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Los políticos y la inmortalidad

Eduardo Serradilla

Debe de ser cosa de la edad, pero, de un tiempo a esta parte, encuentro soluciones a problemas que antes me parecían de imposible solución. Uno de éstos, capaz de descomponer la más preclara mente, tenía que ver con cuál era el verdadero mecanismo de funcionamiento de los políticos –españoles en general, e insulares, en particular-.

Entre las muchas teorías que he barajado a lo largo de los años, estaba aquélla que me indicaba que los políticos, en su mayoría, son unos perfectos imbéciles, egoístas a carta cabal, e incapaces de pensar en nada más allá que en su propio beneficio.

También barajaba otra teoría, en la cual los políticos eran una prueba empírica de lo que, un día, dijera Pavlov; es decir, que responden a estímulos. En este caso, los estímulos son los dineros de aquéllos que financian sus campañas.

Otra teoría me indicaba que los políticos son lo que son, porque, en sus respectivas profesiones, brillan bien poco y, ocupando un cargo público, o siendo presidente de un equipo de fútbol –que ése es otro cantar- uno pasa a estar en el candelabro de manera perpetua y continuada. Siempre queda el recurso de casarse con un famosillo, o famosilla, aunque los debates parlamentarios son bastante más inocuos que un programa del corazón, espacio en el que se puede llegar a las manos, cosa que no ocurre en el Parlamento, o no, por lo menos, en España.

Sin embargo, el gran dilema que persigue a los cargos públicos y que explica la razón de su comportamiento tiene que ver con la inmortalidad. ¿Inmortalidad? Preguntarán ustedes.

Pues sí, esa nube negra que persigue a todo cargo electo está directamente relacionada con la lentitud que cualquier iniciativa demuestra desde que ésta es una mera idea hasta que logra ver la luz. Piensen que, en nuestro país, cualquier proyecto tarda una media de entre diez y quince años en llevarse a cabo, algo que, en la Comunidad Canaria, es casi un dogma de fe. Ya sea una remodelación, actualización, rehabilitación, o los ínclitos desvíos provisionales, no ha habido un proyecto, en las últimas décadas, que dure menos de diez años, sino quince o veinte.

Ahora, calculen. Si cada proyecto tarda entre diez o quince años en ser, medianamente, bien terminados -porque ejemplos de lo contrario hay muchos- y un siglo tiene cien años, ¿cuántos proyectos se pueden inaugurar en un siglo? Ahí es a dónde yo quería llegar. Los políticos patrios viven por y para esos momentos, aquéllos en los que su impronta es inmortalizada en una foto de portada, que, luego, pasará a ocupar un hueco en las hemerotecas y los fondos bibliográficos de las escasas bibliotecas que jalonan nuestra geografía.

Son esos momentos en donde los jefes de protocolo pugnan por evitar que sus protegidos no se saquen un ojo -a causa de los codazos que se dan, para ocupar la primera fila- y en donde los escribientes vierten la prosa más ramplona, rancia y maniquea, la cual gusta de cambiar la realidad por una versión edulcorada que solo contenta a los acólitos de turno.

Son esos momentos los que justifican el uso de los trajes más recios, pagados o regalados; las corbatas más chillonas, horteras o de moda; y los litros de gomina que nos transmutan al siglo XIX, tan del gusto de quienes, por ellos, nada, nada hubiera cambiado desde entonces.

Al final todo son besos y abrazos, cargados de veneno, puñales escondidos y las mismas miserias de siempre, moneda de cambio habitual cuando se habla de quienes, mucho antes de jurar su cargo, ya se habían vendido a otros intereses.

Lo malo es que estos significados momentos solamente ocurren muy de tarde en tarde y, mientras tanto, la clase política va dando tumbos a la espera de que la siguiente inauguración -aunque sea una mísera rotonda- se les ponga a tiro.

La verdad es que, de estar en sus circunstancias, se me haría muy duro pasarme toda una legislatura deseando poder vivir un momento tan solemne como éste, algo que, por cálculo probabilístico, fuera algo que no ocurriera. Y vivir en un sin vivir así...

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