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El vicio que condena al Supremo: un juicio nacido de un bulo

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El 4 de noviembre de 2025, la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo vivió un episodio que revela con crudeza la vulnerabilidad institucional del máximo órgano de la Administración de Justicia en España. Ese día, Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de la presidenta de la Comunidad de Madrid, compareció como testigo en el proceso contra el Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos. Lo que debía ser una declaración técnica sobre la cadena documental se transformó, por voluntad del testigo, en la confesión explícita de una manipulación informativa y en un exhibicionismo político dirigido contra medios y periodistas.

Rodríguez admitió sin ambages que la noche del 13 de marzo de 2024 difundió a periodistas una versión según la cual existía un pacto entre la Fiscalía y el empresario, novio de Ayuso (Presidenta de la Comunidad de Madrid), Alberto González Amador, que se había frenado por “órdenes de arriba”. Según reconoció en la vista, esa afirmación no se sustentaba en fuente alguna: fue, en sus propias palabras, una “deducción lógica”. En realidad, esa “deducción” originó una cadena de efectos institucionales: el mensaje generó presión mediática; la presión forzó la publicación de una nota oficial de la Fiscalía; y esta nota, al hacerse pública, introdujo una referencia al correo electrónico remitido por el abogado de González Amador, que contenía la oferta de conformidad y el reconocimiento de dos delitos fiscales.

La nota de la Fiscalía, emitida la noche del 14 de marzo de 2024, tuvo un único propósito: desmentir la versión difundida por Rodríguez. En ella se explicaba que la defensa de González Amador había presentado una oferta de conformidad ante la Fiscalía, que dicha oferta implicaba el reconocimiento de dos delitos fiscales y que el Ministerio Público la había remitido al juzgado competente para su valoración, sin intervención política alguna. No se revelaron datos personales ni técnicos de la negociación, sino únicamente el hecho de que existía una propuesta formal de acuerdo y que la Fiscalía actuaba conforme al procedimiento ordinario.

Esa nota, al contener una alusión al correo del abogado, hizo que, al inicio de la causa, la Sala de admisión del Tribunal Supremo orientara la investigación hacia la posible revelación del contenido de dicho correo, es decir, hacia la hipótesis de que su difusión pudiera constituir un delito de revelación de secretos. En consecuencia, el debate judicial se centró en determinar si esa actuación institucional —una comunicación oficial emitida para desmentir una información falsa— había coincidido con la circulación del correo electrónico remitido por la defensa de González Amador dentro de un proceso penal en curso.

Así, la Sala declaró que la nota de la Fiscalía no constituía por sí misma un delito, pero recondujo el examen hacia la posible revelación del contenido del correo. Con ello, transformó el objeto procesal: de una comunicación institucional legítima a una hipótesis de filtración que, en su origen material, no fue atribuida ni probada en relación con el Fiscal.

Este giro procesal no es un mero matiz administrativo: es un vicio de origen. Al introducir un hecho distinto —y hacerlo sin indicio probatorio que conecte a la persona investigada con esa filtración—, los magistrados que adoptaron la decisión contaminaron la naturaleza del proceso. Transformaron una respuesta institucional legítima en el punto de partida de una acusación penal que, en realidad, nace de una manipulación informativa ajena al acusado.

La gravedad de la situación aumentó con lo declarado en la vista oral. Un periodista testificó ante la Sala que ya había tenido acceso al correo antes de que el expediente con los emails fuese remitido al Fiscal General, y que el Fiscal no fue su fuente. Esta prueba testimonial corrobora que, una vez publicada la nota, el contenido procesal fue extraído y propagado por la prensa sin que el Fiscal hubiera intervenido en esa cadena. Dicho llanamente: el secreto ya no existía cuando, según la hipótesis acusatoria, habría sido revelado. En estas condiciones, el elemento material y subjetivo del tipo penal —existencia del secreto y conducta reveladora del sujeto obligado— se desvanecen.

