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Educación: defensa y futuro

José Francisco Leal Simón

Santa Cruz de La Palma —

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“Hoy salvar vidas significa no una sino dos cosas: que la gente no se muera del virus y que los que no se mueran tengan motivos para querer seguir viviendo”. Con estas palabras terminaba John Carlin su habitual artículo dominical en La Vanguardia, el pasado día 19.

Se las tomo prestadas, sobre todo, para que aquellos que sobrevivan a la pandemia (me gustaría incluirme, claro está) no solo tengan motivos para seguir viviendo, sino buen ánimo y fuerza para afrontar una nueva normalidad, llegue esta cuando llegue y adquiera la forma que adquiera.

Viene a cuento la cita porque a la angustia y las incertidumbres que vivimos, a las decisiones más o menos improvisadas, a las carencias de algunos materiales y equipamientos que de la noche a la mañana han resultado insuficientes, se añaden analistas, articulistas, opinantes que tiñen bien de amarillo o bien de ceniza, según se mire, una situación que requeriría algo más de reflexión, algo más de pausa y menos improvisación, o menos postureo, que se dice ahora. Nos avisan de los populismos que se avecinan (ya tenemos algunos); de colas, de racionamiento y de hambre… Y nos describen una situación de caos total, ya existente, pero ahora agravada por el confinamiento.

Tal es el caso del artículo publicado en este medio, la pasada semana, titulado La escuela en tiempos del virus, según el que tenemos un sistema educativo colapsado; una maquinaria obsoleta, sin capacidad de adaptación que da muestras de inflexibilidad, de ceguera y sinsentido; que continúa hacia delante sin mirar lo que hay a su alrededor y sin detenerse, siguiendo una inercia acrítica, presente antes del confinamiento, pero que ahora se hace cada vez más visible, estéril y absurda; incapaz de enseñarnos a mirar la realidad para desvelarla; que en lugar de apoyarnos, acompañarnos y ayudarnos a explicar la realidad, nos atosiga y estresa, y, por supuesto, crea grietas insalvables entre las familias y el profesorado; con unos docentes que, al parecer, carecen de absoluto sentido y conocimiento de la mesura a la hora de marcar tareas, incapaces de coordinarse puesto que, supuestamente, están exigiendo a su alumnado actividades, videoconferencias, proyectos, etc., siguiendo criterios distintos, cada uno el suyo.

¿Quedará algo que salvar antes de la voladura definitiva?

Y todo ello, sin ofrecer un solo dato; sin conceder relevancia alguna a nuestros currículos o planes de estudio; sin estimar nuestro índice social, económico y cultural, ni en sí mismo ni en relación con el de otras regiones o países; sin considerar la evolución de la educación, al menos en nuestra historia reciente; sin contraste con la educación de otros países de nuestro entorno o con algún aspecto de sus sistemas educativos; sin contrastar, por ejemplo, resultados dentro del propio Estado.

Todo ello con solo la condición profesional debajo del nombre propio que firma. Y nos quedamos tan anchos.

Algunos, que desde hace décadas hemos tenido como profesión la docencia, que hemos incluso pertenecido a distintos cuerpos docentes, estamos ponderando el aprovechamiento de los mil quinientos kilos de losa que sepultaban a Franco, ahora que deben estar sin uso, para fosilizar nuestro fracaso más absoluto.

Se ha dicho, no sé si aún se dice, que teníamos el mejor sistema sanitario del mundo. Ahora se ha revelado insuficiente, a pesar de la dedicación y el esfuerzo de sus profesionales.

En educación somos más modestos. Los resultados de éxito escolar, de idoneidad (o porcentaje de alumnado que no está en el curso que por edad le corresponde debido a que ha repetido), los altos porcentajes de abandono escolar y los resultados de las pruebas internacionales no nos permiten grandes alegrías. Al menos, en términos relativos; esto es, según con quien establezcamos la comparación.

