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Dos decisiones, un mismo impacto: el Supremo condiciona la agenda política

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En cuestión de días, el Tribunal Supremo ha alterado el pulso político español con dos decisiones de enorme calado: la condena al fiscal general del Estado y la prisión provisional del exministro José Luis Ábalos. No son simples resoluciones judiciales, son golpes institucionales que reconfiguran el equilibrio de poder y ponen a la justicia en el centro de la política.

La condena al fiscal general constituye un hecho sin precedentes que debilita al Ministerio Público y aparenta situar al Gobierno contra las cuerdas. La independencia judicial, tantas veces cuestionada, se convierte ahora en un instrumento que trasciende lo estrictamente jurídico y se proyecta directamente sobre la arena política. La filtración del ponente de la sentencia en presencia de la acusación, la participación de magistrados vinculados a sus tesis y el cambio inesperado de la persona encargada de redactarla generan en la ciudadanía una percepción de parcialidad, comprometen la imagen de imparcialidad judicial y provocan indefensión. Estos hechos, sumados a la difusión anticipada del sentido del fallo antes de que la sentencia estuviera firmada y notificada oficialmente, alimentan la idea de que algunos magistrados ya tenían una decisión tomada antes de la vista oral.

Estas prácticas no solo afectan a la forma, sino que erosionan la confianza pública en la justicia. La Ley Orgánica del Poder Judicial prohíbe divulgar deliberaciones reservadas, y su vulneración por un magistrado resulta especialmente grave. Todo ello conforma un conjunto de circunstancias que ponen en entredicho la imagen de imparcialidad que debe mantener el poder judicial, generando vulneración de garantías y lo que algunos denominan “violencia institucional”: una forma de violencia invisible pero profundamente dañina, porque proviene de quienes deberían garantizar derechos, libertades y protección.

El caso Ábalos añade más pólvora. La prisión provisional del exministro y su asesor, acusados de delitos graves, se justifica por riesgo de fuga y por la magnitud de las penas solicitadas. Pero el efecto inmediato es político: Ábalos pierde sus derechos parlamentarios, aunque mantiene el escaño, y el Congreso se ve sacudido por una decisión que llega en el peor momento. La coincidencia temporal entre ambas resoluciones resulta difícil de considerar casual. El Supremo no solo aplica la ley, marca los tiempos de la política. Sin segunda instancia para aforados, actúa como árbitro directo, sin apelación posible. Esa capacidad de condicionar la agenda del Gobierno y del Parlamento lo convierte en un actor político de primer orden.

La pregunta es clara: ¿control legítimo o intromisión en la soberanía popular? La judicialización de la política se intensifica y divide opiniones. Para unos, es garantía de justicia; para otros, un exceso de poder judicial que erosiona la democracia representativa. No hay pruebas de militancia ideológica en los autos, pero sí una evidencia sociopolítica: la coincidencia temporal es relevante, el impacto institucional y la percepción ciudadana hacen pensar que los jueces han actuado como contrapeso político. La imparcialidad judicial no basta con ser real, debe parecerlo. De lo contrario, la confianza en las instituciones se resquebraja. Lo cierto es que la democracia está a examen en los despachos del Supremo.

En definitiva, el Supremo ha demostrado que sus decisiones no son neutras: condicionan la política, alteran el equilibrio institucional y obligan a replantear la calidad democrática. La cuestión no es solo si aplica la ley con rigor, sino si al hacerlo se erige en un poder que tutela la política y marca su ritmo. Cuando la justicia se convierte en actor político, el riesgo es que la democracia deje de ser un sistema de contrapesos y se transforme en un escenario donde los jueces deciden más que los representantes elegidos. Así, la democracia corre el riesgo de convertirse en un escenario tutelado desde los despachos judiciales. Esa es la verdadera alarma que debería encenderse: que la confianza ciudadana en las instituciones no se erosione por la percepción de que la justicia, en lugar de ser independiente, se convierte en protagonista de la política. Si esa percepción se consolida, lo que se erosiona no es un gobierno concreto, sino la credibilidad del sistema democrático en su conjunto.

Cuando la justicia se convierte en protagonista de la política, la democracia se convierte en paciente de riesgo.