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La mirada de Lola

Juan Capote

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Un día Kulber, el perro Pastor Garafiano que teníamos en la granja, se acercó hacía mí agitado. Al llegar me di cuenta de que tenía sangre en la mandíbula, justo antes de verlo desplomarse y morir. Alarmado llamé a Manolo, un compañero de trabajo experto cazador, para que corroborara mi opinión acerca de que el perro había sido envenenado. Por desgracia, en el mundo de los podencos no es nada raro que los vecinos de la zona envenenen a los perros pertenecientes a cuadrillas foráneas, e incluso sus propietarios suelen llevar un antídoto, cuando salen de cacería, que han salvado unas cuantas vidas caninas. Mi amigo no lo tenía claro y, haciendo un desagradable esfuerzo, decidimos abrirlo para tomar muestras. Cuando seccionamos el corazón emergieron una multitud de filarias: el perro había muerto de un infarto, pero ¿por qué? Recorrimos el camino que había usado el animal en sentido contrario y, tras adentrarnos en la nave más cercana, revisamos los corrales hasta que nos encontramos con el espectáculo: junto al comedero que también hacia de valla, se encontraba un cabrito muerto con el cuello seccionado. El instinto cazador dormido de Kulber había aflorado para ensañarse con el animal. Aquel enorme número de parásitos existentes en su torrente sanguíneo terminó completando la faena.

Un par de años después, todavía sin perro pastor, fui al Sur de Tenerife para visitar una floreciente explotación caprina, junto a mi compañero Morín, que había sido cabrero desde pequeño. Allí se encontraba una perra garafiana parida y él pensaba recoger algunos cachorros para entregarlos a pastores. Los fue probando uno a uno por el sistema de agarrarlos de la piel del lomo dejándolos en el aire. Si se quejaban no servían. Con el convencimiento de que estábamos haciendo algo bueno para los ganaderos, llevamos los perros a nuestra granja para repartirlos en la siguiente semana. Así pues, Morín, satisfecho con lo que íbamos a hacer, se fue al norte de la isla con tres animalitos, pero volvió con una cachorra. El potencial dueño no podía tenerla porque ya se había hecho con otro perro de pastoreo y, como consecuencia, la perrita regresaba al centro. Ya nos había costado desprendernos de todos esos simpáticos garafianos por lo que fue recibida con alegría y decidimos que iba a ocupar el puesto de Kulber. Lola había llegado a casa.

El animal, como corresponda a los canes de esa raza, pronto empezó a demostrar una gran inteligencia y un carácter afable. Cuando te miraba sabías que te estaba entendiendo y ese sentimiento se iba acrecentando con la madurez. También tenía una cualidad que los cabreros aprecian mucho y denominan sangre. Es decir, una disposición inmediata para recibir órdenes y trabajar. Era y es querida por todos nosotros sin excepción y alguna vez me la traje a mi casa. En la primera ocasión que lo hice, aquella perra que no había salido nunca de una granja se comportó como una consumada urbanita.

Siguiendo los procesos fisiológicos habituales, llegado el momento tuvo su primer celo y seis meses después el segundo. Cuando le llegó el tercero le trajimos un macho muy representativo de la raza que cumplió como galán experto, pese a ser su primera cubrición. Dos meses después nacieron siete cachorros que fueron amamantados perfectamente hasta su destete, tras el cual pasaron a manos de los nuevos dueños y hoy existen varios de sus descendientes con posibilidades de ser campeones de la raza.

Lola, como muchos individuos, tuvo su momento de gloria. Cuando tenía ya unos pocos años apareció por Tenerife un famoso presentador de TV, ruso, que estaba recorriendo el mundo para mostrar las diferentes razas caninas del globo. Era como americano César Millán pero a la moscovita. Este fornido encantador de perros había sido militar en los cuerpos de élite, lo que no le había agriado el sentido del humor. Yo le recomendé que fuera a La Palma a grabar a los garafianos en pastoreo, pero por razones de agenda le era imposible.

Soltamos unas cabras y tras ellas fue la Lola, casi haciendo el paripé. Después el ruso se sentó en un mullido prado y la llamó usando palabras de su idioma. Mientras la acariciaba se dirigía a la cámara deshaciéndose en elogios, según nos comentaba el traductor.

Algo más recientemente, Narvay Quintero, el Consejero de Agricultura del Gobierno de Canarias, decidió visitar nuestra granja, acompañado de varias personas relevantes de su departamento, cosa que agradecimos porque era el primero que lo hacía en 35 años de nuestra existencia. Las instalaciones se encontraban en estado de revista, pero no podíamos evitar las situaciones inesperadas. Cuando llegamos al último corral, la comitiva observó con horror que en medio de las jóvenes cabras se encontraba una gran rata. Se quedaron mirándola a través de la valla y yo fui, tan rápido como mis años me dejaron, a buscar a Lola. Tras abrirle la puerta tardó unos segundos en detectar al roedor y mucho menos en morderlo, lanzarlo al aire y, tras el aterrizaje, destrozarle el cráneo con su mandíbula.

Hace dos meses le detectamos un tumor mamario a Lola. La llevamos para que Sandra, una amiga y colega especialista, la operara. Tuvo que extirparle también los ovarios, donde tenía metástasis, y nos comunicó que todo era cuestión de tiempo. Y no mucho. Cuando realmente no pudiéramos evitar su sufrimiento habría que tomar una dolorosa decisión. Hoy la vi. Empieza a respirar con una cierta dificultad, su paso es más cansino y ya no me acompaña a caminar por la finca. Pero cuando su mirada se enfrenta a la mía siento que me sigue entendiendo. Quizás más que nunca. Lola, no te voy a defraudar. Cuando llegue el momento estaré a la altura de las circunstancias.

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