No obstante, de ahí al caos total y a la supuesta incapacidad de nuestros docentes va un trecho, no tiene fundamento alguno y se trata de un tremendismo injusto.

Es evidente que hay problemas en educación. Apunto alguno que seguramente es imputable solo al sistema educativo. Por ejemplo, el éxito escolar (entendiendo por éxito escolar el de aquel alumnado que supera todas las asignaturas), en términos porcentuales, en nuestra Comunidad, baja del primero al sexto curso de educación primaria algo menos de quince puntos; sin embargo, en un solo salto, de sexto al primer curso de educación secundaria obligatoria, es habitual que baje entre quince y veinte puntos. No es de considerar que sea el alumnado o sus progenitores o tutores legales los responsables de un salto tan pronunciado. Apunto otro, seguramente más subjetivo y menos cuantificable estadísticamente, pero muchos creen (creemos) que la selección del personal docente requiere una reforma. Son muchos los expertos que han considerado una especie de MIR educativo, o lo que es lo mismo, un periodo de prácticas bastante más largo con una implicación superior en la tutorización que se realiza desde los centros docentes. En cualquier caso, se ha de reconocer que a raíz de la crisis económica sufrida desde hace una docena de años, apenas se habían convocado procedimientos de selección de acceso a la función docente hasta 2018, lo que implicó un crecimiento desmesurado del profesorado interino cuya práctica docente no fue suficientemente tutorizada y que, en consecuencia, no ha podido consolidar destinos.

No obstante, los aprendizajes de nuestro alumnado están fundamentados en los currículos o planes de estudio de las distintas etapas educativas (primaria, secundaria obligatoria, bachillerato, formación profesional). Los actuales currículos derivan de la Ley Orgánica de Educación (LOE) de 2006 y, aunque fueron modificados por la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE), de 2013, sus fundamentos siguen siendo los mismos, aunque la algarabía política y mediática en torno a las leyes educativas llevara a pensar otra cosa. La lectura de los aspectos más importantes del currículo, particularmente de los criterios de evaluación, es coherente con los principios expuestos en el primer párrafo del preámbulo de la Ley; esto es, están orientados al desarrollo de las capacidades del alumnado, a conformar su comprensión de la realidad, integrando la dimensión cognoscitiva, la afectiva y los valores. Los actuales currículos fueron desarrollados partiendo de un esfuerzo de colaboración multidisciplinario entre expertos y países, sobre todo de la Unión Europea, para producir un análisis coherente y compartido sobre qué competencias clave o básicas son necesarias para la sociedad del siglo XXI. Por supuesto que en ello tuvo una influencia notable el denominado proyecto DeSeCo (Definition and Selection of Competencies), propiciado por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), a finales del pasado siglo XX, cuyo objetivo era proporcionar un marco conceptual sólido, que estableciese los objetivos que debía alcanzar cualquier sistema educativo que pretendiera fomentar la educación a lo largo de toda la vida. Rebatir el actual despliegue curricular del sistema educativo español, complementado por las comunidades autónomas y por cada programación en los centros docentes, requiere algo más que vagas percepciones individuales. Otra cuestión es que algunas programaciones y prácticas docentes hayan sido incapaces de interpretarlos correctamente. Es evidente que esa ya no tan nueva formulación curricular requiere modificaciones en la metodología que se emplea en clase y en la evaluación, tanto del aprendizaje del alumnado como de la práctica docente del propio profesorado. Y ello ha conllevado, así mismo, un esfuerzo importante del profesorado de adaptación y de adopción de una práctica docente menos descriptiva y más orientada a la adquisición, por parte del alumnado, de esa combinación de habilidades prácticas y cognitivas interrelacionadas, valores, actitudes y emociones que movilizadas conjuntamente llevarían a actuaciones eficaces, tanto desde una perspectiva profesional como social.

