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La hierba de la envidia

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La expresión no es mía. Es de Gracián a quien parecía preocuparle mucho el tema. Su prosa me apasiona igual que el carácter sentencioso de sus escritos. «Las cosas que se han de hacer no se han de decir, y las que se han de decir no se han de hacer». Sus palabras juegan con paradojas, el absurdo, la tensión de ideas aparentemente opuestas, «Vale más pelear con gente de bien que triunfar con gente de mal»; y «Más es la mitad que el todo, porque una mitad en alarde y otra en empeño más es que un todo declarado». Gracián, a quien no dejo de citar por su inteligencia y su lengua bien afilada, escribe en Agudeza y arte de ingenio» (1648) (uno de mis libros de cabecera junto a Meditaciones de Marco Aurelio) que la envidia salió a pasear por la tierra buscando un sitio donde quedarse a vivir, y lo encontró. Se llamaba España. Bien mirado, no equivocaba el rumbo. Quevedo lo sabía bien y lo sabían Cervantes y Góngora y otros muchos de nuestros clásicos que la sufrieron y la citan con frecuencia.

Ana Rossetti en su poemario Dióscuros (1982) nos da la clave: El poema Ocho acaba con estos versos: «Y sonreí triunfante midiendo por tu envidia mi ventaja». Y así es. Cuanto más te vuelvas contra mí, escribas contra mí aún sin nombrarme, o sueltes prendas por esa boca para intentar desprestigiarme, más soy consciente de mi altura y de mi fuerza. Me temes, lo sé. Temes lo que soy y lo que hago; temes lo que digo y lo que callo y por eso me observas y me crees más fuerte y poderosa de lo que soy realmente. Sabes que no tengo miedo a nada ni a nadie y ahí reside mi fortaleza. Tú no. Tú tienes miedo de todo: del aire que te despeina, de los ojos que te miran, de las palabras que te dicen cuando se acercan a ti y de las que piensas que se pronuncian cuando te alejas; tienes miedo de la gente con la que te cruzas, de sus pensamientos, de sus creencias. Todo te asusta y apabulla. Y, lo peor de todo, temes lo que eres y lo que pretendes y nunca podrás conseguir. Mides tu desventaja respecto de casi todo lo que te rodea. No puedes con las cosas que te asedian y las que no posees. Temes no alcanzar lo que deseas. Y, finalmente, temes reconocerte tan poca cosa, tan nada en realidad, que temes pisarte al tropezarte contigo mismo en la mitad de una calle, en un portal o en las escaleras de la casa en que vives.

Siento una pena difícil de medir y calificar porque creo que es la envidia la peor de las maldiciones fundamentalmente para quienes la padecen. Y quienes la padecen no se ven a sí mismos como envidiosos, al contrario, ven a los demás como enemigos al acecho dispuestos a llevarse por delante todo lo que ellos representan; capaces de apoderarse de lo ajeno cuando realmente son ellos los que anhelan quedarse con lo que poseen los demás. Ocurre en las mejores familias y nadie se libra de ella. Lo importante es aprender a combatirla, no dejarse avasallar por ella, controlarla cuando aparecen los primeros síntomas dentro de tu corazón, arrancarla de cuajo para que no se extienda como la mala hierba. Porque la envidia tiene una capacidad inaudita para ocupar cualquier espacio. Y, lo peor, puede extenderse poco a poco sin que nos demos cuenta por cualquier parte de nuestro cuerpo como esa hierba mala que se apodera de nuestros campos y arruina nuestras mejores cosechas.

Los he visto volverse verdes como esa maldita plaga dando razón al vulgo cuando dice esa frase tan precisa y descriptiva: “está verde de envidia” que no es sólo una frase, es una realidad porque quien padece de envidia acaba adquiriendo un color cetrino que termina por disipar los hermosos rasgos de cualquier rostro volviéndolo desagradable a quien lo contempla. La envidia carcome, roe por dentro, afea la sonrisa y tuerce el gesto de aquellos que la sufren y acaban por doblarse lentamente ante el peso de tal infortunio. Es una enfermedad de difícil cura. Quienes la padecen no se registran en un ambulatorio ni van a una consulta especializada en el tema para explicar a un médico lo que les sucede. Se creen sanos y fuertes y no aceptan su propia enfermedad. Ven a los demás como elementos agresivos de su desdicha, y si alguien les insinúa su incapacidad para alegrarse con la felicidad ajena, exclamarán con asombro e indignación que su falta de empatía es culpa de los otros que le agreden con sus éxitos, sus alegrías o su buena suerte.        

Elsa López

1 de septiembre de 2021

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