En Puerto Naos, donde la vida ha vuelto a las calles y los bares vuelven a llenarse de conversaciones, queda un último desafío por resolver. La pequeña zona de Playa Chica permanece cerrada como único vestigio pendiente de la batalla contra los gases volcánicos, y la semana pasada ha comenzado a escribirse lo que podría ser su capítulo final. Mientras el Atlántico rompe a pocos metros con su cadencia inmutable, un equipo de científicos del Instituto de Ciencias de la Construcción Eduardo Torroja perfora el suelo de esta localidad costera en busca de la solución definitiva a un enemigo tan peligroso como invisible: el dióxido de carbono que el volcán Tajogaite dejó atrapado bajo sus cimientos hace cuatro años.
En garajes de esta zona residual —el último reducto con concentración significativa de gases— se alzan ahora conductos metálicos que emergen del suelo como extrañas esculturas industriales. Son los primeros elementos de un experimento que podría culminar la recuperación completa de Puerto Naos. El miércoles 22 y el jueves 23 de octubre de 2025, las bombas de vacío comenzaron a extraer por primera vez, de manera controlada, el gas que mantiene clausurada esta última porción de territorio palmero.
El último obstáculo
Han pasado cuatro años desde que el Tajogaite cesara su furiosa actividad. Puerto Naos ha resurgido: sus restaurantes sirven pescado fresco, sus terrazas se llenan al atardecer y los vecinos han vuelto a sus casas. Pero una pequeña zona de Playa Chica sigue siendo rehén del volcán. No de la lava, que respetó sus calles, ni de las cenizas, que el tiempo ha limpiado por completo. Su enemigo es mucho más insidioso: concentraciones de COâ que oscilan entre 5.000 y 30.000 partes por millón —llegando puntualmente a 40.000 en espacios cerrados—, muy por encima de las 1.000 ppm que la Organización Mundial de la Salud considera el umbral de seguridad.
Es el último cabo suelto de una historia de superación. Mientras el resto de la localidad ha recuperado por completo su pulso vital, esta área reducida espera a que la ciencia encuentre la respuesta definitiva a una pregunta para la que no existía manual: ¿cómo se libera el gas atrapado en el subsuelo tras una erupción volcánica?
Cuando la construcción se encuentra con la vulcanología
La respuesta está en marcha, y llega de un instituto nacional especializado en ciencia de materiales y construcción. La Unidad de Habitabilidad y Calidad del Aire Interior del Eduardo Torroja ha adaptado técnicas empleadas habitualmente para mitigar el radón —otro gas peligroso que emana del subsuelo— a este último desafío postvolcánico.
El concepto es tan elegante como complejo: crear un campo de presión negativa bajo los edificios mediante pozos de extracción vertical de entre ocho y diez metros de profundidad. La idea es empujar los gases hacia la calle y no hacia los interiores, reduciendo así su concentración en espacios cerrados. Bombas de vacío succionan el aire del subsuelo, arrastrando consigo el COâ acumulado, mientras sensores multipunto monitorizan en tiempo real la respuesta del terreno.
La semana pasada, técnicos desplazados desde Madrid han comenzado a instalar los primeros conductos de extracción e inyección en Playa Chica. Los datos preliminares de caudal y presión, recogidos por equipos del Instituto Geográfico Nacional y del Instituto Volcanológico de Canarias (Involcan), servirán para calibrar el siguiente paso: extender la red de ventilación y completar la descontaminación de esta última área afectada.
El proyecto cuenta con una financiación de tres millones de euros del Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana, y representa una colaboración sin precedentes entre disciplinas aparentemente distantes. Junto al Eduardo Torroja trabajan Involcan, el Instituto Geológico y Minero de España (IGME-CSIC), el Cabildo de La Palma y la Fundación CIUDEN, aportando cada uno su experiencia en geología volcánica, ventilación, calidad del aire y gestión de proyectos de mitigación ambiental.
El destino del gas extraído: de un problema a un recurso
Las pruebas se están realizando inicialmente para almacenar el COâ extraído en botellas o bombonas, donde se analiza su pureza, su composición y su comportamiento a presión controlada. Esta fase experimental permitirá comprobar la eficacia del sistema y, si funciona como se espera, abrirá la puerta a soluciones más ambiciosas.
En caso de éxito, una segunda etapa contemplará la posibilidad de conducir el gas mediante un emisario submarino, aprovechando la cercanía del mar. El propio Ministerio de Transportes ha mostrado ya su interés en estudiar esta ampliación si las pruebas confirman que la despresurización libera cantidades significativas de gas de forma estable y segura. El objetivo final sería escalar el sistema a toda la zona de Playa Chica, permitiendo su reapertura definitiva.
