Ojalá ser libre como el viento o, mejor, como una pluma arrastrada por éste, como aquella que el susodicho movía a placer hasta caer en los pies de Forrest Gump. Ser mecido a voluntad de una película, me refiero, como espectador. Dejándote llevar por lo que ocurra en la pantalla sin que el intelecto interfiera demasiado. Que interfiera algo, lo justo, porque tampoco uno es una lechuga.
Tenía esta entradilla escrita y preparada como inicio antes de ver la última película de Sorrentino, creyendo que iba a ser “sólo” una experiencia sensorial, estética, un viaje de los sentidos, pero la película es eso y mucho más. Y ahí creo que reside su fuerza y su debilidad. En la tensión entre lo contemplativo, lo gozoso, y lo narrativo.
Parthenope, el personaje principal de Parthenope, la película, es Nápoles y Nápoles es Parthenope. Esto es algo que se puede deducir con un poco de esfuerzo pero a poco que uno hubiera leído algo sobre la película antes de verla, ya iba uno avisado de que esto era así; es lo que tiene la promoción cinematográfica, que aporta una información que quizá no debiera ser revelada para poder entrar uno más vacío, en el mejor de los sentidos, a la sala. Pero ese es otro tema. Decía, pues, que Parthenope es Nápoles. Aunque da la impresión de que no lo es todo el tiempo. Parece ser Nápoles sólo en gran parte de su historia, en gran parte de sus relaciones personales con los hombres y en el concepto que tiene de sí misma. Sin embargo, en algunas escenas no parece que su actitud se corresponda con lo que nos están contando que es la ciudad sino que parece responder a caprichos narrativos colocados al efecto de obtener ciertas imágenes cinematográficas poderosas, al margen del núcleo de la historia. Quién sabe, quizá no sea un capricho, quizá Nápoles sea así, cambiante y caprichosa, al fin y al cabo éste que escribe no la conoce. No debe de ser un capricho pero lo parece. En cualquier caso, la impresión es que hay un esfuerzo por plasmar una estética poderosa, mágnética, visualmente poética, al margen de la trama principal, como si estos dos aspectos no estuvieran bien engrasados. Como si el director quisiera abarcarlo todo. Es ahí donde creo que se produce la tensión entre lo gozoso y lo narrativo, que son dos cosas que pueden ir de la mano, como ocurría en La gran belleza o en la magistral Fue la mano de Dios, donde lo poético surgía de la propia existencia.
Aún así, sigo teniendo mis dudas. Sorrentino dijo recientemente en una entrevista que él no es muy listo. Por momentos me parece creer que eso es verdad y, al mismo tiempo, que no lo es. Bien, decíamos que esto va de Nápoles y, a pesar de que vemos Nápoles en la película, no la vemos como veíamos Roma en La gran belleza, no la recorremos en planos generales, no la abarcamos visualmente en su totalidad. La vemos fragmentariamente, vemos sus esquinas, sus recovecos, sus detalles, no obtenemos una panorámica global. Lo que sí vemos es a las personas de Nápoles, a las de todos sus estratos. Porque las personas son el lugar. Nápoles es lo que es porque sus gentes son lo que son, eso es lo que parece querernos decir. El lugar son las personas. De ahí la importancia de que Parthenope sea antropóloga. Así que Sorrentino es más listo de lo que él dice ser. Recordemos una frase de la película, en boca además de un representante de la iglesia: “Al final de la vida sólo queda la ironía”. En boca de un religioso, la ironía es doble.
Dijo también en la citada entrevista que si él pudiera dejar el cine y vivir de sus dibujos, lo haría. Y viendo Parthenope deduzco que este Sorrentino es un tipo honesto consigo mismo, porque la sensación que la película le deja a este que escribe es que tiene una suerte de vocación de película final, con todo lo positivo y negativo que eso conlleva. Esto nos conduce de nuevo a la idea de querer abarcarlo todo. Como si no quisiera o no pudiera hacer otra película, y ahí quizá esté su gran debilidad, el desconcierto que provoca su, aparentemente, errática narrativa. Sorrentino es un maestro en todos los aspectos cinematográficos pero aquí esa maestría se revela de forma independiente, sin una total unidad. Es decir, se aprecia en unos diálogos magníficos, en unos planos hermosos y poéticos, en una visión cinematográfica personal y auténtica. Eso sí, todo por separado, sin sensación de unidad; pinceladas brillantes en un cuadro compuesto por cuadros diversos. Puede que hubiera sido mejor idea haber hecho una hermosa serie televisiva de esta Parthenope, donde dedicarle cada capítulo a un aspecto diferenciado y donde la unidad que la recorriera habría estado en su personaje central.
Hay algo de excesivo, estrambótico y colosal; marca de agua de cierto cine italiano, encabezado por Fellini. Pero no quiero caer en el tópico de la deuda artística de Sorrentino con aquel, más evidente en La gran belleza que en esta Parthenope, donde creo que la impronta felliniana es menos evidente. Quizá le habría ido mejor debiéndole más al autor de La dolce vita, volando menos solo, que no pasa nada por hacerlo, todos los grandes cineastas han copiado a sus maestros. Para que este gran Sorrentino, al que adoramos, no hubiera sido tan demasiado Sorrentino.