Uno puede llorar porque se ha ido o puede sonreír porque ha vivido; uno puede rezar para que vuelva o sentirlo en todo aquello que ha dejado… Pero han pasado los días y creo que no me he resignado al hecho triste de su adiós. Tal vez por eso, siento una inmensa pereza a la hora de escribir, y el café no es latigazo suficiente para ayudarme a encontrar las palabras adecuadas que me permitan navegar por esta página en blanco y acercarme a los recuerdos de juventud y a las raíces de nuestra amistad.
Sé que son muchos los amigos a los que la noticia de su fallecimiento dejó atónitos: Muere el árbitro Pedro Hernández Cabrera emblema del baloncesto canario y nacional; uno de los grandes referentes del arbitraje español en los años 80; el árbitro palmero precursor de un nuevo estilo de arbitraje; la clasificación del combinado español priva a Hernández Cabrera de la oportunidad de pitar la final en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles 1984. Aun así, sería considerado por algunos medios especializados como el mejor árbitro del mundo.
Ante la magnitud de su figura los elogios nunca son adulación. Pedro “Perico” o Pedro “Pívot” que, con sólo 21 años, llegó a la élite del baloncesto nacional, dirigió cuatro finales de copa y luego, en el campo internacional, nos deleitaría pitando una final de la Copa de Europa y participando en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles. Hernández Cabrera fue distinguido con la Medalla de Oro de su isla natal, y reconocido por el Consejo Superior de Deportes con la Medalla de bronce al Mérito Deportivo, tras una carrera que le llevó a estar presente en los campeonatos más prestigiosos del mundo. No le gustaba el avión, pero no sin esfuerzo y, en una lucha permanente consigo mismo, se sobreponía a la frustración de no querer volar visitando, más de una vez, al menos cuatro continentes. Ejemplos, la Copa del Mundo Femenina disputada en Brasil; el Campeonato Panamericano de Caracas; la Copa Panáfrica en Rabat; y junto a las Finales citadas al principio, los campeonatos de Europa (en Munich y la Coruña), y el Campeonato de “Naciones”, celebrado en Italia, concretamente en Turín y Ancona. Todo lo hacía con la humildad de quien, desde abajo y habiendo nacido en una esquinita del mundo, había conseguido penetrar en las entrañas del baloncesto hasta saborear su esencia. Lo sé, porque le conocí, me honró con su amistad, le traté en sus momentos de grandeza y supe de su espíritu y afán de superación, ya fuera pitando una Recopa de Europa en Milán; la Copa Korac, en Mallorca; o la William Jones en Taiwán. Se preparaba como pocos, sin descanso y con la preocupación casi obsesiva de cumplir y agradar tanto a sus compañeros como a los jugadores, hasta tal punto, que sintiéndose parte del espectáculo necesitaba igualmente del aplauso o la sonrisa aprobatoria de todos. Por todo ello, después de su retirada fue nombrado comisario técnico de la F.I.B.A en encuentros de máxima responsabilidad. Creo que se había convertido en un árbitro carismático, cuyos juicios y decisiones influían, para bien, en los nuevos colegiados.
Comparto la idea del poeta que dijo que no hay herida más honda que el olvido, ni sedante más puro que el amor y la amistad. Es por eso, que le he ganado el pulso a la tristeza y me he atrevido a escribir estas palabras que, de pronto, hacen que me vuelva a Nueva York, Miami, Los Ángeles y Méjico, treinta y cinco años atrás. Maruchi debe conservar la sudadera de los Chicago Bulls de Pedro, como yo la mía. Ambas fueron compradas en la Gran Manzana, al verla ahora han regresado, roídos por la añoranza, recuerdos que se quedaron escondidos detrás de la memoria. Aquel año los Bulls, con Michael Jordan, habían ganado a los Knicks y, al llegar a La Palma, Pedro mantuvo en el escaparate de la tienda la imagen de aquel ídolo de leyenda, de quien el ala pívot Larry Bird dijera que era Dios disfrazado de jugador de baloncesto.
La última vez que vi a Pedro Hernández Cabrera, aunque me reconoció, le noté ausente, tardo de pensamiento y lento caminar… Faltaba brillo en la mirada de aquel amigo que años atrás era capaz de comerse el mundo. El hombre, el amigo, el maestro, el empresario que, de forma acertada, se movía como pez en el agua en la realidad social de un territorio limitado como el nuestro, donde únicamente el espíritu comercial e inquieto y el trabajo hacen crecer los milagros.
Soy de los que opinan que la historia la hacen los hombres que la viven, aunque sean otros los que la escriban o la lean. Don Pedro Hernández Cabrera, no se vanagloriaba de su nombre ni de su fama y, mientras pudo, frecuentó a sus amigos de tertulia en la Alameda porque, al igual que a Facundo Cabral, le gustaba la gente sencilla, que al vino le llama vino, al pan le llama pan, y llama amigo a los amigos.
Julio M. Marante