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El vino y su memoria

Elsa López

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El vino, como otras buenas cosas de la vida, se encuentra en un lugar privilegiado de mi memoria. Oír la palabra vino despierta en mí sensaciones y recuerdos muy especiales que acompañan a personas y lugares que voluntariamente forman parte de mi mundo.

De niña aprendí a sentarme a una mesa donde el vino presidía la ceremonia de las comidas. El vino, diario y cotidiano, cuando la madre hacía hincapié en el sabor afrutado de aquel tinto o el padre se quejaba de la temperatura de la botella; el vino de los días especiales, cuando comíamos no con vino rosado o tinto sino con esta o aquella cosecha, con esta o aquella marca; el vino bebido con solemnidad en ocasiones señaladas; el vino de las comidas fuera de casa acompañado de una etiqueta con un nombre que determinaba la condición del acto: familiar a veces, otras de cumplido, en ocasiones con motivo de la llegada de algún viajero en tránsito por la ciudad. A pesar de la edad, aprendí a discernir la importancia de esos encuentros por la solemnidad, mayor o menor según el invitado o la ocasión, con que mi padre pedía una marca o se entretenía en leer etiquetas o en captar un aroma.

Crecí en una casa donde era importante la hora de las comidas. Era el momento del día en que la familia y los amigos se reunían. Llegaban de la calle, del trabajo, de donde fuera, y era obligado estar allí y ocupar el lugar acordado y a la hora señalada. Los sitios estaban reservados y cada cual conocía el suyo. La ausencia o el retraso se apuntaban por el vacío que quedaba en un lugar determinado. El padre, el tío, el abuelo, siempre tuvieron el lugar principal, el reservado al patriarca y a los hombres de la casa. Las mujeres iban y venían de la cocina o simplemente daban órdenes desde ese otro lugar en la cabecera de la mesa que también les correspondía. En esa ceremonia, el vino tenía un lugar reservado, igual que cumplía una función establecida. Se servía, se miraban los vasos al trasluz y se cataba. Luego se hacía un silencio solemne. Los mayores se miraban y el patriarca hacía un gesto leve con el índice. Era el momento de mayor regocijo: los vasos se llenaban, tintineaban los cristales, los colores danzaban en el interior de las copas balanceándose de un lado a otro. Luego se miraban a través del cristal y se decían cosas graves, solemnes, poco usuales. Los mayores se reían y parecían felices.

Recuerdo el ritual a la hora de sentarnos a comer. La mayor de las tías se levantaba ante el gesto solemne del padre que presidía la mesa; luego desaparecía durante varios minutos y regresaba con una botella sin abrir, llena de polvo, que ella venía secando con un paño. Luego la dejaba al lado de su padre y éste le hacía un gesto con la cabeza que venía a significar algo así como siéntate y calla. Luego me miraba, a mí, diminuta en mis ocho años al otro extremo de la mesa, y me decía, invariablemente, como si esas palabras debieran sugerirme algo que yo no supiera: “Cosecha del 49”. Todos apuraban a pequeños sorbos aquel misterioso bebedizo que les daba color a sus cachetes sombríos, y las tías se reían sin motivo, y los caballeros, que poco antes no me habían dirigido la palabra, hacían comentarios ridículos sobre los rizos de mi pelo o el color caramelo de mis ojos.

Hay imágenes asociadas a ternuras y a momentos cruciales de mi vida en las que el vino ocupa un lugar sobresaliente. Son imágenes espléndidas, como fotografías luminosas en las que el aroma se pega a mi memoria igual que los sonidos. Recuerdo, por ejemplo, el olor de la tea en las gallofas acompañando el trabajo de la siega. Recuerdo el olor del verano y el trigo, recién segado, extendido por las tierras de medianías al norte de la isla de La Palma. Tumbados en el suelo, oíamos las chicharras y mirábamos aquel otro mar dorado brillando al sol. Y a los hombres sentados a la sombra apurando la bota de vino. Y el olor de las bodegas, del mosto, de las pipas. Y el olor familiar de la casa de la abuela al mediodía con mi tío y los amigos sentados frente a una buena botella de vino recorriendo el mundo y sus asuntos.

Suele ocurrirnos: ser observadores, catadores, oledores de algo que nos produce una suerte de emoción estética; algo que perturba nuestros sentidos en un momento determinado y a partir de ahí intentamos racionalizar el por qué nos ocurre y si es sólo de carácter sensorial lo que nos sucede o hay algo más en nuestros cerebros que nos hace “sentir” aquello que olemos o saboreamos de una forma especial. Ese intento de racionalizar nuestras sensaciones, incluso las más primarias, me ha conducido a intentar comprender los acontecimientos cotidianos como fenómenos culturales que podemos desmenuzar y comprender analizando cada uno de los elementos que lo componen. Uno de los hechos culturales más atractivos para un investigador es el relacionado con la alimentación. Qué comen los pueblos y qué beben, por qué lo hacen, cómo preparan esos alimentos y esas bebidas, son sólo el inicio de una larga lista de interrogantes. El hombre no come sólo por alimentarse y no bebe sólo por aplacar su sed. Hay ritos que envuelven de una forma mágica ese instinto de conservación. Si el vino se distribuye por colores, por aromas o por sabores; si los vinos se llaman, se les reconoce, se les denomina y al oír su nombre los catadores, reaccionan de diferente manera, es porque el vino es algo más que un alimento.

He comido en mesas de loza cuarteada y sólo una cuchara para servir y comer; en mesas de mantel bordado y cubertería de plata; en mesas al sol y al aire del campo o en simples manteles sobre la arena o la hierba. Me he sentado a muchas mesas, gracias a Dios, y en todas ellas, cuando el vino llegaba, las imágenes de la infancia parecían repetirse como en una moviola: el momento solemne de abrir la botella; el momento en que el invitado o el comensal de más respeto cataba el líquido vertido en la copa; el momento de chocar los vasos o las botellas y, sobre todo, el momento de florecer en el corazón esa cálida sensación de que toda aquella ceremonia nos conduciría a momentos de alegría y de placer.

Todavía hoy, en el acto ritual de levantar la copa y llevarla a mis labios, hay siempre una parte ceremoniosa y ritual y otra más literaria, más poética: con una copa en la mano suelo dar la bienvenida a mis amigos, con una copa alzada me despido de ellos y brindo por su vuelta. El color, las formas, los olores que acompañan la bebida, la ceremonia sagrada de sentarse frente a una copa de vino, levantarla en el aire y escucharnos decir las palabras rituales “a tu salud, en tu nombre... va por ti ...” la copa en alto, el brillo tinto o dorado entre las manos y las palabras o el silencio que las acompañan revoloteando por encima de nuestras cabezas, todo eso forma parte de esa hermosa tradición de entrega, de reconocimiento y de generosidad mutua que los hombres aún conservamos. Y en esos momentos asociamos el brindis con momentos oportunos y felices; momentos solemnes que significaron algo en nuestras vidas: momentos de cambio, de aventura, de placer.... Determinados instantes de nuestras vidas en que el vino apareció como signo de amistad o como lazo de unión. Y lo asociamos también a momentos de dolor en que el vino se presentó como consuelo y esperanza; como una corriente tibia que nos fue limpiando el corazón y la garganta de asperezas.

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