Técnicamente, no puede sostenerse una acusación al Fiscal General del Estado, por revelación de secretos, cuando los correos electrónicos ya eran conocidos por periodistas antes que los tuviera el Fiscal General del Estado y uno de ellos lo divulgó tergiversadamente y previamente Miguel Angel Rodríguez. Pretender lo contrario es sostener un proceso sobre una base vacía: no una controversia probatoria, sino una consecuencia del ruido político originado por un alto cargo público.

Pero hay otro plano igual de grave: el político y el constitucional. Rodríguez no actuó como un particular, sino desde una condición pública y con la fuerza mediática inherente a su cargo. En la vista, además de admitir el bulo, dedicó buena parte de su intervención a denigrar a medios y periodistas críticos, en términos que vulneran la dignidad profesional y la libertad de expresión. La reacción del Supremo durante su declaración fue, a todas luces, permisiva: no se interrumpió con contundencia la ofensiva retórica, no se adoptaron medidas disciplinarias procesales inmediatas ni se emplearon las herramientas de contención que un órgano constitucional podría activar ante un testigo que confiesa haber fabricado un hecho para condicionar una actuación institucional.

Dicha permisividad no es un simple descuido formal; es un fallo institucional. Permitir que la máxima instancia judicial del país sea utilizada como tribuna para agredir a la prensa y legitimar una falsedad política socava la capacidad del tribunal para ejercer un control neutral sobre el proceso. Si la Sala tolera que el autor del bulo utilice la Sala como escenario, el tribunal se expone a quedar impregnado por la lógica del conflicto político y a perder autoridad moral para juzgar con imparcialidad.

Frente a este panorama, la alternativa es jurídica y normativa: la absolución. Esta responde a principios básicos del Derecho penal: tipicidad, causalidad y exigencia del elemento subjetivo. Si el supuesto secreto había sido destruido por la manipulación previa y si la difusión del correo se produjo en momentos previos a la puesta en circulación de la información institucional —o incluso mucho antes, como declaró el periodista—, la tipicidad de la conducta imputada al Fiscal desaparece. Mantener una condena sería legitimar la instrumentalización del sistema penal por parte de quien fabrica la ficción política.

Pero absolver solo al acusado no basta. La decisión que ponga fin a este proceso debe ir acompañada de una respuesta institucional integral: abrir investigación penal y disciplinaria sobre la conducta del autor del bulo —por posibles delitos de acusación falsa, calumnia o abuso de autoridad—, depurar responsabilidades en la gestión comunicativa que permitió la extracción y difusión del correo, y adoptar mecanismos para evitar que la acción pública de rectificación se convierta, inadvertidamente, en vector de filtraciones que dañen el derecho de defensa. Es decir: absolución judicial y exigencia de responsabilidad a quien, desde la función pública, albergó y difundió la mentira.

El Tribunal Supremo tiene en sus manos la oportunidad de ejercer una doble restauración: la de la persona injustamente sometida a proceso y la de la propia institución, tocada en su prestigio. Si opta por absolver y por impulsar la investigación del origen del bulo, habrá cumplido con la doble obligación que impone su rango: aplicar la ley y proteger la verdad institucional. Si renuncia a esa ruta, su sentencia será la rúbrica con la que el ruido político habrá conseguido someter al Derecho.

Miguel Ángel Rodríguez no se limitó a testificar: protagonizó la acción que originó el conflicto. Usó su condición pública para inventar una historia con consecuencias penales y, con la permisividad de la Sala, dejó a la Justicia en una posición incómoda. El Supremo debe, por tanto, elevar la apuesta: absolución motivada y reparación institucional. Eso no es una concesión; es justicia.

Porque las instituciones democráticas no pueden permitir que la fabricación de mentiras constituya el principio productor de procesos penales. Si la Justicia se deja arrastrar por el ruido, habrá perdido su carácter de árbitro. Y si los tribunales no atajan la mentira, será la mentira la que gobierne el Derecho.