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50 años después: 20 de diciembre de 1973

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En la mañana del jueves 20 de diciembre estoy dando clases en la Academia Politécnica que está a unos cien metros de la Puerta de Sol, donde entonces estaba la Dirección General de Seguridad, o dicho sotto voce, en aquel entonces los cuarteles de la Gestapo Española. Allí se detenía, interrogaba y torturaba a los sospechosos de actividades democráticas, llamadas subversivas por el Régimen de Franco.

Sobre las 9.30 de la mañana de ese 20 de diciembre de 1973, el coche oficial del presidente Carrero Blanco sigue el itinerario de llevarle a misa a la iglesia de los jesuitas a que acude diariamente a comulgar. 

El vehículo presidencial de la marca Dodge entró en la calle Claudio Coello de Madrid y allí, casi a la mitad de la misma, se produjo una tremenda explosión. En el interior del coche se encontraba el almirante franquista Carrero junto al inspector de Policía Juan Antonio Bueno Fernández y el chófer José Luis Pérez Mogena. Al disiparse el humo de la explosión no había ni rastro del coche. Se tardó tiempo en descubrir que el coche voló por los aires y cayó en el patio interior de la iglesia de los jesuitas. 

Los antifranquistas comentábamos que después de haber recibido la hostia, el almirante había volado directamente al cielo. Lo cierto es que a las pocas horas de la inicial parálisis, se desató un oleada de detenciones a diestro y siniestro, sin saber todavía si aquella explosión había sido un accidente de gas, como se dijo al principio, o un atentado terrorista, como se supo después.

En el noviembre anterior de aquel mismo año de 1973, las fuerzas policiacas del franquismo ya habían liquidado físicamente a varios militantes de ETA en los meses anteriores. Y ETA tenía decidido dar un gran golpe espectacular. Querían acertar a la primera. La ejecución del atentado en Madrid estuvo a cargo de los militantes de ETA José Miguel Beñaran, Argala; Jesús Zugarramurdi y Javier María Llarreategi. Fue una operación muy cuidadosa y arriesgada.       

El comando Txikia de ETA alquiló un piso sótano y construyó un túnel y colocó los explosivos destinados a acabar con la vida del “presidente del Gobierno”, señor Carrero, más conocido como el OGRO, como el malvado devorador de inocentes de los cuentos infantiles. El almirante y su Caudillo llevaban cuatro largas décadas al frente del Estado conquistado después de una sangrienta guerra civil en la que contaron con la ayuda de Hitler, Mussollini y la cómplice pasividad de los imperios colonialistas británico y francés.

En el Metro de Telefónicas

Yo estaba dando clases de Historia a un grupo que se preparaba para presentarse a oposiciones cuando el director propietario de la Academia entró precipitadamente en mi clase y me llevó a la oficina:

-Emilio, han matado a Carrero en un atentado.

-No digas tonterías, eso no es posible- dije yo, convencido.

-Nos lo ha dicho una tía nuestra que trabaja en los ministerios.

-Eso son rumores. Eso no es posible a estas alturas.

Y volví a mis clases, pero una hora después me lo vuelven a repetir y confirmar con más detalles. 

Al terminar las clases, pasadas las dos y pico de la tarde me dirijo al Metro de Telefónicas allí cercano para ir a mi casa y cuando estoy en las escaleras automáticas, bajando, veo que una pareja de Policía Armada (los grises), toman las escaleras en sentido contrario. Pero uno de los policías se me queda mirando y tras una indecisión sube a las escaleras automáticas tras su compañero, pero me dirige con furia la mirada sin apartar la vista de mí. Yo no me inmuto, mirando hacia adelante como si no me diera cuenta, pero estoy tenso y alerta porque si me detenían podía ser grave. Yo hacía meses que había salido de la cárcel de Carabanchel diciendo que regresaba a Canarias, pero me había quedado en Madrid en el barrio de La Elipa, donde mis padres habían comprado un piso. Y lo que parecía llamar la atención del policía era que yo llevaba pelo largo y barba, signos indudables de ser rojo o sospechoso de izquierdas entonces.   

