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A Don Pedro Capote

Elsa López

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¿Qué fue de aquel rebaño, desperdigado y tierno,Q

que amanecía temprano camino de las cumbres

con su pastor al frente?

¿Qué fue de las campanas de aquella vieja ermita

que enramábamos todos las vísperas de fiesta

con banderas y flores de distintos colores?

¿Qué fue de todo aquello?

¿Qué ha sido de nosotros, niños aún, perdidos todavía

en medio de la terrible oscuridad del mundo,

rodeados del frío y el pavor de sus muertos?

Don Pedro no responde. D

Se ha sentado en el banco de piedra que rodea la iglesia,

me mira, y luego se sonríe y luego mira al cielo.

Mira pasar las nubes como si fueran pájaros

y luego me descubre que nos vamos muriendo

los que fuimos un día la alegría de Dios en su mirada,

gloriosos en la nada de ser tan sólo eso:

la esperanza de un dios indestructible

a través de los ojos de un buen hombre

que nos amó y nos dio las palabras del mundo en sus palabras

cuando nada te queda del viejo paraíso que nunca has encontrado

y en el que ya no crees, por desidia o tristeza,

o por el simple hecho de estar desarraigado de tu propia memoria.

Y es hermoso saber que él estará a tu lado,

sin decírtelo, sin explicarte nada,

con la sonrisa puesta y el tono cariñoso,

y la grave ironía de los viejos astutos

que pastorean rebaños de cabras montaraces

que pastan en las cumbres

y al mismo tiempo buscan la mano cariñosa

que desmigaja el pan y te acaricia al vuelo.

Yo he amado su iglesia, viajera y andarina, Y

iglesia de los vivos con risas y parrandas,

iglesia de caridad y asombros.

Nosotros, que somos tan humanos,

que amamos a los curas

que son como los niños en su inocencia grande,

curas de esos de antes con sotana y con credo,

con santa unción y arcángeles cogidos de la mano,

capaces de querernos a pesar de sabernos muy lejos del rebaño

que con tanto cariño pastorea y vigila desde su campanario

repleto de beatas que no entienden a Dios

y sólo lo comparten de domingo a domingo

“que es muy suyo —repiten, hinchadas de soberbia—,

y Dios no va de vinos ni de juerga ni nada.

Que Dios es de silencios, de misa, escapularios...

Es un Dios con smoking y botones de nácar.“

No lo cree así don Pedro.

Desde el altar mayor, lo llama y lo convoca

y le dice que venga a estar entre nosotros,

que se vista de casa con sandalias de esparto

y venga a recogernos, a darnos fe y aliento para poder vivir con tanto desengaño.

Y Dios, que es como un niño, o un niño, al fin y al cabo, Y

se baja de las nubes, se despoja de barbas y ornamentos sagrados,

y se viene de juerga al patio de su casa.

Se ríe, se divierte, repica las campanas,

corre por los pasillos, arroja caramelos,

y dice que los niños le jueguen en los brazos.

Que se callen los rezos, los suspiros y el llanto,

que está cansado de sufrir en la tierra

y ahora quiere un descanso.

Que le arrullen los niños,

que se dejen de cruces y sermón de montañas;

que se acerque don Pedro, el cura de la ermita,

el que enrama la plaza

y habla de malandrines con el señor maestro

que es ateo, a Dios gracias, según él mismo dice;

que se acerque —lo ha dicho Dios muy serio—

que quiere regalarle su amor y su esperanza

y poner en sus brazos el tibio corazón de todos esos niños

que son parte del mundo.

Hace 25 años, en un viaje de trabajo a La Tricias, conocí a un buen hombre. Me había recogido en auto stop en la carretera y me llevó hasta la plaza del pueblo. Me dijo que era el párroco de Garafía y venía a decir misa a Las Tricias. Yo me fui al bar de la plaza. Tenía que recoger información de una muchacha que cantaba serinoques como los propios ángeles. Al rato de estar allí vi llegar al párroco; le pregunté por la misa y me contestó que en la iglesia sólo había cuatro beatas, que el resto del pueblo estaba en el bar y por lo tanto Dios estaba allí, donde estaba la gente, y era allí donde realmente lo necesitaban. Yo me sonreí. Sabía el camino. Era de esos sacerdotes que buscan a Dios en los hombres y no en la iglesia.

El párroco de mi barrio era igual. Don Pedro era de esa clase de curas que salen al monte a buscar a sus ovejas extraviadas. Mejor aún, sale, no para recogerlas y llevarlas a encerrar al aprisco, sino para quedarse con ellas y pasear monte arriba hasta llegar a la luz de las cumbres más altas. Me gustaba por eso.

Hay dos clases de creyentes. Los que ven a Dios encerrados en un altar y formando parte de una liturgia, y los que lo ven en todas partes. Don Pedro formaba parte de ese segundo grupo. Hay quien habla de Dios como si Dios le perteneciera, como si fuera de su exclusivo patrimonio; lo maneja a su antojo y habla de Él como si al pronunciar su nombre todos los que le rodean debieran reverenciar no a Dios sino a él, exclusivamente. “Dios para arriba, Dios para abajo...Dios me ha dicho, Dios ha dicho...”. Don Pedro, no. Don Pedro hablaba de Dios con ese reparo de quien teme perder una valiosa joya si la muestra en exceso; con la unción de quien se sabe conocedor de algo muy grande, apreciado, y difícil de explicar.

Don Pedro tenía para mí ese matiz familiar y acogedor de los de casa. Sentarme a su lado, hablarle de cosas cotidianas, sonreírle, eran actos espontáneos y naturales. Así fue siempre entre nosotros. Jamás me habló de lo que yo no era, jamás hizo proselitismo ni escuela; me quería sin requisito alguno, y esa era una fórmula mágica que funcionaba en mí como un reloj. Nada que pudiera parecer presión o enclaustramiento me era grato. El era inteligente y lo sabía. Nunca sabrá hasta qué punto le agradecía aquella muestra de caridad cristiana.

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