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Estado de perplejidad

El asombro nos conduce a la curiosidad y la curiosidad a la búsqueda. El conocimiento es el punto final. Es la llegada al lugar donde las cosas aparecen ya resueltas y tú te quedas con el asombro del comienzo, pero ahora ya desveladas las incógnitas que te llevaron a la búsqueda. Conocer los resultados, saber las razones del misterio, son las claves fundamentales para llegar a una meta llevados por los caminos del razonamiento. La perplejidad es un estado de suspensión temporal de nuestra mente. Estamos parados contemplando un acontecimiento sin haber llegado a calificarlo. Contemplamos el caso en sí, en su presencia inmediata, sin fijarnos para nada en sus efectos o en sus causas. Es una constatación sin calificación posible. Nos atenemos a la presencia de un hecho o de un objeto, pero sin llegar a etiquetarlo. “Estoy perpleja”, “Me dejas perpleja”, “Me tiene perpleja”, son frases que repetimos con frecuencia. Las decimos muchas veces sin saber lo que decimos, pero su uso nos ha llevado a utilizarlas con precisión.

“Estar perplejo” es un estado de nuestra mente parecido a la admiración. Pero, así como la admiración exige una cierta corrección por parte del objeto y no admiramos lo que no respetamos o no calificamos como un bien físico o moral, la perplejidad se produce ante determinados objetos o situaciones sobre las que aún no hemos emitido un juicio concreto. En un estado de perplejidad la situación es distinta a lo que sentimos en estado de admiración puesto que podemos quedarnos perplejos ante lo que calificamos de feo, desagradable o inmoral. La perplejidad pertenece a un estadio en el que nos enfrentamos a un determinado elemento que puede parecernos bueno o malo, indistintamente. Nos dejan perplejos las situaciones admirables que nos resultan beneficiosas y amables al igual que nos dejan perplejos los momentos dañinos o casos éticamente deplorables. Estar perplejo no significa ignorar; significa haber entendido y hacer que con el conocimiento nazca en nosotros ese estado mental por el que nos colocamos ante las cosas con la certeza de conocerlas, entenderlas y poder participar de lo que significan. Podemos admirarlas o despreciarlas en sí mismas, pero no estamos fuera de ellas; no las ignoramos, las comprendemos y de esa comprensión pueden surgir diferentes consecuencias. En cualquier caso, no es un estado de equilibrio; más bien es una situación inquietante, desequilibrada, en la que el ánimo se siente perturbado y a la espera. La perplejidad es la antesala de una reacción física y, posteriormente, ética. La perplejidad es el resultado de ese momento en el que abrimos la boca y nos quedamos quietos frente a la vida y sus circunstancias sin atrevernos a actuar, sin saber cómo actuar, sin hacer un solo gesto que nos delate.

Es una situación absolutamente inquietante. Desconocemos lo que nos acecha, ignoramos el destino que nos aguarda, tememos el futuro y, más que temerlo, nos preocupa, es decir, nos ocupamos de él antes de que llegue y vivimos alerta por lo que pueda sucedernos. Y tenemos miedo. Un miedo oscuro y difuso, pero miedo al fin y al cabo por no entender lo que ocurre y porque lo que ocurre nos asusta al no entenderlo. Esa es la verdad. Estamos perplejos en estos momentos lo que significa que estamos inquietos por lo que pueda sucedernos de ahora en adelante. A mí, concretamente, me tiene perpleja el gobierno al que adivino sin rumbo; perpleja los científicos que explican teorías varias sobre el comportamiento del virus; perpleja los ciudadanos que parecen olvidar con excesiva frecuencia y velocidad el miedo y la muerte de sus vecinos; perpleja escuchar noticias sobre la muerte y la soledad de los ancianos que mueren olvidados en sus casas; perpleja ante los términos usados por el sistema para hablarnos del futuro. “Nueva normalidad”. ¿Y eso qué es? ¿Quiénes somos normales y cómo comportarnos para parecerlo? ¿Dónde está la normalidad antigua? ¿Qué significan esas palabras, a dónde nos conducen, qué tienen de novedad? ¿Se da por descontado que ya nunca volveremos a ser lo que éramos, a vivir como vivíamos, a comportarnos como lo hacíamos hace unos meses? Perpleja, sí, al saber que ni los síntomas ni los efectos de esta pandemia son necesariamente los que nos dijeron que eran y que, incluso, podemos llegar a morirnos sin tener un solo síntoma de los ya conocidos. Mascarillas sí, mascarillas no; no me toques; no me abraces, dame un codazo ridículo y vuélvete a casa, a tu soledad y a tu confinamiento social y, tranquila, porque yo, el sistema, te vigilo, te cuido, te protejo, te alarmo y dejo de alarmarte cuando lo crea conveniente. Y a todo esto, los ciudadanos no se dan cuenta de lo que han llegado a convertirse: seres sin empatía, sin descargas emocionales, sin conceptos claros de la realidad, sin sentimientos para el dolor ajeno. Alguna vez nos llega una foto que nos recuerda cómo éramos antes: unos niños detrás de una mampara de cristal diciendo adiós con sus manitas a los abuelos que se alejan de sus vidas quizá para siempre o una anciana que se niega a ser presa del miedo o la enfermedad que viene a ser lo mismo y proclama a gritos su derecho a vivir. Y muchas historias más.  Mientras tanto, los verdaderos culpables de esta pandemia se escurren entre las cortinas de su imperio sonriendo ante tanta locura que llena de oro una vez más sus arcas. Y los demás, miramos, vemos y escuchamos perplejos cómo crece y se afianza una vez más tanta basura, tanta hipocresía y tanta orfandad.                       

