Espacio de opinión de Canarias Ahora
Contra antileístas, antilaístas y antiloístas
La lingüística normativa, prescriptiva o purista ha llenado el mundo del lenguaje de dañinos dogmas y prejuicios, que no han hecho otra cosa que desprestigiar los dialectos no oficiales (sobre todo, los populares), despistar a los eruditos y al público en general, confundir a los profesores de lengua e impedir que se llegue al fondo de los asuntos tanto en el estudio del sistema de la lengua como en el de su uso en la realidad concreta del hablar, como requiere un análisis descriptivo medianamente objetivo. Eso precisamente es lo que ha sucedido en el caso de los famosos “leísmo”, “laísmo” y “loísmo”, catalogados, nada más y nada menos, que como “vicios de lenguaje” por la gramática al uso desde tiempo inmemoriales, simplemente porque los pronombres complementarios de tercera persona implicados en ellos (las formas “le” (“les”) y “lo (”la“, ”los“ y ”las“)) se emplean en determinadas zonas del español (el centro norte peninsular, particularmente), de manera distinta a cómo se empleaban en la lengua madre, que es el latín vulgar. Así, según el diccionario de la Academia, por ejemplo, el leísmo es ”el empleo de las formas “le” y “les” del pronombre átono para el complemento directo, en lugar de las formas “lo”, “la”, “los” y “las”“; el laísmo, ”el empleo de las formas “la” y “las” del pronombre átono para el complemento indirecto femenino, en lugar de “le” y “les”“; y el loísmo, ”el empleo de las formas “lo” y “los” del pronombre átono para el complemento indirecto masculino, en lugar de “le” y “les”“. ¿Pero qué tienen de viciosas, aberrantes, incorrectas o agramaticales expresiones como ”le arreglé“ (referido al coche, por ejemplo), ”la mandé un ramo de rosas“ o ”lo aticé un tortazo“, pongamos por caso, que tanto proliferan en el español de Castilla, no en el de Andalucía, Canarias o América, que prefieren las expresiones ”lo arreglé“, ”le mandé un ramo de rosas“ y ”le aticé un tortazo“, más en consonancia con las originarias, que son las que recomienda la Academia de Madrid? Hablando en términos estrictamente lingüísticos, absolutamente nada. En realidad, se trata de formas igualmente legítimas de expresar esas funciones designativas o referenciales tradicionalmente llamadas ”objeto“ y ”persona que recibe daño o provecho del proceso“, que son categorías lógicas, no lingüísticas o sintácticas, como creen los sustentadores del falaz prejuicio que comentamos. Así, en relación con la función lógica de objeto, tenemos en español dos soluciones distintas. De un lado, tenemos que los castellanos suelen presentarla como terminal; es decir, como independiente del verbo. Por eso emplean el pronombre dativo ”le“ (”les“): v. gr., ”le arreglé“, ”les vi por la calle“. Es decir, que lo que dicen las personas que emplean estas expresiones no es ”lo arreglé“ o ”las vi“, sino ”arreglé a él“ y ”vi a ellas“. Que el objeto lógico de un juicio se exprese de forma indirecta no es nada excepcional. Lo mismo ocurre en el español general con el objeto de persona determinada, que, como sabemos todos, se introduce sistemáticamente mediante la preposición a, que significa de forma constante e invariable precisamente ‘término final absoluto de un movimiento de aproximación sin extensión’: v. gr., ”querer a un niño“, ”buscar a un médico“, en oposición a ”querer un niño“ o ”buscar un médico“, donde el objeto lógico se significa de forma directa o totalmente integrado en el predicado. Planteadas las cosas así, es evidente que en dichas construcciones el pronombre ”le“ no ha perdido su condición casual de dativo (es decir, de forma de relación indirecta terminal) originaria y se ha convertido en acusativo (es decir, en forma de relación directa), como quieren aquellos que confunden ”función sintáctica“ con ”función referencial o lógico-designativa“. De otro lado, tenemos que andaluces, canarios y americanos suelen presentar dicha función de objeto de forma directa; es decir, como totalmente integrado en el predicado verbal. Por eso emplean el pronombre acusativo ”lo“ (”la“, ”los“ y ”las“): v. gr., ”lo arreglé“, ”las vi por la calle“. Sólo cuando el objeto se refiere al oyente, se emplea en el español atlántico el pronombre ”le“ en lugar de ”lo“, para, mediante la autonomía o independencia que proporciona este a la persona, animal o cosa que designa, reforzar el matiz de respeto que emana del alejamiento que implica designar a la persona que escucha mediante un pronombre de tercera persona (”usted“): v. gr., ”Mucho gusto en conocerle“, ”¿Le atienden ya, señora?“, ”Le llaman por teléfono“, son frases muchos más corteses que ”Mucho gusto en conocerlo“, ”¿La atienden ya, señora? o “Lo llaman por teléfono” Se trata, pues, de un “leísmo de cortesía”; de cortesía por parte de la persona que habla, como lo denominó el estudioso que primero llamó la atención sobre él en el Archipiélago, que fue el profesor lagunero Antonio Lorenzo Ramos.
