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Alberto tiene una madriguera de cangrejos

Miguel Jiménez Amaro

En la vida normal, tienes un hijo, en mi caso una hija, e incluso antes de que nazca la quieres por encima de todas las cosas. En otras vidas, no tan normales, tienes un amigo, y con el día a día, con los años, se va convirtiendo en tu hijo, al que también acabas amando por encima de todas las cosas. Pienso que esta es la más bella declaración, o forma de amistad, o a mí, al menos me lo parece, convertir a un amigo, no en hermano, que es algo muy manoseado y muchas veces lleno de mentiras, es convertir a ese amigo en tu hijo.

Conocí a mi hijo Alberto una tarde de verano, al regreso de la playa del Muelle, como ya os he contado alguna otra vez. Yo tenía diez años, el veintidós. Ese fue nuestro primer encuentro. Cinco años más tarde, comenzó nuestra amistad, armando tenderetes. Teníamos por costumbre los sábados ir de acampada a Los Cancajos, digo de acampada, porque aquello era en realidad lo que hacíamos, como si fuésemos a La Caldera.

Salíamos caminando desde Santa Cruz de La Palma hasta Los Guinchos, que era el trayecto más corto, cargados como mulos. Entre nuestras pertenencias llevábamos, a parte de los útiles para la playa, calderos, paellera, platos, vasos, cubiertos, vino Mibal Roble, cajas de cerveza, arroz, papas, mojo, aceite y víveres en general. De todo lo que hacía falta para pasar una semana, pero solo pasábamos un día. Entre las pertenencias había una cosa que no podía faltar nunca. Si faltaba, mi hijo no se quería venir. Una gran lona que había sido en su día, en El Aaiún, una tienda de campaña, cuyo cometido era que no nos viesen los rendijas, pues Los Cancajos estaba lleno de ellos.

Cuando íbamos a la altura de Los Cuarteles, parábamos en la tienda de Doña Alicia, una soberana señora que reinaba en aquel lugar. Una especie de cantina en donde tú mismo te servías, decías lo que habías comido y bebido, y luego pagabas. Doña Alicia, además de ser confiada, era generosa, es decir, permitía fiados. Sus clientes, en una gran mayoría, eran soldados. No me explico cómo no le han puesto su nombre a alguna de las calles de aquella zona. Nuestra parada era para tomar las primera cervecitas y permitirnos un pequeño descanso. Ya no parábamos más hasta llegar a La Charca, en donde montábamos el campamento.

La primera vez que emprendimos esta odisea, Alberto nos tuvo intrigados durante todos los días previos al sábado, con la historia de que la paella la quería hacer con cangrejos, y que no nos preocupásemos por cogerlos, porque él tenía una madriguera sachada, en la que nada más meter el brazo, lo sacaba lleno de cangrejos. Y ocurrió así, ante el asombro nuestro, cuando hicieron falta los cangrejos para el arroz.

Alberto traía consigo, en su petate, otro recuerdo del Aaiún: una larga chilaba blanca que se la calzaba y se iba a las crestas mas altas de las rocas a engrandecer aún más el paisaje del cielo con sus tiradas de cabeza. Luego, en la arena de la playa jugábamos a luchar todos contra él, a ver si lo derribábamos; era inútil hacerlo, era como luchar contra una montaña.

Después de comer, cuando no era por una razón, era por otra, o quizás sin razón alguna, puro espectáculo, montaba en cólera, y como un bárbaro, tiraba bombona, calderos, paellera al fondo del mar, para luego sumergirse a buscarlos, pues todo regresaba de vuelta. Todo era puro espectáculo. Lo que me pregunto ahora es que si todo era puro espectáculo, que para qué cargábamos la lona antirendijas. Probablemente la respuesta sea que la lona era también un espectáculo.

Aquella vitalidad era arrolladora, la de él, la más fuerte. No te cansabas nunca. Te quedaban fuerzas para regresar otra vez caminando, borrachos, con todos aquellos enseres, y empezabas a pensar en el sábado próximo.

Alberto sabe que los años nos van poniendo límites, a él el primero. Por eso dice a cada rato que él ya no tiene herramientas para comer como antes. Por eso, él, que lo pudo todo, dice que ya no puede como podía, y qué se le va a hacer, pues si no se puede, no se puede. Aquella vitalidad de entonces se ha convertido, al paso del tiempo, en sabia resignación. En ir aceptando el deterioro físico con entereza, con elegancia, y supliéndolo con bondad. Y porqué no, con belleza.

Ya no existe aquel mismo brazo que sacaba lleno de cangrejos de la madriguera que tenía sachada. Ya no existe tampoco la madriguera de cangrejos. Como tampoco existe la lona antirendijas y la chilaba moruna traídas de El Aaiún. Todo eso se lo ha tragado, lo ha devorado, el tiempo, está en su barriga. Pero existe el hecho de que el mismo tiempo que me ha ido quitando un amigote, me ha ido entregando un hijo que ahora tiene setenta y tres años cumplidos en julio pasado.

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