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Mi feminismo

Mensajes feministas en la manifestación del 8M en Santa Cruz

Camy Domínguez

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Desde muy chiquita a mí nadie conseguía convencerme, ni por las buenas ni por las malas, de que por ser niña tenía que estar limpiando en mi casa cuando a mí lo que me apetecía era estar con un rancho de niños (varones como siempre entonces) jugando en la calle o en el volcán que rodea mi casa. Todo el vecindario me catalogaba de “machona”. Pero le tenía miedo al cinto de mi padre y a su vozarrón, pues nada más mi madre le llevara el chisme de alguna de mis hazañas, cuando llegaba de trabajar, ya sabía yo lo que me esperaba…

Solo quería ser una niña normal y jugar como los niños normales, a las cometas, a los trompos, pero también a las casitas, a conducir cochitos, al escondite, a la guerra. No entendía por qué tenía que quedarme como otras niñas de mi calle, nunca niños, todo el día haciendo camas, barriendo y limpiando el polvo a los muebles. ¿Era algo malo querer ser una niña normal? Y me salí tan con la mía que hasta logré montar en bici y en monopatín.

Cuando ya fui algo mayor, ni la voluntad de mi madre ni la voz de mi padre consiguieron disuadirme para que abandonara el colegio a los doce años y me fuera a limpiar a casa de algún rico del pueblo, como sí hicieron mis vecinitas y compañeritas del cole. Supongo que mi padre ya se había dado cuenta de que no sería buena para hacer reverencias a ningún cacique como habían hecho en su familia desde tiempos inmemoriales (a lo mejor también con la esperanza de que ese servilismo acabara de una vez por todas).

Pero mi madre siguió con su empeño y cada vez que acababa una etapa de la enseñanza venía con su cantinela disuasoria. Me encontraba con unos argumentos cada día más férreos. Yo tampoco sabía muy bien dónde iría a acabar con mi terquedad, pero afortunadamente por el camino conté con los apoyos de mis maestros y algún que otro familiar que me impulsaron en el vuelo hasta que por fin mis progenitores me dejaron a mi libre albedrío sin poner impedimentos, fuera lo que fuera mi destino. No me daban palmaditas en la espalda. Tampoco le ponían muchas pegas a cada una de mis decisiones.

De pronto un día aparezco por allí enamoriscada con un chico. Otra vez empezaron los obstáculos. Ellos veían lo que yo en mi empecinamiento era incapaz de ver, pero ya por costumbre me dejaron elegir. Y elegí y elegí una y otra vez, enfrentándome al mundo entero por hacer mi santa voluntad. Mi abuela, que era quien más me analizaba desde que nací, decía que a mí no se me podía decir nada. Y lo sabía muy bien: mis decisiones no las podía cambiar nadie. Había llegado por mis propias decisiones y méritos al punto donde quería llegar enfrentando sin miedo cada impedimento. Mis estudios, mi propia casa, mi familia, mi profesión, incluso un cargo público.

Hasta que un buen día dejé que cayera la tupida venda que me había mantenido en la más cruda inopia y me di cuenta de que todo lo que yo creía que era amor, analizándolo bien desde el principio, no había sido otra cosa que maltrato… celos, mentiras, envidias, robos, crueldad y mucho maltrato que yo no había podido identificar, tal como él me lo presentaba dulcificado, y que yo había normalizado, alimentándome de aquellas migajas.

En aquel entonces no se hablaba de desigualdad ni de machismo y apenas se empezaban a contar víctimas de violencia de género como ahora… Pero aun así, era demasiado tarde para dar un paso atrás: tenía mucho miedo, cuarenta y dos años, dos niñas en este mundo, acababa de suspender mis oposiciones y muy pronto me quedaría en el paro, en plena crisis económica.  Otras mujeres se hubieran quedado llorando infinitamente, autocompadeciéndose, pero yo en cambio tiré para delante sola, a pesar de lo mal que sentó en la familia, de siempre tan religiosa, una separación de aquel hombre que me había dado la iglesia…

Y tuve que dejarlo todo para cuidar de mis niñas sin ayuda del padre, que desde entonces ha aprovechado cada oportunidad para arrastrarme por el fango delante de los suyos pero también de los míos, que muchas veces tuvieron más fe en su palabra. Cada día un pasito más, creciendo y multiplicándome poco a poco. Curándome cada día. Escalando la dura pendiente de la vida, a veces con algún traspié que me hacía descender algunos pasos y derramar algunas lágrimas, pero sin perder de vista el objetivo.

Extorsionada, estafada, abusada, engañada… y mucho más que no viene al caso explicar ahora tal vez sean motivo para decir que soy feminista (no lo sé, me da igual si no es así, señora). Pero adoro a los hombres desde siempre, con sus defectos y su masculinidad mal asumida, quizás confundida con superioridad, aunque muchas personas piensen que es lo mismo mi adorar que gustar.

Muchos que me gustaron han tenido conmigo modales de simio, pobrecitos, pero no es motivo para despreciarlos. Son maravillosos. Me he movido entre ellos y los conozco y los comprendo mejor que la mayoría de las mujeres incluidas sus propias madres, pero hoy por hoy puedo decir que he aprendido a desenvolverme y puedo prescindir de ellos, no me considero misántropa, ni me hace falta ninguna media naranja a mi lado. Yo soy naranja tan completa que amaso cemento y cuelgo un cuadro con la misma facilidad que hago la colada, me pinto y luzco tacones con cierta elegancia, pero aun así los adoro. Tengo claro que la única mentalidad que puedo cambiar es la mía, por eso no intento doblegar a nadie para imponer mi opinión, pero sí seguiré creyendo que no son superiores, pero tampoco inferiores. Es cuestión de seguir educando.

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