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La ceguera energética de Europa

Antonio Morales

Dentro de unos meses se cumplirá el centenario de la Primera Guerra Mundial, una contienda que devastó Europa y provocó más de nueve millones de muertes. Un par de décadas más tarde, la Segunda Guerra Mundial, nacida también en el Viejo Continente, arrastró al planeta a un conflicto que se tradujo en casi 80 millones de fallecidos. Entre los años 1981 y 2001 las Guerras Yugoslavas dejaron más de 120.000 cadáveres en los Balcanes. Y en medio, guerras civiles cruentas como las de Rusia, Grecia, Chechenia, Irlanda, España o Finlandia. Parece ser el sino de la “culta”, “civilizada” y “democrática” Europa que se deja arrastrar, de tiempo en tiempo, por las bajas pasiones del imperialismo, el nacionalismo excluyente, el fanatismo religioso y los conflictos de clase para sembrar de víctimas el paisaje europeo.

En estos días se vuelven a asomar por el Continente los viejos fantasmas del pasado. La xenofobia y el ascenso de la extrema derecha son parte de las consecuencias de una crisis social y económica que asola a las naciones y que está alentando la incertidumbre y la desconfianza entre los países y en el propio proyecto de la UE. La reciente crisis de Ucrania responde a conflictos de intereses muy parecidos a los que se dieron en 1914, pero a los intentos de dominios territoriales y de aperturas de canales hacia el mar y zonas de singular relevancia geoestratégica, se suma ahora la energía, y más en concreto el gas, quizás como el elemento más importante del conflicto.

Rusia se aprovecha de la enorme fragilidad energética de Europa y de la dependencia de su gas (sobre todo en el caso de Alemania, que las vio venir y apostó por las renovables) para provocar una agresión gravísima a un país de su entorno y para presionar con el suministro de energía a la UE. Y no es la primera vez que lo hace. Durante los años 2006 y 2007 y también en el 2009, Putin ya dejó entrever sus pretensiones sobre Ucrania cuando un conflicto de intereses, por el aumento de los precios del gas a este país, puso en riesgo el gaseoducto que lleva el gas siberiano a Europa atravesando el territorio ucraniano. La comisaria europea de Exteriores de aquel momento –Benita Ferreo-Waldner- afirmó entonces que se necesitaba “más inversión en nueva producción e infraestructura y, de hecho, nuestra mayor preocupación es que sin esa inversión, podemos encontrarnos en una posición de no poder garantizar nuestras futuras necesidades de energía”.

Unos pocos años después, Europa se encuentra en la misma tesitura. La UE, que gasta cada año más de 400.000 millones de euros en comprar combustibles fósiles en el exterior, importa el 85% del petróleo y el 67% del gas que consume. Y de este último, casi la mitad procede de Rusia. Y Putin sabe jugar con cartas marcadas, como ha hecho con el conflicto de Siria, sellando una alianza con El Asad, para garantizar la explotación de las reservas de combustible de ese país. Por cierto, mientras escribo este texto andan jugando el Barcelona y el Atlético de Madrid un partido de la Liga de Campeones patrocinada por Gazprom, la empresa estatal rusa del gas, la misma que quiso comprar a la UD Las Palmas. Así mueve sus tentáculos.

Pero Europa no está sola. Tenemos un salvador. El Vigía de Occidente se ha prestado solicito a ayudarnos. EEUU viene a liberarnos y para aislar a Rusia y romper la dependencia energética europea de los soviéticos nos propone su gas de esquisto. Obama nos impone un mayor gasto militar (“la libertad tiene un precio”) y nos obliga a consumir sus excedentes de gas y petróleo conseguidos con una técnica (el fracking) altamente contaminante que provoca serios y peligrosos seísmos. EEUU va camino de convertirse en el mayor productor mundial de petróleo y de gas gracias a la fractura hidráulica, aún a costa de la salud del planeta y de la humanidad. Pero da lo mismo. Es la economía, estúpido, dijeron y siguen diciendo.

