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Iñaki Lavandera

Soy de los que creen que sí debe existir el “día de ...”: día de la mujer, del orgullo gay, de la libertad de prensa, de la no violencia, de las víctimas del terrorismo, contra el trabajo infantil y, lamentablemente, otros tantos cuyo propósito es recordarnos que esas realidades existen y precisan ser escuchadas.

Con muchas de estas conmemoraciones, se pretende dar a esas personas la voz que se les negó durante décadas, siglos y, por otra parte, sumar la nuestra a la suya para visibilizar que no están solos cuando exigen derechos, igualdad, justicia, el fin de la censura, de la persecución y, en definitiva, sentido común.

También es cierto que aspiro a que llegue el día en que no sea necesario continuar conmemorando ninguna de estas fechas, que el 29 de junio sea un lunes o sábado cualquiera y que el calendario de los días mundiales e internacionales sirva para recordar cualquier causa justa y poco más, sin nada pendiente aún por resolver.

Recientemente hemos celebrado el Día Internacional contra la Homofobia y la Transfobia. Se eligió el 17 de mayo porque fue la fecha en que, en 1990, la Organización Mundial de la Salud eliminó la homosexualidad de la lista de enfermedades sexuales. Impresionante que hubiese que esperar a estar casi a las puertas del siglo XXI para considerar “sanas”, libres de la “terrible enfermedad” a todas las personas que hasta entonces habían amado a personas de su mismo sexo. Pese a ello, valoramos que haya ocurrido.

Han pasado 26 años y es cierto que la homosexualidad ha dejado de ser, para la gran mayoría de nuestra sociedad, algo extraño, minoritario o incluso exótico. Siento un gran orgullo cuando veo que dos personas del mismo sexo pueden pasear tranquilamente por la calle de la mano o besarse sin recibir insultos, aunque aún queden energúmenos aislados que alimentan su pobre vida de intentar destrozar la de los demás. Lo que resulta asombroso es que persistan planteamientos empecinados, por ejemplo, en mantener la transexualidad como patología.

Hace ya unos años, una amiga me contó que visitó un centro penitenciario para conocer el día a día de los internos. Al entrar a una de las aulas del módulo de hombres, vio a una única mujer sentada entre ellos. Preguntó al funcionario por qué estaba esa mujer en el módulo de hombres; le respondió que era transexual y que en su DNI figuraba el género masculino. Creo que es necesario ver de cerca una situación así para poder ser mínimamente consciente del enorme sufrimiento con el que vive la mayor parte de estas personas. Intento ponerme en el lugar de aquella chica, que cumplía una inmerecida doble condena, pero estoy seguro de que cualquier cosa que pueda imaginar queda muy lejos de la realidad.

Es frecuente escuchar testimonios de personas homosexuales y transexuales que coinciden en que, durante años y años, una parte importante de sus vidas transcurre como un verdadero infierno familiar y social. La falta de comprensión, de respeto, de cariño de las personas a las que quieren, la mentira como arma para la supervivencia, el armario como refugio...

Es miedo, miedo a ser quienes quieren ser y miedo a amar a quienes quieren amar. ¿Por qué una expresión de amor genera más rechazo público que muchas expresiones de odio? ¿Por qué es más fácil condenar algo que no hace daño a nadie que tantísimas actitudes y hechos impregnados de veneno?

Vivir y dejar vivir, amar y dejar amar, aspirar a ser feliz y ayudar a los demás a serlo. Todas las sociedades del mundo deberían seguir el ejemplo de tolerancia y respeto que representa el colectivo LGTB, que sale a la calle a reivindicar sus derechos sin juzgar a nadie y sin pretender que nadie tenga que ser igual a ellos como condición para poder convivir en paz.

Las páginas de los periódicos nos han dejado esta semana datos y más datos sobre los países en los que la homosexualidad es un delito, con penas de cárcel en muchos casos e incluso de muerte en otros tantos. Que muchas personas homosexuales contemplen el suicidio como la única fórmula viable para escapar del dolor resulta tremendo. Es más que preocupante la situación en los centros educativos, y por eso estamos obligados a no parar hasta lograr una solución definitiva para muchos niños y niñas gais, lesbianas, bisexuales o transexuales que, como consecuencia del acoso, viven su escolarización como una tortura. Nuestros colegios han de transmitir la riqueza de lo plural, del 'colorido', frente a la persecución de la ‘diferencia’; deben ser lugares de encuentro, espacios donde aprender de los demás, no donde destruir a los demás.

Se exige, para ello, la mayor implicación de las administraciones y una apuesta clara por la formación del profesorado en la materia, para que así puedan educar desde la normalización de los diferentes comportamientos sexuales y el respeto a los distintos modelos de familia. Y sobre la familia: miles de personas se movilizan por estas fechas también por el día de la familia, pero resulta lamentable que volvamos a ver de nuevo que son muchas las que lo hacen ya no en defensa de su idea de familia, sino queriendo convertir ese día en una manifestación de odio a quienes la conciben de manera diferente a la de ellos.

No está en mi ánimo politizar aquellos asuntos que exigen la implicación de toda la sociedad y conciernen a derechos alcanzados tras las luchas en las que muchos y muchas se han dejado la piel, pero resulta absolutamente necesario recordar cada día que fue el PP el partido que interpuso un recurso constitucional al matrimonio homosexual, con argumentos tales –joyas verbales de Rajoy o Aznar, entre otros- como que se trata de “una institución entre un hombre y una mujer para la procreación”, la “preocupante adopción” por parejas homosexuales, uniones gais que “no se pueden equiparar al matrimonio ni a la familia” o el matrimonio homosexual “ofende a la población”.

Qué empeño en odiar el amor, con lo sano que es respetarlo y lo bonito que es amarlo.

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