Libros, siempre libros

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Los libros no son como los amores, no se dejan unos por otros. No son celosos. Comparten la misma mesa y se acuestan en la misma cama. A un lado, el inicio de una página que se desnuda; al otro, la espalda de una página que se ha dormido. Sin embargo, podríamos decir que el lector o la lectora, los que reciben las atenciones, son siempre amantes colmados. Si abrimos el espacio íntimo a su presencia, si nos acostumbramos al sonido de las hojas al pasar, nos adentramos en la posibilidad de construir un nido, un espacio receptivo a salvo de la intemperie, un refugio donde el cuerpo de los libros bajo la luz de la lámpara, nos hace partícipes de algo lejano en el tiempo o en la distancia que, en definitiva, son lo mismo. Acercarnos a esa lejanía, incluso a esa inmensidad, al decir de Gaston Bachelard en “La poética del espacio” (FCE, 1965), hace que el “soñador” (en este caso, el “lector”), salga del contexto en que vive y acceda a “un mundo que lleva el sello de un infinito”. Sin tener que alcanzar el delirio lúcido de Don Quijote con los libros de caballerías o la fatalidad de Emma Bovary cuando leía, desconsolada, las revistas de París, los libros son necesarios para que nuestra imaginación adquiera sustancia y, sobre todo, que ese cuerpo imaginado no sea endeble e inocente. Apunta el filósofo francés que en su país tienen un proverbio: “los hombres saben hacerlo todo, excepto los nidos de los pájaros”. Si parece que el mundo se deshace bajo nuestros pies, si la actualidad es la historia de por dónde va el lodo, es muy recomendable aprender a construir un nido. Los libros nos acercan a esa posibilidad que parece vetada a los humanos que no ven la luz al final del túnel. Sólo desde el nido que permite crear los libros, es posible alcanzar el cielo. ¿O es el cielo patrimonio de los pájaros?

Entre los libros que traje del IV Festival Hispanoamericano de Escritores a principios de octubre, los que adquirí en mi última estancia en Tenerife a principios de diciembre, se han colado los que tomé prestados de la biblioteca pública de Los Sauces y los de mi biblioteca particular que me salían al paso cuando menos lo esperaba. Habría que añadir los que me han regalado amablemente algunas amigas. Ha sido un otoño de intensa lectura que se ha acrecentado en el invierno, en estos días de lluvia y de frío. Si tuviera que escribir de cualquier asunto, siempre acabaría citando esos libros que he estado leyendo. El discurso de los libros tiene la rara facultad de acomodarse al presente. Somos lo que leemos. No es la lectura solamente una forma de salir del mundo que nos rodea, como decía en el párrafo anterior, sino también es una manera de estar en él; la lectura es una posibilidad de poder habitar ese contexto sin que nos lastime tanto. Puede que duela descubrir ciertas verdades que los libros nos revelan, pero esa afección siempre es mejor que la dolencia que provoca la amnesia de no leer o la de mirar para otro lado. El recogimiento calmado que permiten los libros y la capacidad de reflexión que despiertan en nosotros, hace que nos sintamos algo prevenidos y por ello, menos vulnerables ante la desolación de la realidad o ante la soledad interior que, más tarde más temprano, tenemos que afrontar. En estos meses he pensado que vivo para leer, aunque en realidad, creo que leemos para poder vivir. La felicidad consistiría, entonces, en tener tiempo para la lectura.