Para muchos expertos esta propuesta no hace sino prolongar la agonía energética de Europa. Se trataría de pasar de depender de uno para ponernos en manos de otro. Y en medio el riesgo a que la alternativa sea siempre más cara y más insegura dada la conflictividad y la fragilidad estratégica del resto de los posibles proveedores que hace que el suministro tenga que pasar por corredores y gaseoductos altamente inseguros como los de Irán-Pakistán; Irán-Irak-Siria; Sudán; Birmania-China y Nabucco (Rusia y satélites).

El mercado del petróleo y del gas tiene su epicentro en las zonas más conflictivas del mundo y está condicionado por guerras civiles y contiendas internacionales. La lucha de intereses y el recrudecimiento de los conflictos no parece que vayan a detenerse. La escasez, el cese deliberado de los suministros o la subida de los precios de los combustibles son una posibilidad real. Y para eso no cabe más alternativa que la independencia energética. Pero Europa camina en sentido contrario. En vez de propiciar un avance en la programación de la consecución de la soberanía que le puede proporcionar las energías renovables, Europa da un paso atrás en esta senda y se pone en manos de EEUU y su tecnología para impulsar el fracking, inyectando ingentes cantidades de agua, arena y productos químicos al subsuelo a una gran presión para romper las rocas madres y expulsar al exterior el gas y el petróleo del interior más profundo de la Tierra.

Se trata de una política suicida e irresponsable que sigue España al pie de la letra atacando con virulencia a las renovables, mientras depende para su suministro energético del gas de Argelia y Nigeria, y del petróleo de Arabia Saudí, Rusia, Nigeria, Irán... fundamentalmente, y mientras decide potenciar las extracciones de crudo en nuestras aguas y desarrollar el fracking por toda la geografía peninsular, a pesar de que el yacimiento de gas Castor y sus peligrosos movimientos sísmicos pusieron en evidencia este tipo de técnicas. Y se trata, también, de la política suicida que sigue Canarias apostando por el gas, mientras acepta sumisa e incapaz el freno y los obstáculos a las renovables en el archipiélago.

Cada diez minutos España gasta un millón de euros en comprar combustibles fósiles y, al tiempo, arremete contra las energías limpias que nos pueden suministrar el viento, el sol, el mar o el calor del interior de la tierra. España y Europa miran ahora al pasado, de manera irresponsable e improvisada, hipotecadas por su dependencia de los grandes poderes geoestratégicos y por su incapacidad para diseñar un sistema energético independiente. Desprecian un futuro sostenible capaz de transformar la economía y beneficiar a la naturaleza.

Y mientras esto sucede, en los últimos días distintos organismos internacionales no cesan de advertirnos de la peligrosa deriva del planeta. La Organización Meteorológica Mundial ha publicado su informe anual en el que se nos confirma la tendencia al calentamiento global y a los fenómenos meteorológicos extremos; la NASA en su último estudio nos advierte del cambio climático y “la explotación insostenible de los recursos” y de que sin cambiar el actual modelo político “es difícil evitar el colapso civilizatorio”; el Panel Intergubernamental de la ONU sobre el Cambio Climático ha hecho pública también su última investigación y vuelve a alertar sobre los riesgos del calentamiento global para el suministro alimentario y de sus consecuencias para la estabilidad social, la emigración, la seguridad, el suministro de agua, la pobreza, la salud...; la OMS nos acaba de decir que la contaminación mata a siete millones de personas al año; el Proyecto Climatique (ITC y las dos universidades canarias) señala que los alisios se desplazan en Canarias hacia el este lo que podría afectar a nuestro clima con un aumento de las temperaturas y un descenso de las lluvias: “cambio climático puro y duro”, como señala Gonzalo Piernavieja, directivo del ITC; Sir John Houghton, científico climático, ha afirmado hace unos días en Tenerife que el cortoplacismo político nos conduce a un “escalofriante” calentamiento...Como plantea Saramago en su Ensayo sobre la ceguera, cada vez se hace más necesario asumir la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron.

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