Me da igual

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Me daría igual quién ganara las elecciones, de verdad, siempre que la persona que ganara cumpliera el juego democrático y su programa. Que esas encuestas de valoración subjetivas de los partidos políticos que proliferan justo antes de las elecciones desaparecieran para usar valoraciones objetivas que relataran los porcentajes de ejecución por sectores: en sanidad, en educación, en economía...para poder ver la evolución y la verdadera mejora trasladada al día a día. ¿Estamos cambiando algo? ¿avanzamos? ¿esos cambios se traducen en que vivamos mejor como sociedad? ¿nuestros representantes nos gestionan mejor?

Estamos acostumbrados a comprar y a valorar una compra hecha a distancia una vez que llega el producto o servicio. (Nota aclaratoria: Las redes sociales sirven también para hacer comparativas). No nos tiembla la mano, si no nos gusta algo, o el producto que nos llega no es lo que compramos, lo devolvemos o le ponemos una flamante única estrella de descontento. Pues eso. Si al votar, después de votar, resulta que el ‘servicio’ no es lo que hemos comprado, deberíamos poder valorarlo. Eso, en esencia, es, en el marco de nuestro derechos y deberes, lo que hacemos en democracia. Votar, pero cada cuatro años, aunque no de forma continua durante cuatro años.

Además, por si fuera poco, votamos según nuestra percepción o nuestra escala de valores. Seamos honestos, tenemos poca memoria o leemos poco y además nos dejamos llevar por el marketing por lo que estas valoraciones son algo así como por impulso (Ayuso o Trump lo saben bien. Lo tienen claro). Ojalá desterrásemos los sondeos para votar en “evaluación continua” y vinculante. Ideal, ¿verdad?, pero no tan fácil.

Realmente, me daría igual quien ganara, si el sistema democrático sí nos permitiese ser una democracia coherente y participativa. No este ejercicio pasivo que tenemos, en los países en los que tenemos la posibilidad, claro. Un sistema en el que realmente sepamos a lo que aspiramos cada cuatro años. En el que se valoren los resultados más allá del marketing engañoso. Y desde luego, más allá de las “opciones políticas” entrecomilladas que no tienen ni programa electoral. Que son el colmo de lo grotesco, lo vacío y desde luego nada democráticos.

De verdad, me daría igual el partido. Me daría igual si el juego político fuese limpio, coherente, leal incluso con el rival demócrata. Donde la mentira y la corrupción no existieran, o, por lo menos, no se hiciese la vista gorda.

Me daría igual, si con ello olvidásemos el postureo inútil, la gresca continuada, las notas de prensa traicioneras para llamar la atención, pero faltas de verdad, los bombos mediáticos, la escenografía, el no pedir disculpas, de no rectificar...no dimitir cuando toca. Me daría igual, si así ganásemos en dignidad, en contenido, en nivel de vida y bienestar. Me daría igual quien ganase las elecciones, porque todos defenderíamos el bien común, no el ganar por ganar, sino el ganar para liderar bien.

¿Es una utopía exigir que si se anuncia algo, se tendría que cumplir? ¿Que si se hacen proclamas, que sean verdad? Cuando un cargo público anunciase su carta de Reyes Magos, luego tendría que luchar por conseguirlo, sin pausa. La acción es anunciarlo y planificarlo y la reacción, hacerlo. No es útil ni ético hacer anuncios sin intención o posibilidad y luego culpar a otros por incumplimiento (¿alguien ha dicho eliminar los impuestos?). Grandes promesas que saben que no podrán cumplir cuando llegan al poder. Todavía recuerdo con dolor aquella promesa electoral de Rajoy de no abaratar el despido para generalizar, solo cuatro meses después, a solo 20 días la indemnización por año trabajado.

No me malinterpreten. Evidentemente prefiero que gane mi partido, afín a mis creencias de izquierdas y escala de valores, pero sin olvidar que deberíamos votar al proyecto, al programa, a la perspectiva de transformación de la vida en algo mejor, a la capacidad de resolución de problemas y no a la imagen pública que tengamos del candidato/a. Porque, además, en nuestro sistema democrático, los que ganan deben gestionar. Pero los que pierden, tienen el deber de fiscalizar y esto debería ser suficiente para caminar por un camino más o menos derecho, sin bloqueos, porque lo que queremos es avanzar como sociedad... ¿o no?

Dicho eso, tenemos un sistema imperfecto. Imperfecto, pero enmarcado en la Constitución de 1978. Y sí me preocupa esta falta de espíritu democrático, me preocupa sobremanera que vayamos más allá: la no renovación del Tribunal Constitucional que según esta Constitución es competente para dictaminar si nuestras leyes son constitucionales. Con lo que peligra saber si nuestras últimas leyes son constitucionales, o si una futura ley que regulase la libertad de circulación ante una pandemia, el (esperable) tope de precios en la cesta básica de alimentación, o la nacionalización de eléctricas son constitucionales o no.

Si no hay cúpula en Justicia, ¿quién va a defender nuestros derechos cuando las eléctricas suban los precios más allá de lo razonable mientras se reparten dividendos? ¿interpretarán si es constitucional unos jueces conservadores, progresistas o ninguno?

No se distraigan. No tiene nada que ver con el enfrentamiento político PP-PSOE, sino con cumplir la Constitución que en su art. 159.1 dice literalmente: “El Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial”. 

Pues bien, la propuesta de los dos últimos miembros está bloqueada en el Consejo General del Poder Judicial (sin renovar tampoco) por una mayoría conservadora con lo que no hay acuerdo. Y a mi entender, la elección de estas plazas vacantes está fijada en la Constitución para garantizar un cierto equilibrio entre interpretaciones de la ley con perspectiva conservadora o progresista.

Lo cierto es que ya hay demasiadas plazas vacantes en la cúpula de la justicia española, que no se han renovado desde 2019 por bloqueo de la derecha. Incluso el presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, ha reconocido que la situación es insostenible en la apertura del año judicial hace unos días. Y entonces, y ya iba siendo hora, ya no me da igual. Porque esto va más allá de una democracia imperfecta. Al no renovar en tiempo y forma, entiendo que se ha roto la convivencia, la normalidad parlamentaria y la justicia democrática. Y si eso es así, ¿qué nos diferencia de una república bananera? Y esta situación no nos puede dar igual porque ahora, ¿qué garantías tenemos para nuestros derechos constitucionales?

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