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‘Roberto, Chachín y Quico’

Juan Capote

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He visitado varias veces la Caldera de Taburiente y guardo un especial recuerdo de una de aquellas excursiones. En octubre de 1987 yo estaba recién llegado de una estancia en Inglaterra y tenía muchas, muchas ganas de entrar en el Parque Nacional, sobre todo después de saber que, aparte de mí, el grupo de visitantes solo estaría integrado por Quico Concepción, Chachín Arocena y Roberto Amador. El núcleo duro de la sabatina, formada por un grupo de amigos que todos los sábados nos reuníamos para ver cómo Quico y un número de avezados alumnos pintaban, mientras el resto servíamos la copas, ayudábamos a cargar el material y nos partíamos de risa.

Tras la tradicional parada para almorzar en el Valle de Aridane, subimos a Los Brecitos contentos e iluminados por el riego con el que mojamos el ágape. Cuando quedaban escasamente un par de kilómetros para llegar, comprobamos que una chica, sin duda extranjera y con aparatosa mochila en la espalda, subía a un paso cansino aquella empinada cuesta, en nuestra misma dirección. Tras descargar el coche Quico, haciendo un aparte, me dijo en voz baja:

-Ya verás cómo la rebujina la va a buscar.

Efectivamente, casi enseguida Roberto se dirigió a mí:

-“Josechu, baja conmigo que esa chica es extranjera y tú eres el único que la puede entender”

No es que mi amigo el pintor fuera un adivino. Tanto él como el resto conocíamos suficientemente el carácter de Roberto: era un ser lleno de generosidad y compasión, cuya humildad le impedía ser consciente de ello. Sus virtudes eran naturales, tan sólidas como los aquellos riscos que estaban a punto de envolvernos. Si no la ayudábamos la iba a coger la noche en medio del sendero y eso nuestro amigo no lo iba a permitir.

Así pues, descendimos para subir a la veinteañera, quien se identificó como alemana y, una vez llegados al encuentro con nuestros amigos, nos metimos en el camino hacia Taburiente. Era muy flaca y poco agraciada; un tanto cándida, con aspecto de buena persona. Desde el inicio del trayecto ella, junto con Chachín, puro en boca, pusieron una marcha de más por lo que se adelantaron con facilidad. Bajábamos y subíamos pequeños barrancos que olían a resina de pino así que, pese a llevarnos cierta distancia, a veces confluíamos en las cimas contiguas.

En una de aquellas ocasiones nuestro predecesor nos gritó:

-“¡Es de las nuestras!”

Me preguntaba cómo pudo entenderse con ella porque nuestro amigo solo hablaba español, idioma que la muchacha desconocía por completo. Entonces me acordé de una anécdota ocurrida el año anterior. Como era habitual, a final del verano arribó un velero que venía con una familia alemana a bordo, rumbo a América. Normalmente en el Club Náutico eran acogidos y se les permitía usar sus instalaciones, así que pronto los niños viajeros estaban jugando con los del Club, entre los que se encontraban los hijos de Quico. Coincidieron aquellas fechas con el cumpleaños de Gonzalito, el más pequeño de todos, por lo que fueron invitados los infantes alemanes y con ellos sus padres. Al día siguiente había expectación en la barra del Náutico. Estábamos todos intrigados acerca de cómo Quico, que no hablaba sino español, podía haberse comunicado con el teutón que no tenía ni idea de nuestro idioma. Al llegar el pintor nos arremolinamos en su entorno y fue Roberto quien preguntó:

-“¿Pudiste entenderte con el alemán?”

-“Hasta la tercera botella de vino no”, contestó Quico con convicción.

En todo caso estábamos intrigados por lo que le había dicho la alemana y al llegar a la casa de Taburiente nos apresuramos a interrogar al fumador. Nos explicó que, seguramente ayudado por la ingesta líquida del almuerzo, le había podido preguntar si no le asustaba que se hiciera de noche en la vereda, a lo que ella respondió llevándose la mano al pecho mientras pronunciaba la palabra “Jesús”. Se sentía bajo su protección divina.

El caso es que al encontrarnos la muchacha había caído de pie. Pudo alojarse, desayunar y cenar con nosotros. El resto del día, para nuestra comodidad y preocupación, desaparecía con intención de caminar sobre aquellas inseguras veredas. La verdad es que nos caía bien e incluso, después de la tercera jornada allí dentro, nos parecía un poquito más guapa.

El cuarto día la despedimos después del desayuno y empezamos a recoger el material para dirigirnos al fondo del amplio barranco de Taburiente. Caminamos por una ancha vereda a cuya derecha transcurría el cauce del agua. A la izquierda, el pinar se desparramaba desde la cumbre llenando la zona de acículas que se acumulaban creando un cómodo colchón. Después de ayudar a Quico con sus preparativos, Chachín y yo nos desplomamos sobre el mullido camino aprovechando como almohada un pequeño desnivel cubierto de pinillo. Mirábamos al cielo y a las copas de los árboles empapados del aroma que exhalaba el sempiterno puro de mi amigo. La noche anterior había sido pródiga en libaciones y seguíamos una norma, establecida mucho tiempo antes, por la que no podíamos beber hasta la una. El seguimiento era a rajatabla, solo que los domingos nos regíamos por la hora peninsular.

Quico, disciplinado a pesar de que compartía la previsible incomodidad estomacal, preparaba el apunte del que luego, en su estudio, saldría uno de sus grandes cuadros. Roberto, hombre desinquieto donde los hubiera, bajó a explorar el solitario barranco. Toda la caldera era solo nuestra y dos la contemplaban desde la posición horizontal mientras que un tercero se esforzaba a pie derecho en su tarea y el cuarto corría y se encaramaba como un gamo, a pesar de estar a punto de cumplir los sesenta. Quico, envidioso de nuestra comodidad, empezó a provocarnos.

- “Miren qué lejos llega Roberto”, dijo sin dejar de mirar a su cuadro.

Silencio, solo roto por el ruido del agua y una casi imperceptible calada de puro.

Un rato más tarde, volviendo su cabeza hacia nosotros insistió.

- “Miren, ahora la rebujina se acaba de subir a una piedra.

Nuevamente silencio en el triclineo romano.

La tercera vez ya el pintor paró su ejercicio artístico y se giró completamente hacia nosotros.

-“¿Pero es que no se van a levantar a mirarlo?”

Entonces Chachín abrió la boca para expresarse con rotundidad:

-“¿Levantarnos, para que nos quiten el sitio?”

Roberto nos acaba de dejar y de aquel instante, que tal vez hubiera pintado Anelio, solo queda mi cuerpo yacente sobre la vereda, el eco de una graja y quizás la sombra de un caballete.

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