Vienen pisando fuerte confiados en sus posibilidades y en lo fiable del camino. Han conocido la democracia como conocieron un ordenador, como si fuera un elemento más del paisaje cotidiano, y como si de un ordenador se tratara, no la veneran, no la miman, la utilizan para sus propios fines, para labrarse un futuro exclusivamente vinculado a la política. De sus mayores, con mayor o menor fortuna, han heredado solamente las malas mañas, la incomprensible creencia de que todo lo que no les pertenezca por los votos les pertenece por creerse de una casta especial. Por alcanzar el poder y conservarlo hasta la siguiente etapa son capaces de cualquier cosa, de pactar con el diablo, de incumplir sus promesas, de despreciar futuros más seguros pero más sacrificados. Están colocados, bien colocados, a la sombra del líder indiscutible, esperando que les llegue su momento, es decir, esperando que el líder se canse y les brinde la oportunidad de optar a sustituirle. Pero sabedores de que la gloria no siempre se alcanza por méritos propios ni por el reconocimiento limpio de las mayorías, medran y medran con la perseverancia de un santo para que, una vez caída la fruta de puro madura, alrededor no haya más aprovechados que ellos.