Es costumbre. Me refiero a eso de abrazarse uno. Una vieja rutina que no está mal en principio, aunque va perdiéndose la idea fundamental de semejante gesto que no es otra que significar con él la unión, el afecto y la transferencia de calor humano en épocas de frío o desaliento. El abrazo se empezó a cambiar por besos. Uno o dos o tres, según la cultura; en la frente en los pómulos o en la boca, según la relación directa o indirecta de quien los da y quien los recibe. El beso parece más cálido, más íntimo que el abrazo, pero eso es un error, porque un abrazo encierra muchos mensajes si es bien dado y bien recibido. He visto abrazos raros en determinados momentos como congresos, mítines, subida y bajada de banderas, campeonatos de golf o ferias de ganado. La gente, llena de euforia por razones distintas, se abraza con gozo y aparente sinceridad. Pero no. No es verdad, y a las pruebas me remito: acabado el encuentro, los ponentes se destripan, los rivales se despellejan y los ejércitos se atacan. Lo cierto es que también he visto lo contrario: abrazos largos, sentidos, hermosos. Abrazos capaces de hacerte luminoso el día y llenarte de fortaleza el alma.
En circunstancias y fechas concretas como muertes, bautizos, cumpleaños, y demás fiestas de guardar, el ritual del abrazo parece tener un lugar preferente en nuestras vidas. La Navidad es una de ellas. Yo, a partir de la semana que viene empiezo a preocuparme por ello. Ya saben: el que te escribe y recuerda no sé qué abrazo que compartió contigo en la primavera de Praga; la que bailó sevillanas a tu lado en un festival andaluz recordando el día en que Andalucía dejó de ser andaluza renunciando a su independencia; la tarde que fuiste a una manifestación en defensa del lobo ibérico en campos aragoneses con multitudes enfervorecidas que clamaban por la muerte de Caperucita, su abuela y los malditos cazadores que pueblan nuestros campos mientras te abrazaban con fervor; el que te ofreció amor eterno y al llegar el invierno voló con otras alas y, en resumen, tantas ofertas que ya no sabes dónde colocarlas. Aquellos tiempos no van a volver y tú lo sabes, pero aún te queda la nostalgia de tanta caricia bien repartida.
Los recortes de prensa, saludos de cartulina y mensajes con música y trompetas nos llegan estos días desde diferentes latitudes. Todos esos seres humanos desperdigados y doloridos vienen a tu encuentro, te llaman, te escriben y te desean lo mejor por estas fechas. Y yo me pregunto: ¿Merecemos este dispendio de besos, abrazos y polvorones? ¿Sabrán quienes lo hacen lo que eso significa en tu memoria? Creo que no. Nadie piensa cuando lo hace que eres una niña pequeña buscando el calor de la abuela sentada en su falda, la cabeza posada en su pecho, las manos enredadas a su cuello. Nadie piensa que eres aún esa adolescente desequilibrada y violenta que no encuentra rama donde descansar; que has ido envejeciendo, poco a poco, buscando hijos desaparecidos o muertos; que no crees en casi nada y las calles te parecen cada vez más vacías a pesar del tumulto; que tienes miedo a lo que se nos viene encima y desde hace tiempo sobrevuela sobre nuestras cabezas. El abrazo, entonces, se queda ahí, suspendido en el aire, a la espera de alguien que quiera recibirlo y sentirlo.
Esa es la realidad: el calor de un abrazo debería entibiar la Navidad y no hay tienda ni objetos en ella que puedan hacerlo mejor que ese ademán de levantar los brazos, hacerlos vibrar como un aleteo de pájaro y llevarlos directamente a los hombros y a la espalda de un cuerpo ajeno al tuyo. El secreto consiste, precisamente, en saber hasta qué punto ese testimonio puede hacer cambiar el mundo y, cuando lo haces, tener bien claro que es para transmitir y regalar lo mejor de uno mismo. El resto de ofrendas son guirnaldas, papeles de celofán, bolas de cristal y luces de colores que se lleva un mal viento en cuanto te descuidas; mentiras que hemos inventado para no sentirnos tan solos y abandonados cuando podría habernos salvado esa sencilla muestra de cariño.
Elsa López