En el último viaje que hice a Tenerife, a principios de diciembre pasado, llevé una lista de los libros que pretendía adquirir: “Claros del bosque” de María Zambrano, “Marca de agua” de Joseph Brodsky, “Laocoonte” de G. E. Lessing, “El amanecer de todo” de David Graeber y David Wengrow, “Horizonte” de Barry López, “Mediodía eterno” de Santiago Gil, “Las palabras importantes” de Alicia Llarena y unos cuantos más. En el Camino del millo, debajo de El Ortigal, no hizo el frío que esperaba. La llanura hasta el aeropuerto de Los Rodeos, tras una noche sin nubes, amanecía bañada de rocío. Entre los árboles desnudos, los gatos caminaban por el borde superior de las tapias buscando los primeros rayos del sol de la mañana. Sobre la mesa de la cocina de la casa que alquilamos mi amiga y yo, había naranjas y limones, una botella de vino tinto y también un plato con huevos. Era un segundo piso con balcón corrido alrededor; en el jardín de la primera planta se veían naranjeras y gallinas; una jaula grande con pájaros tropicales al lado de una parchita trepadora y numerosas macetas, completaban el espacio próximo a la casa. Al fondo, si miras hacia La Laguna, despegan o aterrizan los aviones en la llanura iluminada. “Cuando comencé a fabricar esta casa, no había ni luz ni carretera”, nos comentó la dueña al hacer los trámites del contrato. Sobre el velador de mi amiga, quedó “El infinito en un junco” de Irene Vallejo y sobre el mío, “Literatura fantasma” de Bruno Mesa; por delante, cinco días de sol en pleno invierno lagunero. Desayunar e ir a Lemus a por más libros, era el plan del segundo día.

Aparcamos el coche detrás del Hotel Nivaria y paseando cruzamos la Plaza del Adelantado: “allí estaba el bar de la Petuda y a la derecha el bar donde íbamos a desayunar cuando había exámenes. Buscábamos aguacate maduro en el mercado recién abierto y en el bar, lo extendíamos en el pan caliente con unas piedras de sal; vaso de clipper y barraquito, mientras los trabajadores que suministraban el mercado, charlaban animados”. Entramos por la calle Heraclio Sánchez comentando los cambios en el decorado urbano. El Bar Benjamín cerrado, la Librería Universidad ya no existe. “¿Y el Lucerna? ¿Te acuerdas de los bocadillos de pollo? Ni el Guacatiboa ni el Chola, ni la fotocopiadora de Domingo”. En Lemus, mi amiga y yo nos fuimos desplegando por las mesas de la parte baja, filosofía y ensayo, buscando con calma alguna sorpresa. Después nos separamos, me acerqué a la parte alta, literatura por nacionalidades y poesía. Con uno de los dependientes fui comprobando el listado de libros deseados. Al no añadir la doble “o” intermedia de “Laocoonte” cuando escribimos el título, el ordenador decía que no había existencias; tampoco tenían “Marca de agua”, pero sí “Claros del bosque” en Cátedra. En ese momento, como si fuera un tesoro encontrado, apareció mi amiga con el “Laocoonte”, de la editorial Tecnos y con un ensayo reciente y muy interesante de Josefa Ros Velasco: “La enfermedad del aburrimiento”, en Alianza Editorial. Para compensar los libros que no hallé, sumé a los que ya disponía, el bellísimo “De la aurora”, de María Zambrano, que es el libro que sigue a “Claros del bosque”. Hablando a través del móvil con un amigo de Barcelona, poeta y gran lector, al comentarle los libros que había adquirido de la escritora malagueña, me dijo: “Ten cuidado, que es filosofía”. Si, si, canela en rama es María Zambrano; y hay que dosificarla y leerla despacio. Tras alguna otra adquisición más, cuando salimos de la librería era ya la hora del ángelus. Al otro lado de la calle, un amigo italiano que nos acompañó en Tenerife, esperaba sentado y leyendo en las escaleras de la parte trasera de la Universidad. Por esas escaleras entramos en el recinto y recorrimos las galerías de la memoria donde ya no hay clases; ahora son oficinas de los diferentes departamentos. Pasillos vacíos ocupados por los recuerdos: “Aquí veníamos a los ciclos de cine, por aquí subían los que iban a Pedagogía, en estas escaleras un disparo de la Guardia Civil franquista mató a Javier Fernández Quesada en 1977”. Los tablones de anuncios, antes rebosantes de notas y carteles de colores, ahora se hallaban vacíos. Iluminados por el gran ventanal de la cafetería de la vieja Universidad, tomamos la primera cerveza del día y hojeamos los libros que habíamos adquirido. Mi amiga se fue a hacer un recorrido solitario hasta el aula donde comenzó a estudiar filosofía. Sensaciones eternas. El amigo italiano y yo esperamos en la mesa. Da gusto verlo, 72 años que nadie diría, sabe cuidarse; escribe poemas aunque aún no ha querido publicar; lee y toma notas en cualquier sitio, en estos momentos, estaba leyendo el último ensayo, aún no traducido al español, del filósofo italiano Umberto Galimberti. En Las Palmas, mi amiga le había dejado “El Libro de Sara” y él, después de leerlo, había dicho: “Yo quiero conocer al autor”. Y allí, sin ser estudiantes, en la cafetería de la vieja universidad, estábamos los dos. Y con libros y más libros ocupando el espacio que dejan las cervezas en la mesa. Libros, siempre libros de por medio. La grasa que nos une.

