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La supresión de las diputaciones refuerza a los cabildos

Fernando Ríos Rull

Nadie que conozca de cerca la realidad canaria puede cuestionar con solvencia la existencia de los cabildos. Por ello, siempre he creído que una de las claves para avanzar en la construcción de Canarias como país está en conseguir articular definitivamente nuestra organización administrativa; esto es, poder consensuar el papel que deben jugar sobre todo los cabildos insulares, pero también los municipios, en el entramado institucional del Archipiélago como entidad jurídico-política.

Entiendo que esos tres niveles administrativos -Archipiélago, Islas y Municipios, cada uno con sus propias instituciones, competencias y financiación- deben formar un sistema perfectamente cohesionado a través del cual el Pueblo canario pueda autogobernarse para satisfacer sus necesidades básicas, máxime en estos tiempos de dificultades económicas, de excesiva dependencia exterior y, derivado de lo anterior, de pérdida de confianza en las instituciones.

Ser capaces de conseguir adecuar la dimensión de cada nivel nos llevaría a zanjar definitivamente el debate conceptual, en el que llevamos desde que accedimos a la autonomía hace más de 30 años, sobre la naturaleza de las islas y sus cabildos como instituciones fundamentales de la organización territorial y administrativa de Canarias. Y precisamente la supresión de las diputaciones, aunque parezca una paradoja, puede ayudar a lograr ese consenso -supresión acertada porque en pleno siglo XXI su existencia no se justifica ya que en territorio continental sus funciones son perfectamente asumibles por las CCAA-.

Pero volvamos a lo que quiero expresar. Es una obviedad, pero a veces hay que decirlas, que el carácter fragmentado en Canarias ha hecho necesario acercar las administraciones a los ciudadanos –los Cabildos fueron creados hace un siglo (1912) y están garantizados constitucional y estatutariamente- y que, por esa razón, somos una de las CCAA, junto con el País Vasco y Baleares, más descentralizadas del Estado español, habiéndose traspasado durante estos 30 años grandes ámbitos competenciales en favor de los cabildos en materias tan importantes como transportes, medio ambiente, turismo, servicios sociales, carreteras y un largo etcétera.

En este tiempo, se ha aceptado el doble carácter de los cabildos: como instituciones propias de la Comunidad Autónoma y como ente local del Estado, pero aunque el problema es conceptual, las auténticas disfuncionalidades han surgido a la hora de determinar cuál de esas naturalezas ha de primar y, por tanto, a quién le corresponde establecer sus competencias, organización y financiación: el Estado o la Comunidad Autónoma.

Desde 1996 el Estatuto establece, con una fórmula algo genérica, que le corresponde a la Comunidad Autónoma, pero el Parlamento de Canarias ha tardado 19 años en aprobar una norma que los regulase, la reciente Ley 8/2015, de 1 de abril, de cabildos insulares, que todavía tiene grandes lagunas.

La cuestión es que desde los albores de la autonomía hasta hoy determinados sectores insularistas han temido, si los cabildos dejan de ser considerados entes locales y, en consecuencia, si dejan de ser tutelados por el Estado, dos cosas: por una parte, que iban a perder parte de la influencia que han creído tener por su relación con el Gobierno estatal de turno; y, por otra, que se pudiera consolidar –Dios no lo quiera- una conciencia política colectiva pancanaria; temor que les ha llevado a obstaculizar permanentemente cualquier intento de articular definitivamente el modelo institucional canario, pese a que los Cabildos reciben muchas más competencias y financiación de la Comunidad Autónoma que del propio Estado. Actitud pacata e interesada que les ha impedido percibir que los Cabildos serán administraciones más eficaces si se encajan adecuadamente en ese entramado institucional canario, lo que redundará en su provecho y, por ende, en resolver mejor los problemas de los ciudadanos.

Ese modelo se conseguiría si, en lugar de que la legislación estatal interfiera asimilándonos a las diputaciones, que recordemos no tienen ni las competencias ni la financiación de los cabildos, la regulación completa de los cabildos -incluido organización, régimen electoral y mecanismos de control jurídico-financiero- estuviera contenida en la normativa autonómica, como ya se ha hecho en el País Vasco con sus Territorios Históricos y en la Baleares con los Consejos Insulares. Que en esas CCAA ya se haya logrado significa que no se trata de un obstáculo jurídico, sino sobre todo político, el que impide que no haya interferencias ni de las autoridades, llámese ejecutivo central, ni de la legislación estatal a la hora de configurar y hacer funcionar el entramado institucional canario.

El objetivo es, insisto, lograr un modelo institucional único, que evite duplicidades y despilfarros, en el que los cabildos, por ser las administraciones más cercanas a los ciudadanos, no solo gestionen un paquete importantísimo de competencias cedidas por la Comunidad Autónoma, sino que puedan participar en la toma de decisiones de la propia Comunidad, de la que son parte, a través de una segunda Cámara Legislativa de carácter territorial (ya tenemos el embrión en la actual Comisión General de Cabildos en el seno del Parlamento de Canarias, pero sin suficientes funciones) porque precisamente ellos, los Cabildos, van a aplicar, en ese paquete de competencias, dicha normativa.

Para que eso pueda ser posible –para lograr ese sistema político-administrativo propio, completo, eficaz y ordenado-, se necesita desterrar viejos recelos –institucionales, insulares y políticos- y, sobre todo, convencernos firmemente de que los Cabildos son instituciones típicamente canarias, propias de nuestro carácter archipelágico, de nuestra multiinsularidad y fragmentación. Haciendo un parangón, de la misma manera que las CCAA también son Estado, hemos de conseguir que los Cabildos se sientan parte de la Comunidad, que quieran formar parte de un sistema institucional y administrativo adaptado a nuestras circunstancias y que, por ser útil al Pueblo canario, Islas y Archipiélago, Cabildos y Comunidad Autónoma, deben compartir competencias y toma de decisiones. Es la lógica federal: un modelo con dos instancias separadas pero perfectamente coordinadas e interrelacionadas entre sí.

Pues bien, que se supriman las diputaciones, además de otras cosas, ayudará a que podamos lograr ese objetivo por la sencilla razón de que ya no será posible que nadie pueda escudarse, para torpedearlo, en que somos similares a algo que ya ha dejado de existir, de tal manera que, por ser los cabildos instituciones singulares sin parangón con ninguna otra a nivel del Estado, no hay ya excusa, ni jurídica ni política, para que seamos los propios canarios, sin interferencias externas, quienes decidamos adoptar un modelo en el que los cabildos sean verdaderas instituciones de autogobierno.

Nunca es tarde si la dicha es buena…

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