reina, tirano, héroe o divinidad, sin escaleras que lo mantengan destacado y aislado en lo alto de una tribuna; por eso, tanto la iglesia como el ejército, colocan muchos peldaños entre los que mandan y los que obedecen, ya sean feligreses o soldados o, incluso, enemigos. Las escaleras sirven de barrera, de aislamiento, de servidumbre, pero también pueden representar la posibilidad de escapatoria, de salida de un enclaustramiento o de un encierro a disgusto; pueden llevar al sótano en subsuelo, pero también a la buhardilla en lo alto del tejado. La jugada suprema en el póquer es la escalera de color. No existe refugio sin escaleras y cuantas más tenga, mejor es su protección, porque es más profunda. Gracias a las escaleras mecánicas, hemos aprendido a subir sin dar un paso y de camino hemos engordado. Abandonada la agricultura y sus fatigas, ahora bajamos las escaleras del gimnasio a sudar de lo lindo. Miren donde miren, aunque hoy en día sean habituales los ascensores, las escaleras siempre están presentes y tienen una importancia vital, no solo en caso de incendio. 

Para asaltar el palacio de Invierno, hubo que subir las escaleras de la Historia, pero para llegar de nuevo a la tiranía, sólo hizo falta quedarse en el palacio como si fuera una casa particular. El 6 de enero de 2021 “una turba de partidarios de extrema derecha del entonces presidente saliente de los Estados Unidos, Donald Trump” (Wikipedia), subieron las escaleras del Capitolio y asaltaron la sede del Congreso. Regresado al poder a finales de 2024, Donald Trump ha puesto fin a la globalización (a los globalizadores y a los globalizados), ha roto todos los acuerdos diplomáticos, comerciales, sanitarios y ecológicos; amenaza con planes diabólicos de invasión, y, criminalizando a los inmigrantes, se ha cargado los derechos humanos con una falta de piedad que tiene a todo el planeta alarmado. Pobre mundo, este loco en ascensor, y nosotros, peldaño a peldaño. En un ataque claro a la democracia, como acostumbra a imponer la agenda fascista, ha retirado todas las escaleras de comunicación habituales porque él tiene un ascensor de oro. Puede haber una escalera para los justos, como pensaba Mahoma, y otra para los ingratos, como es de suponer. En muchos lugares de Oriente, como en India, no existe una escalera social. Todo depende de la casta o el linaje étnico o religioso dado por nacimiento. No puedes hacerte ingeniero o abogada si naces en una casta inferior. Unos, condenados según la estirpe y otros, enviados a estudiar a universidades extranjeras según el abolengo. En realidad, una clase de racismo y desprecio clasista, amparado en prácticas religiosas ancestrales que se perpetúan en un país inmenso en cuanto a extensión y a población, con santos y santas por todos los lados, y todo ello, porque no ha existido una simple escalera social. En Occidente, perteneces a un grupo social o profesional según a lo que te dediques o lo que estudies en la universidad, a la que todos, en principio, tienen derecho y acceso. Aun así, con esta trascendental diferencia entre Oriente y Occidente, sabemos que en la sociedad contemporánea hay una escalera para los ricos y otra para los pobres. Y una es más rápida que la otra porque los que manejan el dinero o el poder, suelen saltarse varios peldaños. La democracia dice que busca una escalera para todos, pero todos sabemos que los que están en lo alto donde reina el capitalismo, sólo nos permiten llegar hasta la mitad de la democracia, es decir, hasta mitad de la escalera. Para que algunos mantengan los privilegios, el progreso general no debe pasar de un cierto límite, digamos, del cincuenta por ciento. Esto es la amnesia dentro de la democracia. Podemos “cultivar nuestro huerto” como recomendaban Voltaire y Emerson, en plan metafórico, de un modo explícito o las dos cosas a la vez, pero siempre - no se olviden -, vamos a necesitar una escalera a mano, aunque sólo lleguemos con ella a la mitad del cielo. 

Me gustan hasta las escaleras que no llevan a ningún lugar, pues están inventadas para realizar ese gesto tan bello que es el regreso. Ni siquiera los ascensores han podido con las escaleras. ¿Qué sería de los bomberos sin escaleras? Yo, ya veo escaleras por todas partes; la más bella es la que escala el amante hasta la alcoba de la amada, aunque ahora puede ser que sean, ellas, las que vienen con la escalera en la mano. Hay que tener en cuenta que también pueden ser una barrera infranqueable para muchos. Imaginen una escalera vista desde una silla de ruedas, se transforma en un muro. Todos sabemos o deberíamos saber que la ancianidad y las escaleras se llevan muy, muy mal. Cuando las rodillas no obedecen, mejor que todo sea llano. Gracias a la democracia, el uso de rampas o elevadores eléctricos como alternativa, se halla muy extendido y es casi una obligación municipal en todos los lugares públicos. Por cierto, más en España que en Europa. 