En relación con la función referencial (no lingüística, insistimos) de persona que recibe daño o provecho del proceso, tenemos asimismo en español dos soluciones expresivas distintas. De un lado, tenemos que algunos castellanos la suelen presentar como complemento directo; es decir, como complemento totalmente integrado en el predicado verbal. Por eso emplean el pronombre acusativo “lo” (“la”, “los” o “las”): v. gr., “La mandé un ramo de rosas”, “Lo atizó un tortazo”. Se trata, por tanto, de frases con dos complementos directos: un complemento directo totalizador, que se expresa mediante la forma pronominal “lo” (“la”, “los”, “las”), y un complemento directo particularizador, que se expresa mediante un nombre descriptivo, que, en el caso concreto de nuestros ejemplos, son las formas “un ramo de rosas” y “un tortazo”. Lo que quiere decir que, en estas combinaciones, las formas “la” y “lo” no han perdido su significación casual acusativa originaria y se han convertido en dativos, como piensan los que confunden la lengua con la lógica. De otro lado, tenemos que, de forma más general, se presenta como complemento indirecto terminal; separado, por tanto, de la acción verbal. Por eso se emplea el pronombre dativo “le” (“les”): v. gr., “Le mandé un ramo de rosas”, “Le atizó un tortazo”. Se trata de frases con un complemento directo y un complemento indirecto terminal. Es claro, por tanto, que esos usos de los pronombres complementarios de tercera persona “le”, “la” y “lo” tan denostadas por puristas y otros sectarios del idioma tradicionalmente denominados “leísmo”, “laísmo” y “loísmo” no tienen nada de viciosos, porque cumplen perfectamente con las exigencias del sistema gramatical de la lengua española, aunque no coincidan con las prácticas de la madre que la parió, que es la lengua latina. Y, como las cosas son así, es evidente que maestros y profesores de lengua deberían dar de baja los idiotismos que nos ocupan de la lista de los mal llamados “vicios del lenguaje” establecidos por la lingüística purista y limitarse a explicar lo que estás construcciones significan en sí mismas y por sí mismas, con la indicación de su registro de uso, como es natural. Hay que romper con todos los dañinos prejuicios de la preceptiva lingüística tradicional (“leísmo”, “laísmo”, “loísmo”, “dequeísmo”, el uso personal del verbo “haber”, el “haiga” presente de subjuntivo del verbo “haber”, la construcción sintáctica “más nada (nadie, nunca)”, las aspiraciones de /r/ de “/káhne/” (de carne), “/káhloh/” (de Carlos) o “/koméhlo/” (de comerlo), el gerundio de posterioridad, etc., etc.) y enseñar la lengua en lo que ella es en sí misma y por sí misma, sin tener en cuenta para nada las valoraciones y opiniones de aquella. Ni los castellanos merecen ir al paredón lingüístico por decir “le arreglé”, “la mandé un ramo de rosas” o “lo atizó un tortazo”, alejándose de las prácticas de la lengua madre, ni los andaluces, canarios y americanos coronas de laureles por decir “lo arreglé”, “le mandé un ramo de rosas” o “le atizó un tortazo”, siguiendo la estela de esta. Cada cual expresa las relaciones en cuestión a su modo y manera y todas ellas son igualmente legítimas dentro de la lengua española. Cuando un castellano dice “le vi”, “le arreglé”, “la mandé un ramo de rosas” o “lo atizó un tortazo” dice cosas ligeramente distintas desde el punto de vista relacional de las que dice un andaluz, un canario o un americano cuando dice “lo vi”, “lo arreglé”, “le mandé un ramo de rosas” o “le dio un tortazo”. Las lenguas humanas dan siempre cierto margen de maniobra a los hablantes, sin que estas sutiles diferencias semántico-sintácticas tengan por qué afectar en lo esencial a la comunicación entre todos ellos. También dicen los canarios “guagua” en lugar de “autobús”, “autocar” o “camión”, como dicen otros hispanoparlantes, y no por eso dejan de entenderse con ellos, sin el más mínimo problema. Las lenguas implican siempre diversidad dentro de la unidad. Precisamente por ello son el instrumento de la libertad del hombre.