Pero la idea va más allá: ¿por qué limitarse a expulsar el gas si se puede aprovechar como recurso? En otros lugares del mundo existen ejemplos inspiradores. En México, por ejemplo, los grandes vertederos de la capital extraen gases como el metano y el dióxido de carbono de gigantescas bolsas subterráneas, y parte del COâ capturado es utilizado por la compañía Coca-Cola para carbonatar sus bebidas. Es decir, lo que antes era un residuo peligroso hoy se convierte en materia prima industrial.
¿Podría suceder algo similar en La Palma? La idea, aún en el terreno de la curiosidad y la posibilidad, no es descabellada. El COâ del Tajogaite podría transformarse en un producto local, destinado a carbonatar refrescos, vinos espumosos o incluso un original “nick de fresa carbonatado” con sello palmero. Sería una forma simbólica —y económica— de convertir el aliento del volcán en un signo de renovación y creatividad.
Si la inversión privada no se adelanta, esta iniciativa podría recibir impulso público o mixto, por ejemplo, a través del Cabildo de La Palma, que ya ha respaldado proyectos de innovación tecnológica con impacto local. Apostar por un uso circular del gas volcánico sería una oportunidad única para combinar ciencia, economía y sostenibilidad bajo una misma idea: que del volcán también puede surgir vida y valor añadido.
La red que vigila cada bocanada
Nada de esto sería posible sin el proyecto Alerta COâ, una extensa red de sensores que mide concentraciones de dióxido de carbono con precisión milimétrica. Día tras día, estos dispositivos dibujan mapas invisibles de peligro, identificando los puntos calientes donde el gas emerge con mayor intensidad. Han sido estos datos, acumulados durante cuatro años, los que han permitido a los científicos diseñar la estrategia de intervención.
“Estamos ante un experimento pionero”, reconocen fuentes del proyecto. No existe, en efecto, precedente de una operación de esta magnitud para descontaminar el subsuelo urbano tras una erupción. Si bien hay experiencia en desgasificación volcánica en áreas despobladas o naturales, aplicar estas técnicas a un entorno residencial, con edificaciones, conducciones de agua y electricidad, añade capas de complejidad técnica y regulatoria.
El calendario de la victoria
Las próximas semanas marcarán el camino hacia la recuperación total. El equipo del Eduardo Torroja tiene previsto instalar una segunda batería de pozos de prueba, ampliando el área de cobertura. En paralelo, en los laboratorios del instituto en Madrid se están elaborando modelos de simulación térmica y de gradientes de presión que permitirán optimizar el diseño del sistema antes de su extensión definitiva.
Los primeros resultados técnicos se presentarán a finales de noviembre en una jornada conjunta organizada por el IETcc y el Cabildo de La Palma en la capital insular. Será el momento de confirmar si este sistema de despresurización es capaz no solo de reducir las concentraciones de COâ en superficie, sino de mantenerlas por debajo del umbral de seguridad de manera sostenida en el tiempo.
Y luego vendrá la solución final: ¿hacia dónde dirigir el gas extraído? Una de las hipótesis más prometedoras contempla reconducir el COâ hacia el mar, aprovechando la proximidad de la costa. Si esta opción resulta viable —y todo apunta a que técnica y ambientalmente lo es—, Playa Chica podría abrirse por completo en cuestión de meses. Imaginen esas tuberías expulsando hacia el océano el último vestigio de un volcán que ya forma parte de la historia.
Por ahora, en Playa Chica, los conductos metálicos recién instalados trabajan en silencio, extrayendo poco a poco el último legado del Tajogaite. Son estructuras modestas, casi rudimentarias en apariencia, pero representan algo mucho más poderoso: el punto final de una extraordinaria historia de resiliencia. Puerto Naos ya ha demostrado que puede renacer; ahora solo falta este último paso para completar su recuperación total.
En una isla que ha aprendido a convivir —y a vencer— la geología más caprichosa del Atlántico, esta batalla contra el gas invisible está a punto de ganarse. La ciencia ha encontrado la solución, la tecnología está funcionando y los plazos se acortan. Pronto, muy pronto, Playa Chica dejará de ser la excepción. Los carteles de advertencia desaparecerán, las últimas vallas se retirarán y Puerto Naos podrá decir, por fin, que el Tajogaite forma parte de su pasado, no de su presente. Y en esa pequeña zona costera que ahora espera, las olas seguirán acariciando la arena volcánica, pero esta vez con vecinos que pueden disfrutarla sin restricciones, con niños jugando en la orilla y con la certeza de que incluso el aliento más persistente de un volcán tiene su fecha de caducidad cuando la ciencia, la voluntad y la esperanza se unen.