Si los libros que leímos cuando nos iniciamos en el mundo eran buenos (“Hiperión”, “Memorias de Adriano”, “Las personas del verbo”…), se puede volver siempre a ellos; se puede volver a los mismos libros que leíamos a los veinte años, pero no se puede regresar a una ciudad de principios de los ochenta, una ciudad que despertaba de la pesadilla de una dictadura. Un tiempo expansivo de pasión por las ideas políticas, un tiempo de cambios, de guitarras y vino con vino. Cuando el futuro era posible y las calles y las numerosas tabernas eran una algarabía. La Laguna ha cambiado y la nueva ciudad, resplandeciente, peatonal y adoquinada, se asienta sobre las ruinas de la antigua. Es inevitable que muchas cosas se pierdan en el tránsito de un tiempo a otro. De un lugar a otro, de una calle a otra. Tras cuarenta años, apenas queda rastro de todo aquello cuando nos conocimos. Sólo permanecen los libros. Los libros sobreviven al vértigo y al tedio, a la fugacidad de un mundo que devora todo a su paso. No sólo no se puede regresar al hogar, como escribía en el anterior artículo, sino que no se puede regresar a ningún sitio. Ya todo es otra cosa. “Tremenda nostalgia”, diría el más pintado en la barra del bar. Un bar nuevo, inmaculado, sí, pero un bar sin sabor, sin posibilidades. Como si todos los bares estuvieran enfocados a lo mismo, es decir, al turismo. La Laguna era una ciudad de universitarios y ahora es una ciudad de turistas. Algo profundo, algo de nuestro subconsciente no nos deja aceptar el hecho de que todo cambie tanto, o más bien, a tanta velocidad. Imaginen una ciudad con sus habitantes naturales y con sus estudiantes, pues posee universidad; imaginen que es una ciudad histórica y por ello, la visitan muchos turistas; imaginen que, inevitablemente, y para su propio funcionamiento, es una ciudad que recibe inmigrantes. Si se juntan los cuatro grupos de ciudadanos, parece que alguno acaba desplazando al otro como si faltara espacio. Las calles ya no son absorbentes. Así son todas nuestras ciudades: una parte de ellas es exilio. Cuestión de urbanismo, crecimiento, especulación. Cuestión de dinero. Como consecuencia, las masas chocan, los naturales pierden el sitio ante los turistas; los estudiantes por el crecimiento urbano del extrarradio o porque la Universidad se fue a Guajara. No se encuentra un equilibrio. La cuestión es que un tercio cambia de sitio. Y ese vacío se nota, aunque ahora las calles sean peatonales y estén bien adoquinadas. Aunque suban los de Santa Cruz en tranvía a cenar, aunque las terrazas innumerables estén ocupadas y las calles muy transitadas, hay una Laguna que ha emigrado. Sucederá siempre así. Envejecemos, nos alejamos del centro, nos retiramos al huerto, buscamos el silencio y otros ocupan el ruido. Las piezas del tablero quedan trastocadas. No es nostalgia, no es querer robarle el fuego a los dioses, es luchar contra la impiedad del devenir y su injusta condena al olvido. Aquellos sitios a dónde íbamos, se han convertido en templos de una nueva religión o son ruinas que aumentan el valor de los recuerdos de esos lugares que entre la espesura de entonces, brillaban de esplendor. En las calles por donde íbamos, sólo queda el sentido de nuestros pasos que vuelven; otros transitan ahora sus aceras y sabemos que volverán sobre sus huellas; volverán sobre sus huellas cuando ya no quede ni el rastro. Lo dicen los libros porque lo dice nuestra experiencia.

