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Historias mínimas

César Martín

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Sara

(Menuda, con dientes de leche y boca ancha. De piel suave y sentimientos intactos. Nariz chata. A sus 5 años ya sabe lo que quiere ser de mayor)

Cada vez que su madre la despierta para ir al colegio, salta como un rayo de la cama. Su afán por comerse el mundo es enorme. No tiene miedo a sonreír y regala besos a quien se lo pide. Disfruta de cada nueva experiencia. Todo está por descubrir. En el trayecto al colegio se inventa historias con su padre.

Hoy el maestro vuelve a poner otra ficha de caligrafía para repasar las vocales. Ella se entretiene imaginando. Ha decorado la “o” como un sol, la “e” es una serpiente enroscada, la “a” es una taza improvisada… Se ha vuelto a quedar sin recreo.

Juana

(Mide 168 centímetros de pasión a sus 21 años. Sonrisa amplia y tez clara, casi caucásica. Manos finas y pies delicados. Nunca está satisfecha con los resultados y continúa esforzándose cada día)

Su vocación de cantante le viene desde niña. Aún recuerda las tardes de domingo en el regazo de su padre escuchando a los clásicos, sintiendo el calor de la música y la chimenea. Creció a la sombra de Ella Fitzgerald y María Callas. En su memoria asocia una música a cada instante, una auténtica banda sonora de lo vivido.

En el bar en el que trabaja sirviendo bocadillos y jugos solo se escucha merengue. Ella evade su mente mientras sonríe al cliente. En su cabeza suena Summertime y las dos versiones de sus cantantes favoritas. Perdón, disculpe, me dijo mechada con queso y un pera-piña, ¿verdad?

Cristina

(Complexión fina y alma de gata. 32 años. Piel morena, ojos vivaces. Calza un impropio 39 considerando su altura. Cada vez que sale de casa, una vez pasada la llave, tiene la manía de empujar la puerta para comprobar que está cerrada)

Le habían insistido tanto en que el problema estaba en ella, que sucumbió ante la presión constante. Se lo hizo mirar y no encontró nada. Su esfuerzo por mirar entrañas adentro le valió más de un disgusto. Idéntico resultado. Pensó que todo estaba igual, en el mismo sitio, que ella no había cambiado nada. El error debía estar en los demás, no podía estar equivocada.

Con el tiempo, sus seres más queridos dejaron de indicarle. Los consejos se batieron en retirada, apenas hubo comentarios. Rumió pensamientos sin hallar una respuesta elocuente. Sin transigencia se encerró cada vez más en su propio empecinamiento.

Todo en bucle: no fue capaz de ver más allá de lo que quiso ver y acabó perdiendo el norte.

Manuela

(61 años y ojos tristes. De constitución fuerte, ancha de caderas y enorme pecho. Pelo castaño, con permanente. Su marido se enamoró de su lunar en la mejilla, hoy apenas se lo mira)

Acostumbró a su esposo y a sus hijos a servirles en todo. La mesa siempre puesta, la ropa doblada, todo reluciente… Vivía una vida ejemplar. No le importaba pasar la mayor parte del tiempo sola. Había aceptado las cosas como venían. Los domingos gustaba de ir a misa y charlar con las vecinas, aunque las conversaciones acababan en el momento en el que estas empezaban a criticarse unas a otras. No le gustaban estos temas. A ella no le interesaba la vida de nadie.

Llevaba varias semanas observando a los muchachos que se reúnen en la plazoleta de detrás de su edificio a fumar. Esta mañana decidió bajar y acercarse a ellos. Rompió el protocolo en el momento en el que les pidió una calada. El humo se coló lentamente en sus pulmones y lo retuvo unos instantes. En el momento en el que exhaló empezó a notar los primeros efectos del exceso de oxígeno y el cannabis. Sonrió.

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