Ello no quiere decir que ese esfuerzo de adaptación sea absolutamente homogéneo. Puede que, en algunos casos, haya faltado la suficiente formación o la suficiente actitud o voluntad. Otra cuestión es estereotipar profesiones por simples percepciones o ebulliciones mentales, o por una mala experiencia personal.

Por otra parte, las estadísticas de éxito escolar y las pruebas de diagnóstico internacionales no indican que este sea un sistema educativo fracasado. Lo que ocurre es que los datos arrojan unas diferencias entre regiones o comunidades autónomas muy notables. Si se consulta (es público) el informe PISA (Programme for International Student Assessment, Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes) de 2018, las puntuaciones medias en Matemáticas de Navarra (503 puntos), Castilla y León (502), País Vasco y Cantabria (499, ambos), son similares a las alcanzadas por Suecia y Reino Unido (502), Noruega (501), Alemania e Irlanda (500) o República Checa y Austria (499). En cambio, los resultados obtenidos por Canarias fueron de 460 puntos, similares a los de Israel, Turquía, Grecia, Ucrania, Croacia y, en España, a los de Andalucía, Extremadura y Murcia. En un rango de 390 a 410 puntos están países como México, Perú, Colombia o Líbano, y aun con peores resultados: Arabia Saudí, Argentina o Brasil. Resultados similares son los de Ciencias, en los que Galicia alcanzó 510 puntos, por encima de, por ejemplo, Reino Unido (505), Alemania (503) o Estados Unidos (502). Canarias, de nuevo, baja hasta los 470 puntos, similares a los obtenidos por Israel, Italia, Federación Rusa y, en España, Andalucía, Extremadura, etc. Se pretende constatar con esto que el problema no es el sistema educativo, que básicamente es el mismo en Galicia y Navarra que en Canarias y Murcia. Alguna responsabilidad tendrán las políticas desplegadas en las respectivas comunidades autónomas, pero, sin lugar a dudas, nuestra historia, y nuestros índices sociales, económicos y culturales juegan un factor determinante. En definitiva, la mejora de la calidad educativa y de los resultados escolares tiene una dimensión bastante más transversal, nos concierne a todos. La escuela, entendida como el sistema educativo y su profesorado, tendrá una notable responsabilidad, pero no la exclusiva. Hay un consenso general por parte de analistas y expertos, en general, que los espectaculares resultados de Corea del Sur, Japón o territorios chinos como Shangai o Hong Kong se deben a la tremenda presión familiar (excesiva desde nuestros hábitos culturales) sobre sus hijos e hijas. Como hay un consenso general de que los peores resultados alcanzados en todos los países, sobre todo en los países pertenecientes a la OCDE, en PISA 2018, se deben a datos tan preocupantes como que los jóvenes cada vez dicen leer menos por placer (poesía, novela, revistas) y más para atender necesidades prácticas (chatear, hacer consultas de su interés…). Como también es inquietante que en 2018 más alumnos que en 2009 (un 5% de media en la OCDE) consideren que leer es una pérdida de tiempo. Y más inquietante aun que, según los datos del cuestionario de familiaridad con las TIC que hizo PISA 2018, la cantidad de tiempo que pasan los estudiantes en línea se ha incrementado entre 2012 y 2018 en una hora diaria. Ahora pasan tres horas conectados (fuera de su centro escolar) en días lectivos y tres horas y media durante los fines de semana, con el riesgo que supone el acceso a contenidos a los que por su edad y grado de madurez no deben.

Javier Marías, en su artículo del El País Semanal del domingo, doce del presente mes, terminaba con las siguientes palabras: “Para acabar con una nota de aliento, recordaré otra vez la cita de Edmund Burke, que acaso aproveche a quienes en todas las circunstancias suelen actuar con responsabilidad: ‘No desesperéis jamás, y, si desesperáis, seguid trabajando”.

Pues, eso.

José Francisco Leal Simón.

Inspector de Educación.

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