Homo sum: humani nil a me alienum puto

La imagen que solemos tener de la sociedad romana se resume por la brutalidad que suponía que estuviera marcada desde sus inicios por la desigualdad. Ya en la monarquía, luego en la república y durante todo el imperio, los romanos se diferenciaban en función de su riqueza, entre quienes tenían el privilegio de ser libres. Y mucho más impactante era el hecho de que los romanos hubieran naturalizado la situación de la esclavitud, ya que, aunque no era exclusiva de ellos, fueron capaces de convertir el modo de producción esclavista en la base económica sobre la que se fundamentó el imperio territorial que crearon desde el siglo III a.C. Se da la circunstancia de que desde el punto de vista legal el esclavo fuera considerado un “objeto animado”, aunque esto no excluyó que desde muy temprano existieran pensadores que reflexionaron sobre cuál era la consideración que debían tener esos individuos que, sin gozar del privilegio de la libertad, no podían ser contemplados simplemente como mercancía o bienes de consumo. De ahí que esa imagen estereotipada de los romanos como insensibles a quienes no eran como ellos debería ser revisada, puesto que a pesar del talante imperialista y conquistador que definió a Roma, también existió una preocupación legítima por atender a las situaciones de los pueblos que caían bajo su órbita de control o se veían afectados por el interés que los romanos habían establecido sobre sus territorios o las riquezas que estos tenían.

En pleno proceso de expansión, cuando la idea de que hubiera emperadores no estaba contemplada, pero Roma ya tenía un imperio territorial, se desarrollaron las bases de lo que podríamos denominar un derecho natural que se superponía sobre los intereses particulares. La frase que, aunque no estaba pensada para esta circunstancia, acabó convirtiéndose entonces y ahora en el resumen de esta idea fue recogida por el comediógrafo Terencio en su obra El enemigo de sí mismo, escrita a mitad del siglo II a.C. Terencio la ponía en boca de uno de sus personajes, Cremes, y definía en breves líneas una máxima que tiene valores universales: Homo sum: humani nil a me alienum puto (Hombre soy, nada de lo que es humano me es ajeno). Lo que le sirve a Terencio para justificar que su personaje se inmiscuya en asuntos ajenos, sirvió para que Cicerón, San Agustín o filósofos modernos hayan articulado una filosofía de vida de la que no podemos desprendernos. 

Forma parte de la esencia del ser humano no desentenderse de los asuntos que afectan a sus congéneres, si bien nosotros tenemos la capacidad para elegir hacerlo o no, y conocemos suficientes ejemplos en la Historia para argumentar las veces en las que los humanos nos hemos desentendido de esto. Pero recientemente, nuestra sociedad occidental se ha congratulado de cómo la respuesta que desde todos los estamentos sociales y políticos se ha dado al drama que un pueblo europeo vivía en relación con un ataque militar injusto, desproporcionado y totalmente condenable. 

Si recordamos la sentencia de Terencio, asumimos que no podemos seleccionar qué asuntos humanos nos interpelan y cuáles no. Si nada de lo que es humano nos es ajeno, no podemos aceptar que nuestra doble vara de medir nos haga mover cielo y tierra para ayudar con todos los medios a nuestra disposición a una población del extremo de Europa, pero, al mismo tiempo, pongamos una venda que no nos permita indignarnos de la ignominia que supone que un grupo de personas haya muerto solo por el intento de alcanzar una vida mejor a través del salto de una valla que les bloquea lograr ese objetivo. Cicerón (De Oficiis, I, 41) nos recordaba también que “la justicia debe observarse incluso con los más humildes” (Meminerimus autem etiam adversus infimos iustitiam esse servandam). Está en nuestra mano y en lo que debemos exigir a nuestros gobernantes que se encuentren respuestas a lo que ha sucedido. Pero no solo quedarnos en eso. Está en nuestra responsabilidad seguir buscando soluciones a un problema que no se reduce solo a la actuación de “mafias”, sino una distinta aplicación del término de quiénes son “más humanos” que otros. Es decir, los problemas de quiénes nos atañen más que a otros. Y eso, como decía Terencio, no puede justificar diferenciaciones.