Afortunadamente, el haber mantenido la sangre fría y no haber dado signos de miedo o alarmismo me habían salvado de momentos desagradables y peligrosos.

Ríase la gente, ande yo caliente

Al día siguiente cuando llegué a la Academia, el director y los colegas empezaron a reírse al verme. Y con razón, pues me había afeitado la barba y cortado el pelo decentemente. Lo que ellos no sabían era que yo era entonces secretario de la Zona Este de Madrid del Partido Comunista de España y no quería que por un quítame esos pelos o esas barbas me volvieran a encarcelar. Eran los tiempos duros de la Dictadura.

Según los etarras de entonces el atentado fue un tiranicidio, o sea, la ejecución de un tirano. 

Inicialmente la ETA había pensado en un secuestro, pero tras desechar ese plan que implicaba muchos riesgos, decidieron abordar otro plan que no pusiera en riesgo a la organización armada vasca. Así decidió acabar con la vida de uno de los principales responsables del franquismo. Y el haber elegido al almirante Carrero Blanco no era casual, era lógico pensando que se hablaba de él como del sucesor de Franco.

La ya visible debilidad física del viejo dictador y su decrépito estado de salud podrían acompañar a la agonía del propio Régimen, pero el OGRO Carrero representaba una formidable garantía de continuidad del franquismo sin la presencia física del caudillo. Así fue que la mayoría de las fuerzas activas y pasivas de oposición al fascismo de Franco recibieron con simpatía, sin llegar al aplauso, la muerte del almirante. 

Yo, como todos los que actuábamos clandestinamente contra la Dictadura, tuvimos que extremar las precauciones ya que todos los conocidos de la policía político-social fueron detenidos, llamados a interrogatorios o temporalmente deportados. 

La sed de venganza no se calmó, sino que duró tiempo y llegó muy lejos. Unos cinco años después, el llamado comando Batallón Vasco Español perpetró el asesinato de Argala en la localidad de Anglet, situada en Iparralde (País Vasco Norte, bajo jurisdicción francesa).

Y junto a la persecución y castigo con violencias y torturas, oficiales unas y ocultas otras de los culpables o presuntos culpables, se procedió a presentar a Carrero como un liberal, aunque estaba bien claro que el apodo de OGRO se lo tenía bien merecido. 

En la Democracia conseguida en la lucha de la Transición, los policías y torturadores franquistas no fueron depurados, sino incluso algunos como Billy el Niño fueron condecorados, mientras que las víctimas a distintos niveles del franquismo y sus represiones no han sido casi nunca indemnizados ni de hecho ni de palabra. 

Los gobiernos de la derecha del PP en la Democracia se encargaron de planchar las arrugas del pasado tenebroso. Y en el 2001 de incluir a Carrero Blanco en el listado de víctimas del terrorismo indemnizadas por el Estado. Nada menos que el Gobierno de José María Aznar incluyó su nombre en esa nómina al mismo tiempo que se negaba a considerar como víctimas de terrorismo a las víctimas del terrorismo de derecha fascista como los abertzales asesinados en guerra sucia que volvían a quedar excluidos de esa consideración.

Cierto que los que luchábamos por acabar con la Dictadura y traer la libertades a nuestros pueblos no lo hicimos por recompensas o supuestas medallas honoríficas. Pero sin duda que en algunos casos no estarían mal palabras y actos de reconocimiento.

Como es el caso vasco de Josean Lasa y Joxi Zabala, torturados y asesinados por el GAL. O el propio Corredera de Canarias. El Estado actual que lleva los cuños de Libertad y Democracia en su Constitución se ha negado reiteradamente a reconocerles como víctimas del terrorismo, alegando que fueron miembros de ETA los primeros y que el Corredera era un terrorista que pretendió asesinar a Franco durante su golpe de Estado.

Quizás esa es una tarea pendiente de los gobiernos de coalición de izquierda frente la permanente brutalidad y mentiras de las ultraderechas españolas.

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