El fuego de nuevo
¿Cuántas veces más? ¿Cuántos años más para ver la destrucción de la naturaleza que nos rodea a manos del agua o del fuego? ¿Cuánto dolor y desesperación para quienes soportan las consecuencias de una tierra enfurecida que la acaba pagando siempre con los más débiles y los más inocentes? ¿Cuántas historias más de desaprensivos, egoístas, incívicos y mala sangre tenemos que seguir sufriendo? Porque el fuego no es sólo consecuencia del calor o del viento. El fuego, ese monstruo que devora campos, casas, cosechas, animales y seres humanos, no llega provocado únicamente por el calor que nos ha castigado estos días y al que acompaña para mayor desgracia un viento terriblemente cálido y tempestuoso, también llega de la mano de aquellos que no hacen caso de avisos y anuncios de todo tipo colgados de postes y paredes de calles y ciudades.
Ellos lo saben. Lo saben cuando encienden un cigarrillo y dejan las colillas al borde de una carretera; lo saben cuando tiran esa colilla sin apagar desde el coche o desde el balcón de una casa a la calle por donde pasan niños, abuelos y toda esa buena gente que camina por ellas; lo saben cuando hacen una barbacoa en plena ola de calor y dejan que salten chispas por el aire mientras ríen y beben divertidos; lo saben cuando desbrozan los canteros o hacen una hoguera para quemar los rastrojos aquellos que nada saben sobre el campo y sus enemigos. Hace unos días, un vecino de Garafía cancelaba una comida por no hacer fuego al aire libre y ayer mismo nos paró en la carretera para prevenirnos sobre el calor tan grande que había en la comarca y advertirnos, como si fuéramos ilustres idiotas llegados de la ciudad (que lo somos), que no se nos ocurriera coger la desbrozadora para limpiar de malas hierbas los canteros, cosa que a veces hacemos por idiotas, precisamente, y, sobre todo, por desconocimiento supino de lo que es el campo, la tierra y sus secretos.
Pero ya ven, los hay que celebran su cumpleaños un día que estamos a cincuenta grados de calor y tiran voladores y cometas con cirios encendidos cuando lo que deberíamos hacer, siguiendo el ejemplo de nuestros antepasados, es refugiarnos en una cueva fresquita, echarnos sobre la tierra húmeda y encomendarnos a los dioses. Y si no podemos porque hemos cambiado la cueva por un pisito decente en mitad de la capital y hemos renunciado a la vida y a los menesteres del campo por un trabajo que creemos más digno en unos grandes almacenes o en una notaría (todo muy legal y honrado, no necesito aclararlo), al menos no nos comportemos como salvajes pensando sólo en nuestra felicidad sin importarnos el trabajo ajeno, la lucha diaria de quienes tienen que levantar las cosechas con el sudor de su frente y ahora ven cómo los canteros de plátanos, aguacates, manzanos y huertas plantadas de papas y toda suerte de alimentos, desaparecen devorados por un enemigo común.
No alimentemos más a ese enemigo ni echemos más leña a ese fuego que camina por sí solo sin necesidad de que una mano criminal venga a azuzarlo. Y no pensemos que hay quien lo hace para vengarse de algo o de alguien, que también. No creamos que hay quien prende fuego para quemar los pastos y luego ganar dinero construyendo una avenida con rotondas llenas de monumentos de mal gusto de algún amigo local que dice llamarse escultor. Que a veces sucede. No imaginemos depredadores, corruptos, enfermos mentales que adoran ver arder casas con mujeres y niños dentro porque eso satisface su hombría y su cerebro putrefacto. Que ya lo sabemos. No creamos en la purificación de las almas por efecto sobrenatural de ese monstruo que nos hace arder en los infiernos o en la hoguera sacrosanta de cualquier inquisición prendida por una mano misericorde que piensa que con ello nos va a llevar antes al paraíso. Que igual ocurre. No. No pensemos en ello. Demasiado apocalíptico todo. Pensemos únicamente en la rabia de una naturaleza que hemos calentado nosotros a fuerza de creernos los dueños de la tierra, del mar y del aire y pensemos en la frivolidad de nuestros queridos vecinos que encienden una vela de colores para danzar a su alrededor invocando a las hadas del bosque y, mientras lo hacen, cantan nanas funerarias para dormir a sus hijos y a los nuestros.
Elsa López, 20 de agosto de 2021
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