En psicología se habla de “escalera del desarrollo”, en educación de “escalera de aprendizaje”, en economía de “escalera económica” y en política de “escalera del poder”. El concepto de escalera lleva implícita la noción de cambio, crecimiento y evolución. En la filosofía platónica la escalera ascendente conducía desde el mundo sensible al mundo de las ideas. Cuando Dante y Virgilio bajan al Infierno en la “Divina Comedia”, éste tiene forma de cono invertido, por lo tanto, descienden en círculos como por una escalera de caracol. El dramaturgo Antonio Buero Vallejo en “Historias de una escalera”(1949), puso a vivir a tres generaciones en un rellano muy pobre, que envejecía como la esperanza estancada de sus habitantes. Las escaleras con su poder metafórico, son muy poéticas y también muy gráficas. Desde William Blake a Salvador Dalí, desde Joan Miró que las pintó, ya anciano, para alcanzar las estrellas y evadirse de la guerra civil y de otros desastres, hasta Anselm Kiefer, que las hace aparecer en sus paisajes desolados como una posible y difícil vía de escape, las escaleras forman parte de la historia de la pintura. En la obra “Siete palacios” (2002), del artista alemán, hay once escalones de metal que contienen libros quemados por los bordes y en el último tramo se ve una escalera pintada, una “escalera que hay que subir para acceder a la sabiduría y enfrentarse al Juicio Final”. En el cine han sido muy importantes por su plasticidad y simbología. Desde la época del Instituto Cándido Marante, en Los Sauces, cuando las descubrimos en los ciclos de cine en Súper 8 y en 16 mm, las escaleras retorcidas de “El gabinete del doctor Caligary”, eran ya inquietantes. Las escalinatas de Odessa en “El acorazado Potemkin” de Serguei M. Eisenstein, nos dejaron sobrecogidos siguiendo el carrito del niño en la represión zarista. Tanto Gloria Swanson en “El Crepúsculo de los dioses”, como Cristopher Lee en “Drácula”, bajan una escalinata; la primera, para reencontrarse con las cámaras y el segundo, para presentarse ante el huésped recién llegado. Robert Siodmak realizó en 1946, en blanco y negro, una película de terror psicológico: “La escalera de caracol”. Pero es el maestro Alfred Hitchcock quien más partido le ha sacado al asunto. En “Sospecha”, en “Psicosis” y en “Encadenados” hay escenas clave con las escaleras como protagonista. En esa obra maestra que es “A través de los olivos” de Abbas Kiarostami, hay una secuencia memorable en un balcón y una escalera. Una humilde casa y varias macetas con geranios. Se rueda una escena y hay que hacer numerosas tomas. Un joven tímido tiene que subir la escalera y entrar en escena (la ficción) y hablarle a una chica, tímida también, y siempre sale mal. Entonces hay que bajar la escalera (la realidad) para volver a repetir de nuevo. En el Museo del Hermitage en San Petersburgo, Alexander Sokúrov rodó en 2002, el prodigio que es “El arca rusa” (Russian Ark). Un solo plano secuencia con Steadicam de 90 minutos. Una belleza que tuve la suerte de ver, hace años, en la gran pantalla del Cine Víctor, en Santa Cruz de Tenerife. La parte final, tras el último gran baile de 1913, es una larga y lenta retirada de los cientos de invitados por el Zar. La nobleza y la aristocracia del imperio, vestidos de gala, bajan con parsimonia la gran escalera del palacio en lo que es una despedida, no sólo de la película, sino sobre todo, de la Historia; porque los tiempos, irremediablemente, estaban cambiando. A nivel musical, Led Zeppelin convirtió la canción “Stairway to heaven” en un himno en la década de los setenta. La literatura, el cine y la música, como la vida, están llenas de escaleras. La escalera más impresionante que he visto es la de la catedral de Girona, que consta de noventa escalones de piedra. Ha sido escenario de rodaje para varias películas y la leyenda cuenta que en ellas tendrá lugar el Día del Juicio Final. 

En definitiva, al margen de la realidad, de la leyenda, de los sueños o de los textos antiguos, procuren tener siempre una escalera lo más cerca posible; son muy útiles, no sólo para acercarse a los dioses culminando la existencia o poder cambiar una simple bombilla. Puede ser que las escaleras sean la solución de este mundo para que así, con su uso de acercamiento a las cosas, deje de reinar la injusticia. Quizá puedan servir para que unos, que están demasiado subidos, bajen a tierra y para que otros, que están demasiados sometidos, puedan liberarse de esas ataduras.

ÓSCAR LORENZO 

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

15-04-2025