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Noviembre negro: crónica de un asalto al Estado de Derecho
España presencia, casi minuto a minuto, el intento más serio y sofisticado de derribar un Gobierno democrático mediante la convergencia de tribunales, aparatos mediáticos y presión parlamentaria desde la transición. Lo vivido en estos diez días de noviembre de 2025 no responde a una secuencia dispersa de acontecimientos: constituye una operación de lawfare plenamente sincronizada cuyo propósito es desplazar la soberanía popular mediante inhabilitaciones exprés, prisiones preventivas de alto impacto y un bloqueo institucional calculado.
El epicentro de esta ofensiva estalla en el Tribunal Supremo, que el 20 de noviembre consuma la inhabilitación del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, coincidiendo de manera nada inocente con el aniversario de la muerte del dictador fascista Francisco Franco. El tribunal anuncia la condena admitiendo que la sentencia aún está “pendiente de redacción”, un gesto que dinamita la seguridad jurídica al invertir el orden elemental del proceso: sin sentencia motivada no existe consecuencia jurídica alguna. Forzando de esta manera la renuncia de Álvaro García Ortiz como fiscal general del Estado. Se inhabilita así a la cabeza del Ministerio Fiscal sin una fundamentación escrita previa, desbordando el marco constitucional y forzando la tipicidad penal al condenarlo por revelación de “datos reservados”, una expresión ajena al tipo de “secretos” o “informaciones” que exige el artículo 417.1 del Código Penal y sin identificación de la norma supuestamente vulnerada.
La propia arquitectura de esta operación se resquebraja dos días antes, cuando el magistrado Andrés Martínez Arrieta, presidente de la Sala y ponente del caso, revela en público y entre risas el sentido del fallo antes de redactarlo: “Acabo porque tengo que poner la sentencia del fiscal general del Estado”. La declaración no es una indiscreción menor, sino una confesión que confirma que la decisión estaba tomada antes de culminar la deliberación y que el secreto de esa deliberación había sido vulnerado por el mismo magistrado que condena al fiscal general por revelación de “datos reservados”. El dispositivo se torna así paradójico: quien juzga parece que comete el mismo tipo de conducta que penaliza. La querella presentada contra Martínez Arrieta por el eurodiputado Jaume Asens amenaza con contaminar la sentencia por falta de imparcialidad objetiva, agravada por la relación económica de varios magistrados con la acusación popular a través de cursos remunerados.
El 27 de noviembre cristaliza la ofensiva mediante una convergencia calculada de tres frentes. En el plano penal, el ingreso en prisión preventiva de José Luis Ábalos, primer diputado en activo encarcelado desde 1978, es utilizado por la derecha y la ultraderecha española, política y mediática, como golpe simbólico destinado a erosionar la presunción de inocencia y criminalizar políticamente al Presidente del Gobierno de España. En el frente parlamentario, la alianza entre PP, Vox y Junts bloquea el techo de gasto y, con él, los Presupuestos de 2025, estrangulando la capacidad ejecutiva del Gobierno. En el frente mediático derechista y fascista, una avalancha de filtraciones sobre Begoña Gómez y Víctor de Aldama satura el espacio público con fragmentos descontextualizados que alimentan un clima de sospecha criminal irreversible, completando así un cerco contra el Presidente Pedro Sánchez perfectamente alineado con los movimientos judiciales y parlamentarios, para obligarlo a convocar elecciones que puedan dar paso a un gobierno estatal ultraderechista PP-Vox..
En este contexto emerge la manifestación convocada por el Partido Popular para el 30 de noviembre bajo el lema “Mafia o Democracia”. Lejos de ser una protesta ciudadana espontánea, funciona como un escudo político destinado a proteger al Tribunal Supremo en el momento más delicado, cuando la posible admisión de la querella contra Martínez Arrieta amenaza con desvelar la fragilidad jurídica de la operación. El objetivo es envolver a los magistrados en un halo de legitimidad patriótica y presentar cualquier exigencia de responsabilidad penal como un ataque a la democracia, cuando en realidad constituye la expresión más genuina del Estado de Derecho.
La disyuntiva final es ineludible: o se defiende un sistema basado en sentencias motivadas, jueces imparciales y procedimientos ajustados a la ley, o se acepta que la toga se transforme en un instrumento de combate político sin contrapesos. La querella contra Martínez Arrieta no solo abre una grieta en el relato construido, sino que exhibe el riesgo de autodestrucción de un poder judicial que condena sin redactar, que mantiene vínculos económicos con acusaciones populares y que vulnera públicamente sus propios secretos. Ningún poder sostenido sobre irregularidades estructurales puede mantenerse indefinidamente: tarde o temprano, colapsa bajo el peso de su propia excepcionalidad. No obstante, “me queda la palabra”.