La agenda en Tenerife fue apretada; había que quedar con mi hermano y con algunos amigos y queríamos visitar varias exposiciones, por eso, dejé para el último día la visita a Tenifer, una estupenda librería de segunda mano que contra viento y marea, se mantiene en pie e incluso, ha mejorado. En este tipo de establecimientos se puede acceder a la posibilidad de alguna sorpresa. Donde hay libros, yo me detengo a mirar porque sé que siempre hay un libro que nos espera y como los caminos acostumbran a ser torcidos, puede que los libros que alguien abandona, acaben encontrando sitio en nuestra biblioteca. Después de saludar y felicitar a uno de los socios de la librería, salí contentísimo: “El hilo del collar: Correspondencia” de Gustave Flaubert, en Alianza Editorial, que hacía tiempo tenía muchas ganas de conseguir, pues sólo disponía de una selección de sus cartas a Colette. La correspondencia de Flaubert, al igual que la de Voltaire, es altamente recomendable y hay quien dice que es la mejor obra de cada uno de ellos. Encontré, además, dos volúmenes de la colección “La tragedia de la cultura” de Galaxia Gutenberg, sobre literatura rusa. Fantásticas ediciones en tapa dura, con excelentes traducciones e interesante aporte documental, colección de la que ya poseo varios ejemplares: “Corazón de perro. La isla púrpura” de Mijaíl Bulgakov y “Caballería roja. Diario de 1920” de Isaak Bábel.

El día anterior habíamos visitado a unos amigos en Igueste de Candelaria. Fernando Sabaté Bel es profesor de Geografía en la ULL, un gran lector y ha publicado, entre otras cosas, “El país del pargo salado. Naturaleza, cultura y territorio en el sur de Tenerife (1875-1950)” (Instituto de Estudios Canarios, 2011). Dos volúmenes, 1200 páginas, un monumento y una herramienta para entender setenta y cinco años de esfuerzo por parte de los habitantes de ese espacio del sur de la isla hermana, un paisaje con poca agua y con mucho ingenio. Después de merendar con su familia, con calma nos enseñó su agradable biblioteca y el despacho. En la pared de enfrente, un retrato de Humboldt iluminaba la estancia de madera de tea. Nos mostró una edición especial, de gran tamaño, del CSIC sobre el geógrafo, humanista y explorador prusiano que es una verdadera obra de arte. Nos conocimos porque leyó lo que yo escribía y me invitó a dar una conferencia a sus alumnos, de cuarto grado, cuando vinieron de visita programada a ver la erupción del volcán. Si todos los profesores de universidad tuvieran una biblioteca así y la utilizaran, el mundo iría mucho mejor. A raíz de la publicación del “El Libro de Sara” y de los artículos que escribo para este periódico, ha habido gente que se ha puesto en contacto conmigo. He hecho nuevos amigos y amigas por ello. Es decir, por los libros. Esto es lo mejor que han traído para mí los últimos tiempos. Y me viene bien. Vivo en el campo y ahora los libros son el vínculo con el mundo. En realidad, siempre lo han sido.

