Nadie supo explicarle cómo se había caído.
Cuando preguntó por ese señor cuya estatua se levanta en medio de la pequeña y elegante plaza renacentista de su localidad, le contaron que fue un sacerdote que murió al caerse por las escaleras que están a escasos metros del monumento. Aparte de que era muy querido por la gente, nadie pudo darle más detalles sobre él o sobre ese fatal incidente. Tal escasez de información hizo que su mente de criatura de siete años empezara a especular con todo tipo de motivos: se resbaló porque había llovido, se pisó la sotana, alguien lo empujó, le dio una fatiga, se tropezó, se desmayó, se desequilibró...
Muchos años después, ya adulto, mientras sus hijos jugaban alrededor del pedestal de la estatua, escuchó a un guía relatar a un grupo de turistas la historia de la plaza de España, de los edificios que la rodean y del Señor Díaz. Se enteró de que fue uno de los líderes del liberalismo en Canarias en el siglo XIX y de que tuvo serios problemas por ello con los conservadores y con una Iglesia que vivía apegada al Antiguo Régimen. Aunque tampoco hubo ninguna referencia a la causa de la caída, ese día entendió por qué fue considerado digno de una estatua.
En 1820, desde su púlpito, Manuel Díaz pronunció una homilía en la que celebraba la restitución de la Constitución liberal de 1812. Venía a decir al rey Fernando VII que se había alegrado de su vuelta al trono tras la derrota de Napoleón en 1814, pero que estaba en contra de la restauración de la monarquía absoluta. “Una nación católica puede ser libre”, dijo, entre otras imprudencias.
En 1823, tras caer el gobierno constitucional del trienio liberal, tuvo que hacer frente a dos procesos: uno militar que se resolvió a su favor y otro teológico que le costó una condena por infidencia (desacato o deslealtad). Ese mismo año pidió un traslado a Tenerife para huir del ambiente de alta tensión política que se vivía en La Palma.
Su carisma, su preocupación por el bienestar social, su talento artístico y musical, su oratoria deslumbrante, su defensa de los avances médicos y científicos y su espiritualidad sincera y cercana no fueron olvidados por el pueblo, que celebró enormemente su vuelta a la isla en 1835 tras ser absuelto de un proceso en el que se defendió él mismo.
Manuel Díaz murió en 1863. Su estatua se erigió en 1897. El fervor popular hacia su figura se mantuvo durante mucho tiempo. Sin embargo, el paso del tiempo, una guerra civil, una larga dictatura y la globalización cultural del final de siglo fueron erosionando la memoria histórica. Su recuerdo se difuminó, al menos para la mayoría de la población, algo que también sucedió con otros muchos nombres ilustres de la historia de La Palma. Demasiado periféricos, demasiado locales, demasiado díscolos.
Mientras tanto, su estatua sigue ahí para conjurar el olvido.
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Desde hace varias décadas, en un debate algo soterrado pero muy vivo, se plantea la posibilidad de cambiar la estatua de lugar dentro de la misma plaza.
El arquitecto Juan Julio Fernández expuso claramente el argumentario que mantienen los que son favorables a ese traslado. Dice que la estatua “interrumpe la continuidad espacial de la plaza, de por sí exigua” y que “habría que considerar la posibilidad de reubicarla”. Propone un lugar en un costado de la iglesia. Como resultado, “la plaza recuperaría amplitud”. (Santa Cruz de La Palma. Otra mirada, 2006). Según esta idea, al no haber ningún obstáculo visual, la plaza se volvería un espacio diáfano más adecuado para actos de cualquier tipo.
Los que se oponen a esta propuesta defienden con vehemencia que la estatua no debe cambiarse de lugar (“Será por encima de mi cadáver”). Sus razones también son claras: la preeminencia del personaje y que se debe respetar la decisión original que lo llevó a ese lugar. “Está bien en el centro de la plaza. El pueblo lo quiso así y bastante trabajo que costó”. El argumento de que Santa Cruz de La Palma pueda ganar otro espacio para eventos de diversa índole no les convence. “Hay otras muchas plazas para hacer conciertos. Que los hagan allí”.
Se enfrentan, pues, un criterio técnico, arquitectónico, de gestión del espacio urbano y un criterio emocional, de respeto a una decisión popular tomada hace más de un siglo y que hace honor a la altura del personaje.
Es un debate que no es nuevo y que de tanto en tanto resurge. El grupo de gobierno actual en el Ayuntamiento está tanteando la opinión de algunos ciudadanos sobre esa idea. ¿Tendrán el arrojo de meterse en ese terreno tan pantanoso? No es habitual ver a políticos tomar decisiones que no pretendan contentar a todo el mundo. Veremos.
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Cuenta Antonio Rodríguez López (Apuntes biográficos de Manuel Díaz, 1868) que la madrugada del domingo 5 de abril de 1863, el padre Díaz llegaba tarde a la festividad de Pascua y apretó el paso hacia la iglesia de El Salvador. Cuando empezaba a subir las escaleras, tropezó “su planta en un escalón cubierto de césped”, se desequilibró y cayó, dándose un golpe sobre la ceja derecha que lo hizo sangrar abundantemente. Los que acudieron en su auxilio lo encontraron “inmóvil y sin conocimiento”. Estaba a punto de cumplir 89 años.
El Señor Díaz dejó tras de sí un capítulo de la historia de La Palma que merece ser recordado y una discusión sobre si se debe mover su estatua de sitio o si se debe dejar donde está.