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La cultura de los derechos humanos: una pedagogía contra la violencia machista
Si toda forma de pensamiento nace de una primera frase, lo hace también de una herida. Obliga esa herida a decir lo que aún no sabe: la primera frase no se elige, se impone. Fuerza, más que voluntad, hay en ese comienzo que ya conoce más que quien lo pronuncia. Inevitablemente, desde esa línea inicial se despliega el pensamiento como un territorio de consecuencias. A veces pienso que toda idea nace acompañada de su sombra, del miedo a decirla del todo. Tal vez por eso pensar (pensar de veras) sea siempre un acto de amor: hacia la verdad, hacia los otros, hacia lo que no queremos ver. En ese sentido, lo personal se vuelve político, nos recuerda Marta Sanz en Monstruas y centauras. Así es: lo íntimo es la raíz del poder. Muestran los números un incremento del 44,6% en las denuncias por violencia machista en Canarias esta primavera. Observamos, sin embargo, que de cada cien juicios, noventa y cinco acaban en condena; y aun así, la justicia siempre llega después del daño.
La violencia machista no es un accidente; es una forma de orden. Y como todo orden, se enseña. Hay una pedagogía de la obediencia que atraviesa generaciones, y que se transmite sin palabras, como el aire. Se la combate con leyes, sí, pero se la engendra en las costumbres. Y, sobre todo, se la aprende en el poder.
Hay una palabra que no se pronuncia lo bastante cuando se habla de violencia machista: poder. Quizá porque se nos ha hecho creer que el poder es una categoría política y no una forma de relación. Pero la violencia machista no es sino el poder cuando ha perdido la vergüenza. El golpe no es sino el último argumento de una autoridad que ya no necesita razones.
El derecho: ese monumento solemne que inventamos para defendernos de nosotros mismos, tampoco está libre de esa lógica. Nació para limitar el poder, pero a menudo terminó legitimándolo. El derecho sin cultura es técnica, y la técnica sin conciencia se convierte en instrumento. De poco sirve la ley si la sociedad sigue cantando la vieja melodía del dominio: el hombre que manda, la mujer que consiente, la fuerza que corrige, el amor que perdona.
¿Qué nos enseña la cultura, ese espejo donde aprendemos a mirarnos?
Ahí está El rapto de las Sabinas: la violencia como mito fundacional, la mujer como botín. Ahí La isla mínima: las mujeres asesinadas son apenas pretexto narrativo; no tienen voz, sólo cuerpo. Esa ausencia no es inocente. Es la misma que atraviesa siglos de pintura, de poesía, de relato: el rapto de Europa, la violación de Lucrecia, la mujer contemplada, no escuchada. Durante siglos, la cultura ha embellecido el daño. Nos enseñó a mirar la dominación como pasión, la posesión como amor, la violencia como arte.
Mary Beard lo ha resumido con precisión: el poder, en Occidente, tiene voz de hombre. Desde las ágoras hasta los parlamentos, las mujeres pudieron estar, pero no hablar. Y cuando hablan, aún hoy se les pregunta: “¿quién le ha dado permiso?”. Esa pregunta es el núcleo duro de la violencia. No el golpe, no el insulto, sino la convicción de que la palabra de una mujer necesita autorización.
Frente a ese poder no bastan las leyes. Hace falta una cultura de los derechos humanos con perspectiva de género: no como catálogo de principios, sino como sensibilidad moral. Un modo de mirar. Una educación del respeto. Porque los derechos humanos no se aprenden leyendo artículos, sino reconociendo en el otro una herida semejante a la nuestra.
Esa educación debería comenzar en la escuela, pero extenderse más allá: a los medios, a las empresas, a la política, al ámbito doméstico. El respeto también se enseña. Lo que cambia son los maestros.
El poder, entendido como dominio, es una ruina moral. Pero hay otro poder posible: el del cuidado, el de la escucha, el de la responsabilidad. No el poder que impone, sino el que responde. Quizá sea ese el único poder compatible con la dignidad humana.
Las cifras de Canarias nos recuerdan que seguimos midiendo la violencia machista por sus efectos, no por sus causas. Que seguimos interviniendo cuando el daño ya está hecho. Pero la violencia se prepara mucho antes: en las palabras, en las risas, en las imágenes.
Toda sociedad que aspire a ser democrática debe reconocerse en su propia fragilidad. Educar en derechos humanos no es transmitir una doctrina, sino formar una conciencia: la de saberse responsable del otro. Esa conciencia no nace del miedo al castigo, sino del reconocimiento de la igualdad radical de toda vida. Solo cuando esa igualdad se hace costumbre: en el lenguaje, en la educación, en el trato diario, la violencia deja de tener sentido.
Aprender a vivir en derechos humanos es aprender a no dominar, a mirar sin poseer, a escuchar sin mandar, a convivir sin temer, a amar en libertad.