El arte del espacio”, la propuesta de la artista rusa Galina Salnikov, uno de los relatos incluidos en “Literatura fantasma” (Ediciones La Palma, 2022) de Bruno Mesa, es extraordinario; merece figurar en las mejores antologías de cuentos a nivel mundial. El tinerfeño es un excelente escritor. Mi amiga me regaló “El infinito en un junto”; todo lo que escriba Irene Vallejo será bueno porque tiene una prosa sublime; lo he leído en esta Navidad disfrutando y aprendiendo; que un ensayo sobre libros vaya por la edición número 43 y traducido a todos los idiomas, es una hazaña que demuestra la sabiduría de la escritora y el poder de los libros. El ensayo de Josefa Ros Velasco sobre el aburrimiento, es un estudio serio sobre el hastío como enfermedad. Con un prólogo de altura del filósofo Carlos Javier González Serrano, bien escrito y con profusión de citas, con aportes desde la filosofía, la literatura, la sociología, la psicología, la psiquiatría o la antropología, la investigadora española nos adentra en “ese fondo de la vida” (Unamuno) que, a unos más y a otros menos, nos afecta a todos. Mi amiga me lo cedió amablemente para que lo leyera primero. Leo varios libros a la vez, porque los libros no son como los amores, donde uno solo colma el objeto de deseo. Dos días después de regresar a La Palma, pasé por la biblioteca de Los Sauces para devolver un libro sobre Hemingway y otro sobre Julio César. Regresé a casa con “Las Rosas de piedra” de Julio Llamazares; un recorrido por las catedrales desde Galicia hasta Cataluña. Arrullado por el románico o el gótico y mis propios recuerdos de visitar esos lugares, me he dejado llevar por la maestría del escritor leonés, para mí un clásico contemporáneo. Cuando termine con él, -quedan poco de sus casi 700 páginas-, sé que disfrutaré como un niño, leyendo esa obra maestra que es “Del Orinoco al Amazonas” de Humboldt. Mientras afuera caía un tremendo aguacero, en la biblioteca hallé una buena edición del clásico (Labor, 1962), en tapa dura con grabados originales. La edición que poseía en Austral no la encuentro. Lo que he leído me transporta, el genio alemán fue un pionero, veía lo que nadie observaba en un mundo virgen; fue tratado con mucha amabilidad por los españoles de finales del siglo XVIII y es un gustazo leerlo hoy en día. Aún no he abordado el diálogo entre pintura y poesía que es el “Laocoonte” de Lessing; lo que he tocado de los dos libros de María Zambrano, es de alto nivel reflexivo, una poética para tiempos de desamparo. Un lujo que leeré con calma, yendo hacia atrás y tomando notas. “Cómo guardar cenizas en el pecho” (Bartleby Editores, 2021), el poemario de Miren Agur Meabe, que dejó una amiga de Los Llanos sobre la mesa del comedor, es tremendo; entiendo que le hayan dado en 2021, el Premio Nacional de Poesía. Es de mi edad, nacida en 1962 en Lekeitio. El domingo por la mañana, con guantes, metido entre las mantas y las gatas, me introduje en su poesía diversa y contundente. Una forma de reconstruir la vida con la ironía del canto y con la reflexión. Le leí a mi hermano, mientras tomábamos café, algunos poemas. “El método”, que abre el libro, “Mi phoenix canariensis”, que lo continúa. Se quedó impresionado. Sólo por el primero, merece que le hayan dado el premio: “He recogido en mi delantal / los frutos de una higuera crecida en tierra pobre. / He comprendido que somos martillo y espejo; / y el tiempo, un túnel repleto de coches averiados”. Ahora mismo, acaba de venir la cartera con un paquete devuelto: un libro de poemas que había enviado a Colombia, a una amiga que vive en la selva; dirección no encontrada, marca el sobre en el remite. Libros, libros, siempre libros que van y que vienen.

Los libros no tienen fin, pero para terminar y no extenderme mucho, les dejo como adelanto, un poema escrito después de haber cerrado “El Libro de Sara” y que podría haber ido en él, pues tiene las mismas ausencias. Se incluirá en el siguiente volumen que pretendo publicar: “La urdimbre de los días”. El poema tiene que ver con lo que decía en el cuarto y quinto párrafo de este texto. El hecho consumado de que nada es más poético que la pérdida, ya sea por la fugacidad del tiempo o por otras causas propias o ajenas, hace que cuando queremos volver a los lugares donde fuimos felices, lo que ya no pueden ver los ojos, lo pueda alcanzar siempre el alma. Esto también es lo que hacen los libros: volver a descubrir el alma al mundo.

'Amapolas'

Aquellos tiempos no volverán.

La prueba es el lugar donde nos hallamos.

En los bares donde antes nos besábamos, ahora exponen lavadoras.

Donde estaban las librerías, ahora venden artículos electrónicos o sopa agrio picante.

No te digo el gimnasio en que se ha convertido el cine.

Sentirse extranjero en ramblas y calles inolvidables.

Ese tiempo que pasa del que tanto hablan los poetas.

Nada de todo aquello volverá.

Pero tú eres como las amapolas.

Siempre vuelves en primavera.

ÓSCAR LORENZO

San Andrés y Sauces

Isla de La Palma

28-01-2023

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