Hace muchos años, de regreso en el coche con una novia que yo tenía, después de haber disfrutado juntos de un día realmente bueno, tuvimos una discusión. Ella, enfadada, me dijo que el día había sido una mierda, o algo así. Yo le dije que no, que el día había sido estupendo (bueno, no usé “estupendo” porque no soy un personaje de cómic) y que lo único malo había sido el final del día. Ella me lo quiso rebatir arguyendo (“arguyendo”, estoy bonito yo) que la discusión convertía toda la jornada en lo dicho. Me pareció una soberana estupidez y siempre he pensado que esa concepción sobre el tiempo era una cosa de mujeres. Que toman la parte por el todo. Pero ahora tengo mis dudas. Puede que fuera una concepción acerca de los finales. Lo cual puede constituir toda una filosofía.
Digo esto a propósito de Salve María, la película dirigida por Mar Coll y escrita por ella junto a Valentina Viso. Me hace pensar mucho su final. Un final que, inicialmente, me enfada muchísimo. Hasta que empiezo a pensar si no será culpa mía, que juzgo injustamente al personaje porque le atribuyo la entidad de una persona. Y, ojo, no son exactamente lo mismo. Porque el personaje representa a una persona pero no lo es. El personaje tiene que parecer una persona, ser verosímil como tal, pero enmarcado dentro de unos parámetros diseñados por el guionista de turno. Está en una jaula narrativa. Es como si sintetizáramos una buena parte de nuestra vida y la concluyéramos dotándola de significado. El problema es que la vida es absurda, no tiene significado, así como el arte, al menos cierto arte, sí lo tiene. Los finales resignifican las películas y las novelas, pero en la vida nada se resignifica, es todo caos (en el mejor y en el peor sentido). Y este final, el de Salve María, está preñado de significados… Es un final polisémico. Y lo es porque adquiere una dimensión diferente en función de cómo te enfrentes a él. Y no digo más, que se me calienta la boca y voy a acabar desvelándolo. Eso sí, no esperes, si no la has visto, un final a lo El sexto sentido. Aquí estamos en la liga de la realidad.
Ay, la realidad. Cómo suelta uno palabras enormes así, como quien no quiere la cosa. Estábamos hablando de los finales y de cómo hacen que la percepción del todo sea diferente en función de ellos. Si la peli es caca pero su final es oro, pensaremos que toda la peli es oro, o al menos plata. Si, por el contrario, la peli es brillante y el final es un bodrio, la sensación de que toda ella era detestable es la que permanecerá. Esto ocurre en el arte claramente narrativo, en el cual la historia tiene un gran peso. Porque buscamos sentido, buscamos “mensaje”, como si nos tuvieran que estar dando siempre algún tipo de lección moral, como si el artista fuera un gurú. Quizá sea eso lo que nos atrae de las películas y de las novelas, que tienen orden, que tienen sentido y límites claros. Empiezan y acaban y encierran un propósito. Huimos de la vida y nos metemos en el arte porque la vida está en puntos suspensivos y el arte tiene un punto final. En el arte hay Dios, para entendernos.
En esencia todo es cuestión de tiempo. En la vida y en el arte. En la vida nos dedicamos a tener hijos, a escalar montañas, a plantar árboles o a viajar a París… antes de que se nos acabe el tiempo. Pensando que, con tanta actividad, le encontraremos algún sentido a todo esto. Y cuando llegue el final podremos atesorar una sensación de viaje bien concluido, para lo cual, hay que acabar bien, tranquilos y felices, porque aquella novia mía quizá tenía razón y el final, si es bueno, redecora todo el viaje. Si es bueno el final tendría que poder resumirse, por ejemplo, en un mensaje, ya que tanto nos gustan éstos. Y la frase podría ser, por ejemplo… nadie es perfecto.