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La agricultura como acto revolucionario

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Este 25 de mayo se plantea a nivel mundial una protesta contra la gigantesca Monsanto, la multinacional famosa por embestir contra la diversidad agrícola y la salud del planeta con su propuesta transgénica. Monsanto no es el único laboratorio que trabaja este campo, y no olvidemos que la manipulación genética lleva años instalada también en la piscicultura y la ganadería, pero quisiera centrarme en la realidad botánica. Para quien no esté ducho en este tema, les explico sucintamente: una planta transgénica es un producto de laboratorio fruto de la recombinación genética, esto es, cogemos genes de una planta, bacilo o bacteria, por ejemplo, y lo introducimos en los cromosomas de otra planta, en la búsqueda de diferentes fines, que estas plantas de uso agrícola o forestal sean resistentes a herbicidas, a ataques de plagas, etcétera.

Visto así los transgénicos son maravillosos, una revolución científica para bien. Nada que ver. Se estima que hacen falta décadas para comprobar fehacientemente el impacto que las especies transgénicas (porque son nuevas especies producidas artificialmente y liberadas al medio ambiente) causarán en la salud humana, animal y biológica. Pero no sólo es esa incertidumbre, hay un problema mayor, comprobable desde el inicio de esta industria, que es la vocación acaparadora, globalizadora de estas macroempresas del agro. La intención de los transgénicos es ejercer un papel hegemónico en los sistemas agroganaderos del mundo, sacrificando la diversidad y la autonomía de los mismos, en beneficio de sus productos de síntesis. Hace años desde algunos foros se afirmaba cínicamente que la producción de transgénicos supondría el fin del hambre en el mundo, por suerte hoy no hay quien crea tal desvergüenza, en cambio lo que hemos podido comprobar es cómo muchos agricultores y ganaderos han perdido su independencia productiva en favor de las grandes barrigas del capitalismo.

Bien, nosotras y nosotros, en la producción y consumo, ¿qué papel jugamos? Canarias, con su modelo de producción a pequeña escala, sin inmensas explotaciones, ¿está a salvo en este despropósito global? Si yo mañana me hiciera con un puñado de millos MON810, un tipo de maíz transgénico de Monsanto, y lo sembrara en una huerta en San Isidro (tranquilo pueblo, es un supuesto que nunca llevaré a cabo), nadie me lo impediría legalmente y mi acción desembocaría en una más que probable polinización cruzada con las variedades locales de mis vecinos, produciéndose la llamada contaminación génica, de modo que ese subproducto gestado en laboratorio estaría para siempre formando parte de nuestras semillas.

Canarias cuenta con una riqueza varietal agrícola imponderable y necesitamos que ésta se torne en bienestar económico y en mejora de la renta agraria. Es preciso garantizar que ni un transgénico se libere en el Archipiélago porque tenemos un patrimonio único que hay que proteger y revalorizar. La lucha de la agricultura tiene muchos frentes que atender, el de la dignidad, el de la autosuficiencia, el de la sostenibilidad, todos deseos enormes y lógicamente relacionados entre sí.

En nuestra realidad insular tenemos la posibilidad de trabajar estos puntos, de hacernos fuertes ante la agresividad del mercado. La creciente oferta de mercadillos desafía el orden huerta-intermediario-supermercado-consumidor, supone un aumento de esa maltrecha renta agraria y la asimilación paulatina de un modelo conciente de consumo. Dejando a un lado la cuestión humana, cercana y casi romántica de acudir a un mercadillo agrícola, lo cierto es que estamos ante la posibilidad de instaurar una etapa de justicia para las dos partes implicadas, producción y consumo. Hoy transgredir esa cadena de beneficiarios intermedios que se lucran si añadir valor alguno supone un acto revolucionario, porque pone en duda y jaque un sistema indigno, hasta ahora asimilado como inevitable.

Autonomía, autoabastecimiento, son conceptos aplicables en diferentes grados, a nivel familiar, barrial, local, insular, pero en todo caso pasa por tener las riendas en cuanto a lo que toca a insumos de nuestras explotaciones agrícolas, jamás por depender de transnacionales de semillas, abonos y fitosanitarios.

Dado el grado de influencia económica y política que tienen cada cual a su escala multinacionales e intermediarios del sector, y lo pegajoso largo y opresor de sus tentáculos, cosechar y comer nuestras propias papas supone casi lanzar una proclama libertaria, un rechazo firme a las caducas propuestas del mercado, la afirmación de que realmente queremos y podemos ser dueñas y dueños de lo que comemos.

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