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Los malditos cincuenta

"Cumplir cincuenta años en nuestra sociedad occidental es una maldición"

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Pasada la infancia, siempre he encontrado absurdo eso de celebrar los cumpleaños. ¿Celebrar que has vivido otro año más? La vida no es el paso del tiempo, ni tampoco la simple existencia. La vida es vivir. Pero tenemos esta obsesión de que cuanto más longeva sea nuestra vida, mejor. Borges decía que la muerte le consolaba. A mí también.

En fin, hoy he cumplido los cincuenta años y, como era de esperar, ya ha comenzado el alboroto. Todos aplauden por lo redondo de la cifra, «medio siglo», como si ésta llegara envuelta en un aura mística como papel de regalo.

Cumplir cincuenta años en nuestra sociedad occidental es una maldición. No te descartan como «viejo» (al menos públicamente), pero tampoco eres joven.

Y ya no ligas.

Durante los cuarenta, si tienes la suerte de ligar con una treintañera, no te va mal. Cuando sus amistades le preguntan por la edad de su «chico» y ella responde que cuarenta y tres, todos piensan «vale, un madurito interesante con experiencia y la vida resuelta». Puede que hasta cause cierta envidia. En cambio, si la treintañera dice que tienes cincuenta, las mandíbulas se caen y los ojos desorbitados de las amistades claman despavoridos: «¡has sido abducida por un pervertido!». Y sus padres te buscarán para asesinarte.

A los cincuenta tampoco obtienes ningún derecho especial o ventaja sobre los demás; ni con Hacienda ni para comprar un billete de metro ni para recibir un descuento en la óptica para aliviar tu presbicia. Cumplir los cincuenta es entrar en un limbo. Un limbo que dura nada menos que quince años y es en caída libre.

A los cincuenta, si todavía no has resuelto tu situación económica de cara al vertiginoso descenso hacia los sesenta y cinco que se avecina, estás jodido. Y si alguien se da cuenta de que no tienes eso solucionado, la gente te evita, no sea que además te tengan que rescatar del desamparo si te arruinas en ese tobogán hacia la jubilación (si es que te puedes jubilar para entonces). Porque si a partir de los cincuenta pierdes tu empleo o tu negocio quiebra, te conviertes en un paria. Que alguien te contrate una vez cumplido tu personal «aniversario de oro» es tan probable como encontrar un trébol de cuatro hojas.

A los cincuenta todo se simplifica de golpe. Miras tu balance, los activos y los pasivos. Compruebas si hay un equilibrio entre las responsabilidades que te quedan por cumplir (como pueden ser los hijos o la hipoteca) y tu capacidad para hacerles frente. Si tus pasivos siguen estando muy activos, tienes un gran problema.

Lo ideal sería pasar de los cuarenta y nueve a los sesenta y cinco. Así, sin hacer escala en los desesperantes limbos de los cincuenta y de los sesenta. Directos al infierno.

A partir de los sesenta y cinco eres «oficialmente viejo», no ligas y pasas aún más desapercibido (esto último no está mal del todo, a mi ver). Pero, al menos, te hacen descuento en la óptica, en el transporte público, en los viajes organizados para los «mayores» como tú y la gente te deja saltarte la fila en el supermercado por gentileza, o porque no tienes remedio y ni se molestan en decirte nada por tu caradura.

«¡A por otros cincuenta!» me desean algunos. ¿Qué demonios les he hecho yo para que me deseen semejante crueldad? ¡Deséenme una vida tan plena como sea posible!

Si me vas a desear algo, deséame que, sea cual sea el tiempo que me quede de vida, ya sean cincuenta años o cincuenta días, lo viva al máximo. Yo firmaría por unos magníficos cincuenta días a cambio de existir sólo para poder soplar velas dentro de otros cincuenta años.

Deséame tener la energía y la lucidez para perseguir sueños, aunque no los llegue a cumplir, y que me vaya tan pronto como carezca de ambas cosas como para simplemente soplar velas. Sin eso, ¿qué diablos hay que celebrar? «Ser compañía de tus seres queridos», me dijo alguien. Venga ya, no me jodas. Maldita obsesión por vivir una «vida larga». Ocupar espacio inútilmente sólo para existir. Gente que prefiere quedarse en un estado de coma existencial y además molestar a los demás.

No me repitas que tengo que cuidarme, ir al gimnasio, revisar mi corazón y no excederme con el vino y el colesterol para que el próximo año realicemos la misma estúpida liturgia.

Vino y jamón del bueno. ¿Me sugieres que coma berenjenas hervidas y beba jengibre para llegar a los ochenta? ¿Estás bromeando? ¿Hablas en serio? ¿Quieres que me ponga a pedalear en una bicicleta estática mientras por los altavoces suena reguetón y a mi lado una veinteañera con trasero firme hace «spinning», en lugar de estar disfrutando de un buen vino mientras leo El siglo de las luces? El trasero firme de la veinteañera está bien, pero ella siempre pasa por delante de la terraza donde bebo mi copa de vino y leo a Carpentier y a otros. Así que no, me ahorro el pedaleo hacia ninguna parte y la tortura de escuchar el estribillo de moda sobre cómo hacer para que una chica «perree sabroso, miamol».

Si me vas a hacer un regalo, que sea una buena botella de vino (preferiblemente un Rioja) o pregúntame cuál es el título del libro que me gustaría tener (tener, sí, porque probablemente no voy a leerlo ya que tengo una pila de obras esperándome, pero me gusta tener todos aquellos ejemplares que probablemente no llegaré a leer).

No me «felicites». No es mérito mío existir. Mañana podría caerme un ladrillo o un bote de cemento desde un andamio mientras camino hacia el maldito gimnasio que me recomendaste para vivir más tiempo, y ambos habríamos hecho el idiota. 

Hoy he cumplido los cincuenta y si vas a felicitarme por algo, que sea por otra cosa. Incluso por tener la suerte de que aún me aguantas, algo que sin duda no merezco.

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