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El verdadero final, levemente erótico, de la Bella Durmiente

Juan Capote

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A la Bella Durmiente le resultó extraño que el Príncipe se empeñara en escogerle su propio traje de boda, pero no le dio importancia. Sin embargo empezó a preocuparse cuando, en la noche nupcial, él dedicó más tiempo a criticar el decorado de la habitación que a dejarse ensartar por las flechas de Cupido. A partir de ese momento ya no le asombraron las peculiaridades que tenía el carácter de su marido, así que acabó acostumbrándose a verlo retocar los jarrones de las flores, escoger las cortinas, esmerarse en sus perfumes y manejar a la perfección el idioma de los abanicos. Su vida amorosa era más bien relajada y de baja frecuencia, algo que no concordaba con la idea previa que tenía ella de la voluptuosidad marital. Se consolaba pensando que su marido era una persona muy sensible y que su concepto previo del amor se debía a su falta de experiencia: como es sabido, antes de conocer al Príncipe, la Bella tenía un virgo tan duro y limpio que hubiera tenido cabida en un locero.

La preocupación empezó a diluirse poco a poco, hasta casi desaparecer, cuando súbitamente se apoderó de ella otro sentimiento: la consternación. Un día en el que, como otros, el Príncipe desapareció en el amplio palacio para dedicarse a cambiar muebles o a dar órdenes a la servidumbre para que extremara la limpieza, mientras ella dormía la siesta, una actividad que ejercitaba con el rigor propio que da el buen entrenamiento, la Bella se despertó indispuesta y subió corriendo a sus habitaciones para aliviar su desasosiego interno. Lo primero que vio al entrar fue aquella uña de color carmesí, al extremo de un pie anguloso y nervudo sobre el que se encontraba un pincelito. Con su mirada empezó a recorrer de manera ascendente el pequeño instrumento, otras uñas también pintadas, unos dedos, una mano, un brazo, un hombro y, finalmente, una cara idiotizada en la que, a pesar del maquillaje, de los labios pintados a tono con las uñas y del cuello alzado del traje que ella usó en sus nupcias, pudo reconocer a su marido…

La situación se resolvió de manera previsible: gimió ella, el lloró, lloró ella, el gimió… coquetamente. Después ambos, evitando el enfrentamiento de sus ojos, dejaron deambular sus miradas por la habitación y, mientras ella estaba asimilando las circunstancias, él caía en la cuenta de que el color de las cortinas era incompatible con el del raso de la cheslón.

Fue una suerte que las neuronas de la Bella hubieran estado cien años de reposo, porque eso le permitió hacerse cargo de la situación de manera inteligente y generosa. Comprendió que el príncipe había sido un ser con falta de afecto y que, al fin y al cabo, la había devuelto a la vida. El amor que nunca había existido se convirtió en una relación en la que ella se dejó llevar, cada vez más, por la ternura hacia aquel ser especial que progresivamente la invadía. Empezó por dejarle sus maquillajes para a continuación permitirle usar sus zapatos de tacón, sus trajes y hasta su ropa interior. Y a petición y para deleite de él, tampoco tuvo inconveniente en cambiarle el nombre. A partir de ese momento, el antiguo Príncipe solo giraba coquetamente su cuello cuando lo llamaban Princess. A la Bella le resultó curioso que la servidumbre no mostrara ni el menor síntoma de extrañeza cuando las veían a las dos juntas. “Al fin y al cabo en un lugar donde una joven puede dormir cien años, cualquier cosa puede parecer normal”, pensó.

Por las noches, en la cheslón, Princess solía apoyar la cabeza en el pecho de la Bella quien a su vez acariciaba con ternura su cuidado y sedoso pelo. Luego la llevaba a la cama y la dormía junto a sí meciéndola y besándola. La que fuera Príncipe, embriagada del perfume de su amiga, admiraba su blanca y dulce piel que a veces recorría con sus dedos casi sin tocarla, solo sintiendo el calor que cada día que pasaba parecía ser más intenso.

Una velada sin luna, en la que Princess parecía más desprotegida que nunca, la Bella se esmeró en sus caricias y besos. A partir de entonces dejaron de existir rincones prohibidos, cortapisas a la voz y límites a la intensidad. Se desató una embriagadora catarata de sensaciones que bañaba sus cuerpos femeninos sometidos al olor de hembra y a la atracción por ese instante lleno de vacío.

Sin embargo, pasado un tiempo ambas se dieron cuenta de que les faltaba algo, casi en el mismo momento. Hablaron largamente acerca de que su felicidad se vería colmada con la presencia de una criatura y acordaron tomar una decisión. Parecía claro que la medida pasaba por depositar una simiente en las entrañas de la Bella, pero en ellas el concepto penetración era inexistente para sus cuerpos e impensable para sus mentes. Además Princess sentía verdadero horror a considerarse como un padre, así que sin quererlo se adelantaron varios siglos a lo que después se conoció ampliamente como inseminación artificial. Obviamente el método era artesanal pero más que una operación casera pasó a ser una maniobra cuadrera, ya que esta se realizó en un discreto rincón de los establos y el donante escogido resultó ser el más bello y fornido de los palafreneros, poseedor de amplia sonrisa y salud de hierro.

La extracción la realizó Princess, mientras la Bella esperaba tendida sobre una cama de limpia paja. Durante la maniobra, mientras sujetaba y agitaba el notable instrumento del apolíneo mozo de cuadras, ella empezó a sentirse turbada. ¿Le estaba gustando verdaderamente aquello? ¿Se había equivocado de camino? La salida del borbotón de simiente disipó sus pensamientos que desaparecieron mientras corría a depositarlo en la generosa y amplia puerta de su amada. Después se abrazaron y se besaron ante la lánguida mirada de un viejo caballo.

Para beneplácito del palafrenero la operación no funcionó en la primera ocasión y hubo que repetirla varias veces, durante las cuales Princess pensó sucesivamente que desatascaba una tubería, batía unos huevos a punto de nieve o bruñía el cetro real. Por fin, a la quinta, ella terminó por reconocer que realmente le gustaba interpretar con aquel instrumento, ora como zambomba, ora como clarinete, y convenció a la Bella para que permitiera realizar la maniobra a diario. Es más, cuando la futura madre tuvo la primera falta, el antiguo Príncipe insistió en seguir con el procedimiento alegando que era para asegurar el embarazo. Sin embargo cuando los síntomas de gestación fueron notables y tras una discusión de la pareja, promovida por la obstinación de Princess en mantener la producción seminal, orgullosa de su virtuosismo en la práctica ejecutoria, el palafrenero fue enviado a cuidar de las yeguas reales en sus pastos de invierno. Para Princess el resto del embarazo transcurriría en un ambiente melancólico, que solo se disipó cuando tomó la decisión de diseñar una pomposa cuna blanca, con faldones y lazo de cabecera de color rosa, en la que esperaba arrullar a los sucesivos miembros de una amplia prole.

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