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Verano, pantallas y memoria: ¿qué estamos dejando pasar?

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Con la llegada del verano, en La Palma como en tantos otros rincones, cambian las rutinas. El curso escolar termina, las actividades se reducen, los días se alargan y muchas familias respiran… o al menos, lo intentan. Porque el verano, aunque se nos venda como época de descanso, suele venir cargado de contradicciones: más tiempo libre, pero también más cansancio acumulado; más oportunidad de compartir, pero también más necesidad de desconectar.

Y ahí entran las pantallas.

No se trata de demonizarlas. Las pantallas son parte de nuestra vida. Informan, entretienen, ayudan. Pero cuando se convierten en el recurso principal —o único— para acompañar a la infancia y adolescencia durante las vacaciones, quizá deberíamos preguntarnos qué estamos perdiendo en el camino.

En verano, cuando los horarios se desdibujan y la energía flaquea, recurrir a una tablet o una serie parece una solución práctica. Y lo es. Pero también es una solución que —sin querer— nos empobrece si no la cuestionamos. Porque lo que se juega en esas horas no es solo entretenimiento: es memoria, identidad y posibilidad narrativa.

¿Qué tipo de recuerdos construyen nuestras hijas e hijos si el verano se convierte en un scroll infinito? ¿Qué pasa cuando la experiencia de la vida se da casi exclusivamente a través de una pantalla?

Hay algo que no podemos olvidar: la infancia no necesita solo estímulos. Necesita conexión, presencia, aburrimiento creativo, exploración sin guion.

Elsa López escribió que “la memoria se alimenta de lo que no se olvida”. Y no se olvida un cuento leído bajo una higuera, ni una conversación mirando las nubes. No se olvida un dibujo sin instrucciones, ni una caminata sin rumbo.

Sí, las pantallas pueden estar. Pero no deberían ocuparlo todo. Porque cuando lo hacen, desplazan algo más profundo: la capacidad de crear, de jugar, de sostener la frustración, de construir vínculos reales.

Y lo preocupante no es solo lo que las criaturas hacen con las pantallas, sino lo que no pueden hacer por pasar tanto tiempo frente a ellas. No juegan, no exploran, no se aburren. Y sin esos espacios vacíos, la creatividad —y con ella, la identidad— se resiente.

Desde La Palma, una isla que sabe de historias contadas y de silencios que gritan, propongo que miremos el verano como una oportunidad: no para controlar, sino para permitir. Para ofrecer a la infancia algo que las pantallas no pueden dar: experiencias compartidas, vivencias propias, memorias que sí se quedan.

Porque si algo nos enseña esta tierra es que no todo lo valioso se ve a simple vista. A veces basta con bajar el volumen, salir de casa, y abrir espacio para que ocurra lo inesperado.

Y ese, quizás, es el mejor regalo que podemos hacer este verano.