Elsa López 26 de mayo de 2020

El asombro nos conduce a la curiosidad y la curiosidad a la búsqueda. El conocimiento es el punto final. Es la llegada al lugar donde las cosas aparecen ya resueltas y tú te quedas con el asombro del comienzo, pero ahora ya desveladas las incógnitas que te llevaron a la búsqueda. Conocer los resultados, saber las razones del misterio, son las claves fundamentales para llegar a una meta llevados por los caminos del razonamiento. La perplejidad es un estado de suspensión temporal de nuestra mente. Estamos parados contemplando un acontecimiento sin haber llegado a calificarlo. Contemplamos el caso en sí, en su presencia inmediata, sin fijarnos para nada en sus efectos o en sus causas. Es una constatación sin calificación posible. Nos atenemos a la presencia de un hecho o de un objeto, pero sin llegar a etiquetarlo. “Estoy perpleja”, “Me dejas perpleja”, “Me tiene perpleja”, son frases que repetimos con frecuencia. Las decimos muchas veces sin saber lo que decimos, pero su uso nos ha llevado a utilizarlas con precisión.

“Estar perplejo” es un estado de nuestra mente parecido a la admiración. Pero, así como la admiración exige una cierta corrección por parte del objeto y no admiramos lo que no respetamos o no calificamos como un bien físico o moral, la perplejidad se produce ante determinados objetos o situaciones sobre las que aún no hemos emitido un juicio concreto. En un estado de perplejidad la situación es distinta a lo que sentimos en estado de admiración puesto que podemos quedarnos perplejos ante lo que calificamos de feo, desagradable o inmoral. La perplejidad pertenece a un estadio en el que nos enfrentamos a un determinado elemento que puede parecernos bueno o malo, indistintamente. Nos dejan perplejos las situaciones admirables que nos resultan beneficiosas y amables al igual que nos dejan perplejos los momentos dañinos o casos éticamente deplorables. Estar perplejo no significa ignorar; significa haber entendido y hacer que con el conocimiento nazca en nosotros ese estado mental por el que nos colocamos ante las cosas con la certeza de conocerlas, entenderlas y poder participar de lo que significan. Podemos admirarlas o despreciarlas en sí mismas, pero no estamos fuera de ellas; no las ignoramos, las comprendemos y de esa comprensión pueden surgir diferentes consecuencias. En cualquier caso, no es un estado de equilibrio; más bien es una situación inquietante, desequilibrada, en la que el ánimo se siente perturbado y a la espera. La perplejidad es la antesala de una reacción física y, posteriormente, ética. La perplejidad es el resultado de ese momento en el que abrimos la boca y nos quedamos quietos frente a la vida y sus circunstancias sin atrevernos a actuar, sin saber cómo actuar, sin hacer un solo gesto que nos delate.